Museo de Madrid
Dicen algunos que nacer en Madrid no es nada, que vivir en Madrid o de Madrid ya es algo, que morir en Madrid es como en cualquier parte, aunque en esta ciudad se libraran batallas memorables. Hasta hace relativamente poco tiempo, Madrid crecía desmesuradamente. Hoy, día a día, se despuebla, sobre todo de jóvenes. A este paso quedará convertido en asilo de jubilados y mayores.Clima, fauna, problemas laborales y urbanos transforman su perfil humano, y sí un día se dijo que el aire de la ciudad hacía al hombre libre, bien podría decirse ahora que el mismo aire le convierte en esclavo de imprevistos agravios. Tal vez por ello, para alejar negros presagios y animar un poco el espíritu de los madrileños, que ya se ven vagando a pie en busca de carbón para el brasero o de transportes que no existen, el Municipio se ha decidido a abrirles su museo.
Instalado en el edificio conocido de todos como antiguo hospicio de la villa, adquirido para su nuevo fin por el ilustre Mesonero, ya su inauguración ha abierto una polémica original y doméstica. La Asociación de Defensa Ecológica y del Patrimonio Histórico-Artístico habla en su informe de incoar expediente por el traslado hasta su nueva casa, en un día de sol y anticiclón, de unos cuadros desde el vecino Museo del Prado. Hoy que, según una visión moderna de lo que deben ser exposiciones y museos, los cuadros viajan en avión de continente a continente, cualquiera se preguntará si, aun embalados y asegurados convenientemente, los millones de la póliza serán capaces de resucitar a Velázquez, Goya o Zurbarán para volver a pintar los lienzos desaparecidos en caso de accidente.
También afirma Adelpha, cuyas siglas nada tienen que ver, por cierto, con el nombre de la famosa planta venenosa, que a raíz del anuncio de la inauguración juzgó la cosa apresurada, aconsejando ordenar las colecciones en tres lugares distintos, a saber: la artística, en el antiguo hospicio, donde está; la histórica, en el cuartel del Conde Duque, y la tercera, en el parque del Capricho. Es una pena que no aclare de qué forma habrían de cubrir periplo tan original los madrileños. Quizá si su maratón tradicional se perpetúa, los más esforzados lleguen a conseguirlo. Además, el famoso medallón del Dos de Mayo, pintado por Goya, ¿debe considerarse artístico o histórico? ¿Y el busto de don Pedro el Cruel? ¿Quiénes serían los jueces en cuestión tan espinosa?. Seguramente Adelpha, que considera prematura una inauguración tras veinticinco años de silencio y obras.
Lo que los madrileños quieren es tener su museo de una vez, porque, si lo mejor es enemigo de lo bueno, al paso que marchaban las cosas, lo más posible es que se hubieran muerto sin llegar a conocer su historia. Así, este museo, nuevo y viejo, viene a ser, a tamaño reducido, réplica de otro más vivo y real: de la ciudad misma, colección no de esquemas frustrados y paisajes amables, sino retrato fiel de todo cuanto otorga cabeza y corazón a una ciudad no demasiado conocida por un exceso de diatribas y entusiasmos. A este Madrid desquiciado que conocemos hoy le sucede lo que a su río, que se inicia en un sueño de pastores para acabar en mugre, desecho de ciudad, lúgubre y trágico. «Madrid», dice Ramón en su famosa letanía, «fue transigente, jovial, perdonador, tenerlo todo y nada, ni ocupación, ni provisión, capaz de transformar los monumentos en símbolos como la puerta de Alcalá, esa especie de percha de cascos guerreros y corazas por donde enhebra su hilo blanco y oro el alba.»
Cantada o zaherida, villa de armas y letras o babilonia de burdeles, corte de Césares o infierno de galanes, fue creciendo en pretensiones, desde antesala de Toledo a corte, al amparo de esa improvisación que aún conocemos hoy, no sólo en los museos. Pero mal hecha y todo, más allá de las prisas y los medios, el Siglo de Oro pasa por ella y si se quiere comprender su momento culminante, no hace falta sino echar un vistazo a Las lanzas, de Velázquez. Si, en cambio, se quiere sorprender a los Austria lejos de la temible etiqueta cortesana sólo será preciso asomarse a Las Meninas, y quien sienta interés por contemplar el fin de un mundo y una época, le bastará con enfrentarse al retrato de Felipe IV. En sus ojos opacos, fatigados de no se sabe qué clase de pecados, cualquiera puede adivinar el final del imperio español por encima de colonias y océanos.
Aquel galope de siglos no acabó con Madrid ni, por supuesto, con los madrileños, que paulatinamente se fueron acostumbrando a trabajar sólo lo necesario, a cuidar el vestir y a bajar en los días de fiesta a un río de ermitas y lavanderas, hoy contaminador principal del Tajo, viejo señor de la meseta. Al compás de paces, ferias, guerras, el gran museo de la villa, es decir, la villa misma. fue perdiendo sus murallas y ampliando sus vías hasta alcanzar su ensanche definitivo. Se alzaron los primeros teatros y la luz de gas iluminó la noche de sus calles principales. A Madrid le convirtieron en capital de España definitivamente el tren y las modernas carreteras. Los ricos se fueron a vivir a orillas de la Castellana; la clase media acomodada, al barrio que les construyó el marqués de Salamanca, y los obreros, con la gente de a pie, al final de Alcalá o al Puente de Toledo. Por aquel tiempo, el pueblo de Madrid, como el de España toda dejó de ser mero espectador de la corte, empezando a manifestar su enojo o su alegría a las puertas de Palacio o ante la ilustre Casa de la Villa. Deja de ser lugar manchego para sentirse ciudad europea con la apertura de su actual Gran Vía.
El balance de lo que ésta trajo y se llevó lo hizo Baroja. Arrebató lo pintoresco, «un rincón de Madrid pólipo ciudadano de burdeles, cafés, casas de citas. talleres de peinadoras con sus cabezas de cartón, ojos de cristal y pelo de mujer, tiendas oscuras en las que no se sabía lo que se vendía, peluquerías con globos de cristal en el escaparate llenos de sanguijuelas, consultorios de enfermedades secretas».
Su aire, turbulencia, misterio y alegría sólo admitía parangón con la Puerta del Sol, con sus cafés abiertos día y noche, verdadero zoco popular del arte o la política. Luego, con la primera guerra mundial, vinieron las primeras industrias. El centro de la villa, ya desplazado de la plaza Mayor, siguió, Montera arriba, hacia la Red de San Luis, camino de los recién borrados bulevares.
Tras de la dictadura, con la guerra civil, queda Madrid partido en dos mitades, a un lado y otro de su río, dentro y fuera del Clínico, al compás de canciones y disparos. El día en que la ciudad se rinde comienzan esos días que Ignacio Aldecoa describe en su Balada del Manzanares: «De los campos cercanos llega un aire adelgazado, frío, triste. Los humos de las locomotoras, los humos de la cremación de las hojas secas, los humildes humos de las chabolas empañan la cristalina atardecida. La arboleda es un flotante, neblinoso verde. El Manzanares se tersa y opaca en una larga fibra mate.»
Este nuevo Madrid que se nos viene encima, ¿a cuál de sus perfiles anteriores se asemejará? ¿Al de los Austria, grave y ceremonioso? ¿A aquel de los Borbones, ilustrado majo y violento? Este Madrid rompeolas de todas las Españas, que dio cobijo a tantos en sus noches de exilio y en sus días de gloria, debería orientarse hacia su peculiaridad más evidente, esa que sirve de signo y guía a aquellos que de verdad lo conocieron. Como afirma Antonio Machado, a fuerza de vivir en él tendemos a olvidar lo trágico y lo heroico. Lo borra esa jovialidad ahora casi perdida de esta villa, «su apariencia frívola y desconcertante, esa gracia inasequible a los malos comediógrafos que todo lo achabacanan y que tan finamente han captado los buenos, como Lope de Vega, Ramón de la Cruz o Jacinto Benavente, esa gracia cuya degradación es el chiste y que supone esencialmente un anticipo del fracaso de lo solemne o, por decirlo de otro modo: el antídoto de lo trágico.
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