Blanco-Amor, amor en blanco
En blanco se ha quedado nuestro amor por ti, Eduardo Blanco-Amor, amor en blanco, cuando hemos sabido que te has muerto, como se saben estas cosas, abriendo muy naturalmente el telegrama matinal de la luz, leyendo muy temprano la azul telegrafía del cielo, la telegrafía sin hilos de la muerte, que nos comunica ya, Eduardo, y nos sirve para comunicarnos y comunizarnos cuando residimos todos en el arrabal del cementerio, a cierta edad, en la preurbanización final de irse muriendo.Callado mito menor del exilio mayor, gallego que duplica, duplicaba exilios voluntarios, galaicos, emigraciones desdobladas en huida de la pobreza -ah la Patria Galega- y huida de la dictadura, pero sus libros, sí, sus libros, venidos desde América, como húmedos de bodega, clandestinos en las bodegas del mar, la catedral y el niño, niño asombrado ahora en la catedral de la muerte.
Ayer hablé y escribí de Corpus Barga. Hoy se muere Blanco-Amor, corresponsal primero, escritor lejos, sus cartas americanas y sus perdidos libros de gallego y castellano, musarañas de estilo y de distancia. No quiero para mí la necrológica como género literario, nunca la he querido, en principio por fácil (todos los cuentos malos acaban con un muerto) y luego por falsa. Lo que menos queda en las coplas de Jorge Manrique a su padre es el padre. Pero a cierta edad interior y concéntrica de la edad que me marca el calendario de cocina resulta que escribir de los muertos, de este muerto reciente o de los más históricos, es escribir -ay- de uno mismo, más que necrología, cronología: autobiografía.
Se fue muy pronto a América con sus vidas y amores difíciles, porque vidas tenía muchas, y todas las sacó adelante con su constancia suave, con su voluntad firme y como débil, indiano de la literatura, más que literato de las Indias, hasta los nuevos, primeros contactos con una nueva generación española que adivinaba sus libros más que haberlos leído. Cuco Cerecedo, entre la literatura y la conspiración, un poco Rimbaud de Vigo, muerto en América cuando la juventud daba en él toda su estatura, fue quien me puso en contacto con Eduardo Blanco-Amor, y luego vendría el viejo, dandy de tercera clase en su buque carguero, elegante de pasaje económico, un primerísima clase de las letras.
Nos encontramos, no sé por qué, la primera vez, en el paseo de Rosales, en invierno, para almorzar juntos, y había en su pelo blanco, en su foulard, en su elegancia húmeda (dulce carroza de cuando aún no se decía así), una cosa de recién desembarcado, de hombre que ha cruzado el cielo sentado en la bodega de las patatas, leyendo a Rosalía a la luz más profunda del Atlántico. Luego, en distintas ocasiones, hicimos juntos un poco de Madrid, o mucho, cuando venía por aquí, amigos de Julio Camba o enemigos de tantos otros. Me escribía a mí y escribía de mí.
Javier Alfaya me lo cuenta:
-La última vez le vi ya viejo. Había pasado una embolia. Ya no tenía mirada. Anoche se sintió mal, en el hotel, en Vigo; cogió un taxi para ir a una clínica y en el taxi se ha muerto.
¿Muerte patética? Muerte de escritor. García Pavón me cuenta que se lo dijo Josep Pla cuando le presentó a su mujer:
-¿Pero usted cree, señor Pavón, que un escritor puede estar casado?
Esto es un sacerdocio, como diría Cuco de la literatura y de lo otro. Sacrificio a un dios desconocido, como bien lo expresara Jaime Chávarri. Cuarenta años muerto en América, vivo en sus libros, unos años vivo en España, viendo morir sus libros en la teleignorancia del país. Y tomar por su propio pie, ya muerto legal, el taxi, no a la clínica, sino al cementerio. Oficio de vivir. Oficio de escribir. Muerto solo en un taxi, como ésas que en un taxi dan a luz. Se dio a luz a sí mismo, para siempre, mientras el taxi, por el Finisterre, perdido entre clínicas y cementerios, se tornaba mortuorio e irreal. Escritor tan viajero ha de tener un taxi por ataúd.
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