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Reflexión en sinceridad

La aguda crisis ideológica que atraviesa el mundo occidental se ve en este momento contrastada, e incluso diría contestada, por una resurrección de mística oriental. El resurgir del Islam, con una fe arraigada en el pueblo desde siempre y hoy más pujante que nunca, es una llamada a la reflexión y al contraste. Es cierto que la figura de Jomeini no puede por menos que repugnarnos desde nuestra óptica occidental, pero no es menos cierto que ha sabido aglutinar a un pueblo y devolverle quizá sus raíces y su razón de ser en el panorama mundial, panorama en el que los «nuevos ricos» son las víctimas propiciatorias del timo y del abuso político. Esto puede explicar que la brutal actitud del ayatollah ante nuestro civismo hipócrita enardezca a su pueblo, maltrecho y demasiado sensibilizado hacia sus protectores «listos», los cuales manejan a su conveniencia el destino de tantos pueblos subdesarrollados.Pero es muy importante analizar la dualidad religioso-política existente en Oriente. El mundo islámico no separa los dos «reinos»; al contrario, los funde en uno solo. No resulta extraño si tenemos en cuenta que toda la Edad Media, tanto en Oriente como en Occidente, estuvo marcada por las guerras santas, guerras, por otra parte, inspiradas y promovidas por las respectivas iglesias, que a su vez representaban un fuerte poder político y coaccionante. La mayor parte de los pueblos mayoritariamente musulmanes viven todavía en plena Edad Media, con un subdesarrollo a todos los niveles alarmante. Es lógico que sigan a un líder religioso y político, el cual les evita, entre otras cosas, dar un gigantesco salto en el vacío: pasar del té de menta a la coca-cola, del velo al jeans, de la mezquita a la discoteca...

Este mundo de místicos y fanáticos, siempre inquietante para un occidental, conserva algo que nosotros perdimos hace tiempo y sin lo cual sería impensable la supervivencia de cualquier cultura: la tradición oral, que permite, a pesar del analfabetismo endémico, mantener viva y operante una religión que aglutina a la increíble cifra de mil millones de creyentes, con un modo de vida y una común señal de identidad.

Pues bien, nosotros, que hemos pasado ya la Edad Media, que hemos superado el analfabetismo, que hemos querido separar el poder religioso del político, nos encontramos indefensos ante ellos.

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Occidente ha creado un mundo aparentemente más humano. La civilización cristiana nos sirvió de apoyo en otro tiempo. Hoy, el Papa mueve multitudes (más folklóricas que religiosas), pero sería impensable que influyera decisivamente en esas masas. Permanece como figura importante y de peso, aun sin la fuerza que tuvo antaño. Por otra parte, la Iglesia parece más preocupada en dar normas de moral que en ser un cauce espiritual para un mundo escéptico y cansado.

Parece como si el mundo occidental hubiera consumido sus ideologías y no tuviera nada de repuesto. Ve desmoronarse toda una civilización ante la indiferencia pública. Y mientras tanto se lucha por un área de influencia, por ganar unas elecciones, por acceder a un puesto, y se dan palos de ciego, sin considerar el problema en bloque, consumiéndose en luchas estériles e insolidarias.

No debería ser momento de personalismos ni de protagonismos, sino más bien de reflexión común y esperanzada. Deberíamos aceptar, compartir y buscar una solución contra el desencanto y la apatía. Porque la historia, evidentemente, sí se repite.

Los partidos políticos que hoy se mueven en Occidente tratan, con mejor o peor acierto, de salir del impasse, de la inercia, del desinterés del electorado, incurriendo a veces en graves contradicciones ideológicas. Pero no puede haber partido si no hay ideología, que es la base que lo sustenta y su razón de ser. Es necesario revitalizar esas ideologías, darles un nuevo sentido, ponerlas al día, porque es posible que lo que pensábamos agotado y caduco dé mucho juego todavía.

Desde esta nueva óptica de los partidos, la democracia cristiana trata también de encontrar su vigencia y utilidad para el mundo de hoy.

Recalcando, sobre todo, su vocación humanista y humanitaria. Dejando plena libertad a la Iglesia, sin interferir en su magisterio. Aceptando que el Vaticano simpatice con otros partidos presumiblemente más afines. Separando cada vez más rotundamente el nombre demócrata-cristiano de la idea eclesial. Defendiendo, más que a una religión, a un modo de vida, a una civilización bien llamada cristiana, por la misma razón que cristiana se llama la era que vivimos. Y a nadie, ni agnósticos ni creyentes, se le ocurre denominarla de otro modo.

Luchando por los principios de igualdad, fraternidad y solidaridad, que fueron posibles en el mundo gracias, entre otras cosas, al cristianismo.

No estando necesariamente de acuerdo con la Iglesia. No permitiendo que la Iglesia intervenga en sus asuntos políticos. Acogiendo en su partido a creyentes y no creyentes, practicantes o no, siempre que su agnosticismo no sea virulentamente opuesto a los postulados que la democracia cristiana trata de defender.

Sometiéndose, en fin, a una íntima revisión, quizá también a una profunda catarsis que la haga tomar clara conciencia de su papel en el panorama político actual. A una revisión en la que no debería descartarse plantear el propio apellido «cristiano», que yo veo no como una apropiación en exclusiva ni como un credo de fe, sino con la misma lógica, antes apuntada, de llamar era cristiana a estos casi 1.980 años, y civilización cristiana, a buena parte de su contenido.

Que la Iglesia siga su rumbo y la política el suyo, al contrario que en el mundo islámico. Pero no a medias tintas. Delimitando claramente los papeles. Asumiendo la política su papel humano-terrenal y la Iglesia el suyo, estrictamente espiritual. Ya que no queremos fanáticos ni seguimos guerras santas.

Ha costado mucho esfuerzo llegar a esta civilización, que quizá no sea la ideal, pero que al menos merece el esfuerzo de mejorarla.

Diputado de UCD por Palencia. Ex presidente del Congreso

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