Quince millones de niños morirán este año
El 20 de noviembre de 1959, hizo ayer veinte años, la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió por unanimidad adoptar la Declaración de los Derechos del Niño, de la llamada «Declaración de Ginebra», formulada por la Unión Internacional de Protección a la Infancia (UPI). La celebración de este veinte aniversario coincidiendo con el Año Internacional del Niño (AIN), precisamente cuando llegan las patéticas imágenes de los niños camboyanos que mueren de inanición en los campos de refugiados, trae a primer plano los graves problemas de la población mundial infantil y parece que sugiere la pregunta: ¿para qué sirve un Año del Niño?
Más de quince millones de niños menores de quince años morirán este año, la mayoría por motivos previsibles y evitables, y alrededor de setecientos millones sufrirán la amenaza de la desnutrición en una fase crucial de crecimiento, con repercusiones más o menos graves en su desarrollo físico y psíquico.De los cien niños que nacen cada minuto en los países del Tercer Mundo, la geografía del hambre y del subdesarrollo, unos veinte mueren antes de cumplir el año. Entre los supervivientes, se estima que sólo siete tienen la oportunidad de entrar alguna vez en una escuela, mientras sesenta aproximadamente viven subalimentados, inermes ante las enfermedades y en unas condiciones de extrema pobreza que se suelen prolongar a lo largo de toda su existencia, España es uno de los países privilegiados en este aspecto. El fantasma de la mortalidad ha sido prácticamente expulsado: de 186 muertos sobre el millar de nacidos vivos en 1907, se pasó a 18 por cada mil, en 1974, y a 16% en 1977, dentro de una curva descendente que acentúa su inclinación a partir de las últimas cuatro décadas.
Hijos del hambre
El bosque estadístico, poblado de cifras y datos escalofriantes, permite apreciar la enorme magnitud de los problemas de la infancia, pero, al mismo tiempo, oculta su dimensión humana: el nombre, el rostro y las palabras de los niños que sufren en su cotidianeidad el castigo del hambre y de la enfermedad, de la ignorancia y del abandono.Para conocer a esos niños, cuyo derecho a vivir dignamente se trata de proteger, habría que ir, por ejemplo, a Bombay, donde Mohammed Halif, un chico de quince años y ojos alegres, trabaja de limpiabotas o corno lavacoches, mientras dura el monzón. «A veces nadie quiere limpiarse los zapatos, y no tengo dinero para comer. »
«Pero siempre puedes encontrar sobras en los cubos de basura y beber el te que deja la gente en la terraza de los bares», cuenta Mohammed. «Duermo en cualquier sitio, bajo un puente o debajo del cobertizo de una parada de autobús. El vestíbulo de la estación Victoria o algún garaje. también son buenos sitios para pasar la noche.»
A muchos kilómetros de Bombay, en un pequeño pueblo de la isla de Jamaica, Vinton Faulkner, de catorce años, expulsado de su escuela por defenderse a punta de navaja de un hombre que le intentó agredir sexualmente, sin zapatos y con el estómago vacío, reflexiona con optimismo sobre su porvenir: «Tengo el pensamiento de que algún día pasará algo bueno. Debo mirar de cara al futuro que viene y estoy seguro que dentro de cuatro o cinco años seré más feliz. La gente en Africa está aún peor que aquí. No tienen pantalones ni vestidos para ponerse. Yo también lo paso mal ahora, pero trato de salir adelante, que la gente me vea limpio. »
Mientras Vinton demuestra su ánimo combativo y asegura ser un revolucionario que lucha por sus derechos, «no, por dinero, como hacen los políticos», en la Pampa peruana, Aurelio Didarte, un campesino de catorce años, se resigna con dificultad a aceptar su duro destino. «Tuve que dejar la escuela, porque era el único que podía ayudar a mi madre, y si no estuviera aquí tendría que hacerlo todo ella sola y le resultaría muy duro», dice Aurelio. «Plantar maíz es un trabajo muy pesado. Tienes que hacer mucha fuerza para cavar en la tierra y, después de plantar, tenemos que estar siempre quitando hierbajos. Por desgracia, este año no hemos tenido cosecha por culpa de la sequía.» Como Aurelio, las tres cuartas partes de los niños del Tercer Mundo viven en zonas rurales y hacia los ocho años dejan la escuela para ayudar en casa o en las faenas agrícolas, con jornadas agotadoras de hasta diez horas de actividad: recoger leña, cuidar el ganado, transportar agua, etcétera.
Niños teleadictos
Los problemas de la infancia no se reducen a, una cuestión de supervivencia, ni se limitan a las áreas subdesarrolladas o en vías de desarrollo del Tercer Mundo. Niños explotados o maltratados por sus padres y tutores, niños en apuros que se sienten solos y sufren hay en todo el mundo. Incluso en la mítica patria de Walt Disney.En San Francisco, por ejemplo, podríamos encontrar a Sissy McCarty, una chica de quince años, dispuesta a contamos su drama: la patológica relación de dependencia que mantiene con la pantalla del televisor, ante la que el niño americano pasa, por término medio, unas 15.000 horas a lo largo de su infancia, lo que equivale a dos años enteros viendo la televisión constantemente: 350.000 anuncios y 18.000 asesinatos.
«Creo que es una pérdida de tiempo que tanta gente pase las horas muertas ante el televisor, mascando y comiendo sin parar, como hago yo», opina Sissy. «A veces, cuando veo un anuncio de algún dulce, me digo, me gustaría comérmelo. Entonces, voy a la cocina y cojo una barra de dulce y me la como frente al televisor. Así es como he engordado de esta forma. Creo que no está bien.»
La imagen de Sissy, sufriendo y engordando frente al televisor y la terrible imagen de los niños camboyanos muriéndose de hambre en los campos de refugiados, son dos aspectos del mismo cuadro. El agudo contraste, casi cruel, que se establece entre ambas refleja, en último término, la realidad de la situación mundial, todavía mucho más cruel, que no se resuelve a base de minimizar la pequeña tragedia de Sissy, una de las víctimas de la teleadicción.
Para qué sirve un Año del Niño
«Con frecuencia se me pregunta: ¿Por qué se celebra un Año del Niño? Mi respuesta es: por 2.000 millones de motivos, la mayoría de los cuales tienen menos de diez años de edad», declaró en una ocasión el director de la Unicef, Henry Labouisse. En cuanto a las metas propuestas, indicó: «El Año Internacional del Niño (AIN) habrá cumplido sus objetivos si logra difundir la convicción de que los conocimientos y recursos para resolver los urgentes problemas de la infancia están a nuestro alcance. Se podrá decir que el AIN ha sido un éxito si sirve para poner en marcha planes y proyectos que mejoren el destino de las generaciones venideras. »Sería prematuro hacer aquí un balance exhaustivo de las acciones que, a nivel nacional e internmacional, se han emprendido con motivo del AIN, con el fin de descubrir para qué ha servido su celebración.
De momento, se puede decir que 140 países participan en la iniciativa de establecer el AIN, idea que surgió en los sectores no gubernamentales de las Naciones Unidas en tomo al canónigo Joseph Moerman, sacerdote belga dedicado a trabajar en pro de la infancia. Por su parte, la junta directiva de la Unicef, en la reunión de este año en México, aprobó contribuciones que ascienden a los 251 millones de dólares y fijó un plan de trabajo a medio plazo para el período 1978-1982.
Entre las diversas actividades que se han desarrollado en relación con la celebración del AIN en diferentes países se incluye el simposio de Atenas sobre el mundo del niño en el futuro; los proyectos de inmunización masiva realizados en Liberia, Granada y Haití, el estudio de Ginebra sobre niños maltratados, el Festival Internacional de Teatro Infantil celebrado en Londres, un maratón infantil en Nueva Zelanda, o el concierto de rock que se ofreció en la sede de la asamblea generaI de la ONU.
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