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Por el Colegio de España en París

Ahora que Suárez y Barre andan tan con «la mano en la mano», como dijera en castellano el general De Gaulle, puesto que España estará al lado y nunca más enfrente de Francia en las mesas europeas, ya que ambos jefes de Gobierno van a dialogar al menos una vez al año, meritoria labor patriótica será suministrar a los dos prohombres motivos de conversación para que tengan de qué parlotear entre el yantar anadón con albaricoques a la normanda y el degustar Rioja tinto de 1966, incluidos esta vez en el menú.Yo, por mi parte, les propongo que hablen del Colegio de España en París. Pocos temas encontrarán tan simbólicos, de una amistad entre los dos países casi perdida y milagrosamente recuperada gracias a nuestro zahorí cucañero Adolfo Suárez: el Colegio de España nació de una decisión personal del rey más francófilo de las últimas eras, Alfonso XIII; él mismo eligió el lugar de su implantación dentro del recinto de la ciudad universitaria de París, al tiempo que concedía autorización para que se edificase la Casa Velázquez, su equivalente en Madrid para los estudiantes franceses.

Construyó el Colegio de España el arquitecto Modesto López Otero, que como símbolo de los que imperan en estos momentos en. nuestro país tampoco se queda corto: ¿no fue él acaso el que primero dijo, después del triunfo del Frente Popular, aquella frase atribuida después a tantos otros?: «Señores, creí que íbamos a ganar las derechas y resulta que hemos ganado las izquierdas.»

Si ingenioso precursor fue López Otero, modelando una fórmula tan adoptada ahora por los del machito, menos feliz se mostró al delinear los planos del Colegio de París. Se limitó a calcar los del salmantino palacio de Monterrey, y con tanta impericia lo hizo que aún hoy la escalera central se sale de madre, comiéndose la mitad del vestíbulo de entrada.

Cuando yo llegué al Colegio de España, todavía se enseñaba con fervor la habitación donde viviera Pío Baroja; aún se comentaba la soberana paliza que dos artistas, famosos hoy, propinaron a Oriol Palá y a Jordi Anguerá, futuro yerno de Pablo Gargallo, por haber osado éstos izar la bandera catalán en el mástil del Colegio un 14 de abril.

En los cuatro años que viví en la ciudad universitaria (dos en el Colegio de España, dos en el de Noruega), conocí los inicios cinéticos de Sempere cuando pegaba sellos y sobres de invitaciones para exposiciones de otros en la galería Denise Renée, sin que esta avispada marchante se enterase que Eusebio llevaba por su lado un camino paralelo al de Vasarely; visitaba el estudio de Hernández Pijoán, que estaba entonces en una neoplástica expresionista; prestaba mi piano a Manuel Carra; discutía con Carmelo Bernaola, que asistía a todos los conciertos del Domaine Musical y nos hablaba con exaltación de un joven compositor y teórico apasionado llamado Pierre Boulez. Lucio Muñoz nos mostraba las experiencias que ya realizaba con la materia, y Antonio Saura estaba pasando del surrealismo al informalismo, aplicando ya las técnicas gestuales de las que salen ahora crucifixiones y retratos apócrifos.

Blas de Otero venía a presentar sus libros, pero como no podía hacerlo en el colegio español, los declamaba en el exilio del de Provincias de Francia vecino. Narciso Yepes, en cambio, tenía siempre alojamiento de lujo reservado, y Fernando Arrabal ya entonces era víctima de los estalinistas desbocados. Salió, sin saber por qué, del Colegio de España para refugiarse en el de Mónaco, y luego algunos amigos le llevábamos naranjas al sanatorio cuando cayó tuberculoso. Berzosa era todavía estudiante del IDHEC, pero todos sabíamos que sería uno de nuestros grandes cineastas. Luis Rego, pianista excéntrico y genial, interrumpía un concierto suyo en el que se le trabucaban los dedos, y se dirigía al público diciendo: «No fallo una, las fallo todas», y otro día aplaudía frenéticamente a Rafael Vázquez Sebastiá para que repitiese una pieza «hasta que la aprenda».

Todo esto para decir que ocurrían muchas cosas en el Colegio de España, y que ahora ya no pasa nada, porque está cerrado desde 1968.

Inaugurado por la II República en 1934,"el Colegio fue tomado en 1948 por un grupo de derechas, que lo entregó a los vencedores de la guerra civil. El primer director fue Maravall. Desde entonces se ignoran gallardamente las normas mayoritarias de la ciudad universitaria de París. En el «convento», como le llamaban unos por la austeridad de su reglamento, no podían entrar mujeres, ni para vivir ni para trabajar o folgar con los residentes en sus cuartos; en «El Escorial», como lo denominaban otros por su austera arquitectura herreriana, toda manifestación política estaba prohibida. Tampoco se observaba la regla de reservar el 40% de habitaciones a estudiantes extranjeros, por mor de la contaminación.

Algo se progresó en los años sesenta. Se introdujeron ciertas libertades, dentro de lo posible entonces, y se reservó un ala del pabellón para las mujeres, pero con una escalera especial y tabiques infranqueables. Innecesario todo ello, pues las chicas parecían haber sido seleccionadas no por sus inquietudes intelectuales, sino con los criterios radicalmente opuestos a los que sirven de toesa en los concursos de belleza. Total, que de «convento» y de «Escorial», el colegio pasó a ser conocido por «la monstruoteca».

Fue ocupado en mayo de 1968 por un nutrido grupo de españoles residentes en París, unos estudiantes y otros no, pero todos izquierdistas y con Arrabal al frente. Al final de la vorágine psicorrevolucionaria de aquel mes quimérico las autoridades españolas lo cerraron con el pretexto de obras que habían de efectuarse.

Clausurado y todo, volvió a ser invadido un año después, y, al final de lo que resultó ser tina miniocupación, se declaró un incendio por el que, a mi saber, no se hizo ninguna reclamación diplomática con el fin de obtener una eventual indemnización por daños y perjuicios, como merecía el caso.

Cuando nos llegó la democracia se pensó que no quedaban razones políticas para que el Colegio permaneciese vacío. Pues, sí. Parece que pocos tienen interés en plantear un tema que puede resultar conflictivo. Además, hace cinco años se calculaba que la puesta en inarcha del Colegio costaría unos cuarenta millones de pesetas.

Ante esta situaciónlas autoridades universitarias francesas están pidiendo formalmente y por escrito que España tome una decisión definitiva: o se abre el colegio con arreglo a sus principios, es decir, con un director español, dependiendo de España y gastos a cargo de nuestro Estado, o que pase a pertenecer a Francia.

Sería lamentable que cada año 150 estudiantes españoles sigan perdiendo o pierdan definitivamente la posibilidad de alojarse en París en condiciones confortables y económicas. Pero si los ministerios competentes no están dispuestos a desembolsar los cien millones de pesetas necesarios hoy (por el aumento de los costos y por la fatal y constante deterioración de un edificio inhabitado) para su restauración, como aconsejan nuestros representantes diplomáticos, la única solución, para no caer en la del perro del hortelano, es negociar su cesión a los franceses. Siempre se podrá obtener que se conserve la biblioteca, que se convierta en un centro de investigaciones para hispanistas, que se nombre a un director erudito en nuestra cultura y que se reserve un porcentaje de habitaciones para estudiantes españoles, entre otras sugerencias.

El Colegio de España, nacido de una decisión de la Monarquía, inaugurado por la República, terminado por el franquismo, que le echó dos pisos más, podría ser restaurado por la nueva Monarquía, describiendo así un tiempo circular, un espacio cíclico, para dedicarse, al fin, a la utopía por la que fue creada la ciudad universitaria de París: hacer que las juventudes de todos los países se conozcan para que nunca más haya guerras ni diferencias sociales.

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