De Salomón a Poncio Pilatos
EL BALON de oxígeno que para el cine español había supuesto el paso por el Congreso de la ley de Regulación de las Cuotas de Pantalla y Distribución, aprobada en la sesión plenaria del pasado 21 de noviembre, ha sido imprevistamente desinflado por el Senado. La mayoría de UCD en la Cámara alta ha resuelto sustituir el marco cuatrimestral para el cumplimiento del «tres por uno» de exhibición de filmes extranjeros y españoles por otro semestral, que permite obviamente relegar a los momentos bajos de cada temporada -agosto y enero, por ejemplo- la producción nacional.En un anterior comentario editorial ya señalamos el aspecto razonable de las protestas de los exhibidores contra una disposición que podría forzarles a levantar, en pleno éxito, una película europea o norteamericana, para cumplir la obligación de proyectar un filme español. También indicamos, sin embargo, que los respetables deseos empresariales de los dueños de las salas de optimizar sus beneficios no deberían prevalecer sobre los intereses colectivos.
De un lado, la supervivencia, ahora, y la potenciación, en el futuro, del cine español, no es un asunto meramente industrial, aunque sea en sí misma preocupante la desaparición de puestos de trabajo para una profesión compuesta por especialistas de difícil reacomodación en otras tareas. El llamado «séptimo arte» es la única expresión cultural inventada por el siglo XX y es, a notable distancia de cualquier otra manifestación artística, la que llega con más facilidad, amplitud e intensidad a las más vastas audiencias del mundo entero. Un elemental sentimiento de pertenencia nacional debería conducir, así pues, a tratar de crear el marco que hiciera posible creaciones culturales que incorporaran nuestros valores y que pudieran transmitirlos a todos los rincones del planeta, desde Tierra de Fuego a Indonesia. A diferencia de la pintura, la narrativa o la poesía, el talento del cineasta exige un pesado aparato industrial y unas elevadas inverslones para plasmarse. La protección estatal de la actividad cinematográfica, además de preservar a nuestra industria del desmantelamiento y de evitar que aumente la cifra del paro, debería proponerse la consecución de las condiciones estructurales para que el cine español pueda desarrollarse como fenómeno cultural. Resulta difícil negar que uno de los escasos españoles universales del siglo XX -seguramente sobrarían los dedos de las manos para contarlos- es Luis Buñuel. ¿Habría llegado a desarrollarse en toda su plenitud el formidable talento del director aragonés en el caso de que las circunstancias le hubieran obligado a seguir trabajando en España?
De otro lado, la actual forma de explotación comercial de los grandes filmes extranjeros, afincados en una sola sala de exhibición que los proyecta durante meses o años en rigurosa exclusiva, se compadece mal con las necesidades sociales, con la lucha contra las aglomeraciones en el centro de las ciudades y contra las condenables prácticas de la reventa, y con la deseable participación del mayor número de ciudadanos en el pronto conocimiento de los fenómenos culturales dignos de tal nombre. Los intereses de los empresarios de las salas son respetables; pero quedarían igualmente protegidos si adoptaran procedimientos de exhibición como los existentes en Francia y, de paso, permitieran atender rápidamente a la demanda de los espectadores deseosos de ver una determinada película.
Quedaría así superado el único argumento sensato contra el marco cuatrimestral de la cuota de pantalla. El plazo semestral, por otro lado, aunque seguramente permitiría relegar al desván de los extremos calores o los grandes fríos y al corral de las vacas flacas las películas españolas, ni siquiera mantiene arrogantemente una posición de principios respecto a los derechos de los exhibidores.
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