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Tribuna
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A Javier Rupérez, entre el miedo y la esperanza

Cuando, en 1958, Javier Rupérez empezó la carrera de Derecho, yo era alumno de tercer curso. La lucha política contra el sindicalismo estudiantil obligatorio y unos comunes ideales democráticos nos acercaron muy pronto. Desde entonces, con otros entrañables amigos, como Ignacio Camuñas, Julio Rodríguez Aramberri o Juan Luis Cebrián, ese núcleo que se formó en la Complutense madrileña ha tenido un común denominador: la lucha por la libertad y por la dignidad de los hombres y de los pueblos de España.Cada uno con nuestro talante, con nuestros defectos y con nuestras limitaciones, pero también con una decidida voluntad, hemos mantenido viva aquella decisión forjada en muchas horas de conversación y de contacto entre nosotros: sólo la democracia y los derechos humanos hacen digna la sociedad y la convivencia.

Unos desde la enseñanza o desde el ejercicio de la profesión de abogado, otros desde la prensa, otros desde la carrera diplomática, hemos tenido siempre presente aquel ingenuo e idealista compromiso de lucha, tantas veces renovado y confirmado, Recuerdo aún aquella manifestación fascista contra el cardenal Montini que pidió clemencia contra la pena de muerte impuesta a Grimau, y nuestra presencia, con otros amigos, para señalar nuestra oposición. Poco faltó para que saliéramos muy mal parados.

Recuerdo la constitución de la UED, como sindicato, y también la común militancia en la democracia cristiana, yo hasta 1966, y Javier manteniéndose en esa línea hasta hoy. Y muchas veces, cuando otras personas, incluso algunos compañeros del PSOE, intentan utilizar con carácter peyorativo esa antigua militancia, yo les tengo que recordar que aquello entonces era más realidad que otras cosas, y que nuestra militancia nos llevó a disgustos y dificultades continuas. Los que hoy hacen esas críticas no hacían tanto como nosotros entonces; estoy hablando de 1961 a 1965. Javier Rupérez estuvo en todas esas andaduras comunes con su entusiasmo y,con su generosidad.

También fueron años de trabajo intenso, de preparación, de lecturas, muchas conseguidas con dificultad, y años difíciles para Javier con la muerte de su tía, muy entrañablemente vinculada a todos los hermanos Rupérez -Tote, Nacho, Paloma y Javier-. Luego se produjo la muerte de su padre. Su. madre, Manolita, que mantenía con una gran dignidad, con una imperturbable fe en el futuro de sus hijos, el esfuerzo para sacar adelante aquella familia, contó desde el principio con el apoyo de Javier, que fue así un segundo padre para todos us hermanos. Aquellos esfuerzos dieron su fruto, porque pronto fue diplomático, con destinos dificiles: Addis Abeba, Varsovia, Helsinki, Ginebra. Su primer libro tuvo un tema muy propio de un cristiano progresista luchador por los derechos humanos: Estado confiesional y libertad religiosa. Tengo delante el ejemplar que mededicó, con esa letra grande y desparramada, tan grande como su corazón y su amistad, fechado en 1970. Luego, otra causa concretó su dedicación y su trabajo: la conferencia de seguridad europea, tan necesaria y tan vinculada también al tema de los derechos humanos. Helsinki y Ginebra son testigos de su entrega por años a esa causa. Allí, en Ginebra, conoció a Geraldine, su mujer, y allí se casó. Vivió en el mismo pueblo en que don Manuel Azafia pasó parte de su tiempo de exilio, y Javier, que admiraba al presidente Azaña, siempre señalaba con orgullo esa coincidencia con él en Collanges-sous-Salève.

Recuerdo también sus cartas desde fuera de España, en aquellos amargos meses durante mi confinamiento en el año 1969. Todavía en 1976, siendo jefe del Gobierno Marcelino Oreja, reciente ministro de Asuntos Exteriores, me facilitó una entrevista con él en el Ministerio de jornada, para plantearle temas graves que afectaban a presos vascos. El ministro se iba de viaje y, con Javier, le acompañé en su coche al aeropuerto de Fuenterrabía, explicándole mis preocupaciones con aquellos presos vascos. Su intervención fue decisiva para arreglar aquellos problemas y lamento que mi obligada reserva como profesional me impida ser más explícito.

No entiendo nunca un asesinato, ni tampoco un secuestro. No creo que la violencia que mata o que priva de libertad pueda engendrar razón o libertad. No comprendo tampoco que unos hombres puedan encontrar satisfacción o bu scar la defensa de sus ideales a través de la humillación de sus semejantes y, desde luego, no entiendo que una persona como Javier Rupérez Ipueda ser objeto de un ataque como lo ha sido. Ya sé que mis criterios son heterogéneos con el mundo al que los dirijo, pero creo que el secuestro de Javier Rupérez es un inmenso error. Javier tituló su libro sobre la Conferencia de Helsinki: Europa entre el miedo y la esperanza. Yo hoy he tomado la pluma también para intentar contribuir con una llamada a la razón, y con un testimonio personal, a la liberación de Javier Rupérez. Confieso que estoy también entre el miedo y la esperanza. Quiero creer en que se impondrá el sentido común yque, como Javier terminaba su libro sobre la libertad religiosa: «... En el fondo todavía late una innegable, aunque matizada y nada ilusa esperanza.» «Hoy es siempre todavía...»

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