Jóvenes en protesta
LA «JUVENTUD», esa «enfermedad que se cura con el tiempo», no conforma exactamente una clase social, su capacidad de influencia en la vida pública es muchas veces sólo anecdótica (aun en países estadísticamente jóvenes, como España), y la misma amplia nebulosa de su conformación corro estamento de la sociedad la priva de los agravios comparativos que justamente esgrimen las mujeres, los ancianos, los disminuidos físicos y toda la desamparada marginalia de las sociedades occidentales.La muerte de dos estudiantes, la semana pasada, en Madrid ha puesto en evidencia oscuros reflejos condicionados de la organización de la sociedad adulta ante «los Jóvenes», antes que el lamento por las muertes -no ya de dos jóvenes, sino de dos ciudadanos-, han aflorado recordatorios sobre la «inevitable» violencia de las manifestaciones de jóvenes que no tengan disciplina de partido o sobre sus conexiones quizá tenebrosas o las manipulaciones económicas a las que pueden ser sometidos y hasta surgieron estúpidas disquisiciones sobre el grado de matriculación oficial universitaria de las víctimas de aquel jueves aciago.
La figura del joven como «enernigo en casa» vuelve a aflorar como estereotipo político. Las causas de su inconformismo se ocultan deliberadamente, mientras el arsenal de poderes de la sociedad adulta coadyudan a la presentación de este indefinible «peligro social». La delincuencia juvenil aparece como una de las lacras de las sociedades aparentemente permisivas -¿cuántos miles de jóvenes que no encuentran un primer empleo se ven empujados por la sociedad a cometer sus delitos?-, y en un maniqueísmo que nada resuelve se presentan en las novelas o en las películas a delincuentes juveniles como héroes del abandono y la desesperación mientras desde un análisis menos literario y más fríamente informativo o judicial se retratan como un lumpen enloquecido. Historias como las de El Jaro y toda su escuela sirven como ejemplo de cómo abordar un enunciado por sus resultados haciendo la más absoluta abstracción de sus premisas.
Es preciso meditar sobre la responsabilidad contraída por todos los que han trabajado por la democracia y han acabado por soslayar, entre otros temas, el de la juventud. Del paternalismo autoritario del antiguo régimen hemos pasado a una doble marginación en la que las secciones juveniles de los partidos con representación parlamentaría son caricaturas inoperantes de las secciones adultas en tanto que se degradan los niveles de escolarización y se cargan los índices acumulativos de desempleo sobre el paro del primer trabajo.
¿Qué han hecho en los últimos tres años los partidos y el Parlamento por la juventud? No sería demagógico estimar que casi nada, excepción hecha de la rebaja de la edad del voto y la mayoría de edad a los dieciocho años. Pero mientras tanto la tesis del joven como «enemigo en potencia» se ve reflejada en proyectos como la reducción de la edad penal en un año (muchachos y muchachas de quince anos equiparados penalmente a los adultos), cuando nuestros legisladores saben perfectamente que, nuestra infraestructura penitenciaria carece de medios siquiera a largo plazo para dar utilidad educativa o regeneradora a sus lamentables instalaciones.
No quisiéramos dar ciegamente la razón a los exponentes de las quejas de la juventud, pero tampoco es admisible la actitud de quienes pretenden resolver el inconformismo legítimo de los jóvenes, su capacidad de idealismo y hasta su previsible desesperación personal ante un futuro difícil, con un arsenal de medidas represivas en las que a este paso parece que no podrá haber joven alguno por encima de toda sospecha.
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