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Jacques Mesrine cayó en la trampa

«Jacques Mesrine ha muerto». El flash radiofónico que anunció ayer por la tarde la eliminación del «enemigo público número uno» cortó la respiración de muchos millones de franceses. El affaire era poco menos que un asunto de Estado: el ministro del Interior, Christian Bonnet, en cuanto supo la «buena nueva» fue corriendo al palacio del Elíseo para informar al presidente, Valery Giscard d'Estaing, que, según se dijo, a pesar de los diamantes de Bokassa y del suicidio de su ministro de Trabajo, Robert Boulin, había seguido durante los últimos cuatro días minuciosamente el desarrollo de la trama, que concluyó con la muerte a manos de la policía, en París, del hombre más buscado de Francia.

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Una mujer siguió los pasos de Mesrine.

La última etapa de la vida de este «bandido moralista», de 42 años, empezó el lunes pasado en París. Gracias al sistema de escuchas telefónicas, la policía reconoció su voz. Ipso facto, un dispositivo impresionante se puso en acción bajo la dirección del «coordinador de la lucha contra Mesrine», cargo creado por el ministro del Interior hace algunos meses.Desde anteayer, las fuerzas de policía ya habían localizado su apartamento, próximo a la Puerta de Clignancourt, barrio en el que pasó su infancia y en donde estos días vivía con su amiga y cómplice Sylvie. En dos ocasiones fue reconocido por la policía, una de ellas en el mercado callejero en el que hacía las compras con su amiga, pero fue perdonado para evitar un enfrentamiento que podía causar víctimas entre el público.

Ayer, por fin, a las tres y cuarto de la tarde, Mesrine salió de su casa con Sylvie, entró en un coche, y cuando se disponía a arrancar, cincuenta policías, en coches, en camionetas y a pie, distribuidos en forma de cerco infernal, hirieron gravísimamente a la mujer y acabaron con el hombre: dieciocho balas fueron contadas después en su cabeza y en los brazos.

Inmediatamente después del suceso, que no duró más de unos segundos, el público se arremolinó estupefacto y curioso ante el espectáculo: un hombre muerto, una mujer muriendo, sangre, balas y medio centenar de policías abrazándose, intercambiando apretones de manos, gritando de alegría, saltando. Acababa de desaparecer «el enemigo público número uno» de la sociedad francesa.

Sus veinte años de ejercicio de «enemigo número uno» que le atribuyeron los traficantes de las emociones populares fueron, por el contrario, una demostración constante de singularidad. No pertenecía al «medio», las bandas tradicionales le odiaban, cada uno de sus «golpes» fue como un diccionario de audacia, de cálculo y de imaginación. Aparecía y desaparecía como una sombra.

A los veinte años ya realizó su primer secuestro en Canadá contra un industrial que, por doce millones de pesetas, recobró la libertad. Antes ya se había iniciado en el robo en Francia, y después, de vuelta de las Américas, no paró: robos, atracos, asesinatos, secuestros, entrevistas a los periódicos, salpicados con tres detenciones que lo condujeron a la cárcel.

En cada una de estas ocasiones, durante su proceso o desde su celda, con complicidades nunca conocidas, se evaporó de la cárcel. En 1973, durante uno de sus descansos en la cárcel, escribió El instinto de la muerte, libro de memorias. El pasado mes de septiembre citó a un periodista de extrema derecha que no le había tratado bien en sus artículos (y que había sido policía antes que periodista), y, en un bosque cercano a París, le zurró a gusto para después volver al anonimato. Fue su última aventura. Ayer, los franceses, angustiados durante toda la semana a causa de un suicidio político, fueron compensados con el asesinato del crápula oficial del país, al que se añadió a última hora del día la captura de otros dos cómplices de Mesrine. En Francia ya no se habla de otra cosa.

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