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En el centenario de Espartero: visión de Galdós

No sé si me equivoco, pues estoy lejos, pero tengo la impresión de que el centenario de Espartero está pasando un tanto desapercibido y es lástima porque deben aprovecharse todas las ocasiones para ir remediando esa culpable ignorancia sobre el siglo XIX español. En el caso de Espartero, el olvido tiene larga fecha a pesar del gran monumento de la calle de Alcalá, del que sólo se cita, o se citaba, a lo castizo, la buena constitución testicular del caballo. El 15 de abril de 1931 el entonces ministro de la Gobernación, Miguel Maura, tuvo que salir despendolado de su coche para evitar el derribo de la estatua, atacada como símbolo de no sé qué por los mismos que habían llevado al convento de las Arrepentidas la estatuilla de Isabel II. Como en tantas cosas que se refieren al siglo pasado conviene acudir a Galdós y anotar cómo Esparteros viene evocado en los Episodios y en las novelas. No se pueden dar todas las Citas pero sí una breve y significativa, colecta: hay que repasarlo todo porque el personaje aparece y reaparece como un Guadiana y el índice onomástico no funciona.Digan lo que digan, Galdós no es un «genio alegre». Salvo en los Episodios, que tienen como protagonista al «perfecto» Gabriel Araceli, episodios épico-idílicos, vemos a los grandes personajes galdosianos pasar de una juventud desinteresada, idealista, ansiosa, incluso inteligentemente pícara, a un aplatanado aburguesamieno que casi les hace caricatura de sí mismos: la muerte salva a Fortunata, a Angel Guerra y al mismo Torquemada. Lo mismo ocurre con los personajes históricos y como Galdós busca el lado noble de todos, sin exceptuar a hombres como Narváez, el tono de su obra es de una muy honda e intensa melancolía. Ese proceso de degradación, impuesto por la presión de las circunstancias, llámense la reina Isabel, el afán desordenado de ganancia pronta o el prosaísmo burocrático, lo certificamos en el caso de don Baldomero Espartero. Galdós ha estudiado con especial atención a los que son los verdaderos motores de un canibio en el siglo pasado: los militares que, casi sin excepción, hacen profesión de fe liberal. La presentación de Espartero en la guerra carlista, desde Luchana hasta el abrazo de Vergara, es un arrebatado retrato: la elementalidad, la misma incultura, incluso militar -«no se arregla bien con planos», dirá don Beltrán de Urdaneta- son un buen pedestal para un heroismo que une Reina niña, libertad casi como diosa y hasta la Virgen del Pilar.

«Oía don Baldomero desdesu cama el estruendo de aquella tenaz contienda y entre sus dolores que le retenían y sus cuidados de caudillo que de fuera le solicitaban se revolvía inquieto, sin descanso, más castigado de la ansiedad que de la penosa cistitis. En el momento de su mayor quebranto llegó el valiente Oráa y con militar rudeza le pintó en pocas palabras la situación apretada del Ejército a la otra parte del río. Soltó al instante Espartero media docena de ternos gordos y rechazando las ropas del camastro empezó a vestirse a toda prisa. Voy ahora mismo aunque me cueste la vida. ¡Pues no faltaría más! Tomado el puente ¿qué hemos (de hacer más que «uparnos» arriba como fieras? ¿Qué hora es? Las once. ¡Bonita Nochebuena! Señores: hemos jurado perecer o salvar a Bilbao. Esta noche se cumplirá nuestro juramento. » Y así hasta Vergara, a empujones contra la táctica, alentando «todos los actos de valentía loca», remata Galdós.

La admiración de Galdós decae ya al evocar el período de la regencia de Espartero; pone como muy positivo el que Espartero se vea a sí mismo como «provisional», que viva modestamente, más con tono de cuerpo de guardia que de palacio. Galdós, tan músico, se olvida de un rasgo muy simpático del matrimonio Espartero que organiza una velada para Jesús de Monasterio, niño prodigio con su violín, velada cuyo relato coincide, más o menos, con la frecuencia de la palabra «cursi» en el lenguaje coloquial. El fusilamiento de Montes de Oca y de Diego de León entenebrece ya la figura porque ahí comienza la triste constante: los pronunciados de ayer se cargan a los pronunciados de hoy. Pero al final de la regencia, también por pronunciamiento, el destierro nimba de melancolía a la figura.

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Lo negativo, la decadencia, aparecen claramente al relatar las consecuencias de la revolución de julio, que trae a Espartero al poder, llamado por Isabel II como fórmula de salvación. Los que de verdad mandan son O'Donnell, Serrano y Narváez; va avanzando Prim rodeado de jóvenes aristócratas que Galdós evoca románticamente; entre ellos, Milán del Bosch, liberal y fidelísimo. ¡Qué diferencia con el mundo de la batalla de Luchana! «El caudillo de los patriotas, cuando los vaivenes del océano de personas detenía el coche en que navegaba, se ponía en pie, sacaba y esgrimía la espada vencedora y soltando aquella voz tonante, sugestiva, de brutal elocuencia, con que tantas veces arrastró soldados y plebe, lanzaba conceptos de una oquedad retumbante, como los ecos del trueno, con los cuales a la turbamulta enloquecía y la llevaba hasta el delirio.» El aspecto negativo se acentúa cuando derrotado por O'Donnell ya el exilio no es hacia Londres y para conspirar, sino hacia el burguesísimo Logroño y al amparo del prestigio y de las buenas riquezas de su mujer, Jacinta. Se va, desengañando a los patriotas, Sagasta entre ellos, que querían resistir en el Congreso. «Apareció Espartero no a caballo, con arreos y jactancia de caudillo que conduce a sus prosélitos al combate, sino pedestremente, en traje civil. Dentro y fuera del Congreso echó breves peroratas con menos ahuecación de voz que la comúnmente usada por él frente al pueblo y terminaba con vivas a la libertad y a la independencia nacional. Todo era una vana fórmula, dedada de miel para entretener el ansia popular. A sus exclamaciones respondió la patriotería con otras y luego dio media vuelta para tomar la calle de Floridablanca. Iría tal vez a ponerse las botas, a montar a caballo, a sacar de la funda la espada gloriosa, panacea infalible contra las enfermedades de la España libre. Esto creyeron algunos. Los desconsolados ojos de los milicianos le vieron partir y él, desde lejos, espaciaba sobre la multitud una mirada triste. Se despedía para Logroño. »

Pasan años, Espartero no conspira pero la lejanía favorece la creación de un cierto mito, basado en la historia de sus heroismos, mito que quiere ser emblema del creciente progresismo. En el famoso banquete al aire libre del partido, declarada ya por Prim la incompatibilidad con Isabel II, con los «obstáculos tradicionales», el mito se debilita por las críticas veladas de Olózaga, sostenidas por su oratoria formidable y por las llamaradas de Prim. Vuelve el mito cuando, destronada Isabel Ii, Prim busca un rey liberal. Los ingenuos dicen entonces recordando a Luchana y a Vergara: «Espartero rey es España con honra.» En forma muy modesta, pedestre, invocando la mucha edad como impedimento para el «cargo», Espartero renuncia a ser candidato. El mito resucita un poco: Espartero, octogenario, recibe en Logroño la visita de Alfonso XII, a quien impone la laureada. Luego llegará el monumento... Cuando la calle del general Mola se llamaba calle del Príncipe de Vergara pocos ligaban el nombre y la estatua de al lado con el que empezó como gran protagonista. El juicio de Galdós, el de su melancolía, se resume así: «Espartero inició alguna suerte lúcida más no supo o no pudo rematarla.» Algo quedó, sin embargo, como herencia en torno al palacio de Logroño: que La Rioja, frente a las llamadas del carlismo, fuera siempre liberal, liberal con Sagasta y los Salvador, liberal con tintes no heredados porque Espartero no faltaba a la misa del domingo; lo testifica Estupiñá en Fortunata y Jacinta. En la misma novela, el tocayo de Espartero, don Baldomero Santa Cruz, dice con galdosiana melancolía, salvando para el recuerdo la figura más noble de nuestros espadones políticos: « ¡Si Prim viviera!»

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