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Tribuna
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La luz de la vela cuando está apagada

Juan Cruz

Lewis Carrol murió sin haber hecho el principal experimento de su vida: descubrir cómo es la luz de una vela cuando ésta está apagada.Entre otros, fue Edison el que le impidió llegar a esa sutileza experimental, porque veintiún años antes de la muerte del autor de Alicia en el país de las maravillas, Edison descubría la luz eléctrica.

Lewis Carroll fue el sueño europeo, lo que esta vieja Europa fue capaz de inventar, en literatura, después de haber pasado de todo. Edison fue el sueño americano: un chiquillo que vendía periódicos porque el maestro lo encontraba retrasado para los asuntos escolares, y estudiaba luego, como un precoz empresario hecho-a-sí-mismo, en la parte trasera de la estación de un tren, en un pueblo de Ohio llamado Milan. Hoy no le extraña a nadie que aquel ser desaliñado, hosco, egoísta, malcriado y genial se llamara, además de Thomas y Edison, Alva. La del alba sería, un 21 de octubre de 1879, cuando le dio por primera vez a un interruptor e iluminó lo que se le antojó con la soñadísima lámpara incandescente. Tres años después, Nueva York supo de su arte y fue la primera ciudad del mundo que recibió el beneficio de la luz eléctrica. A París se la llama la Ciudad de la Luz, pero es por otras razones. Edison no tuvo la culpa.

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Un personaje desaliñado, viejo, hosco que frecuentaba los lúgubres pubs de Londres, en los que sacó de la realidad a Oliver Twist, hubiera hecho milagros con la luz eléctrica. Pero Charles Dickens murió unos años antes de que Edison pusiera en marcha el mayor, el más ilustre interruptor de la historia. Hoy uno le da luz a las bombillas y no se para a pensar lo que hubiera escrito Dickens, o Cervantes, o Shakespeare, si a Leonardo da Vinci se le hubiera ocurrido -también- los 1.093 inventos que Thomas Alva Edison dejó en sus 3.400 blocks de notas al morir, un 18 de octubre de 1931. Hizo el jueves pasado nada más que 48 años. Y hoy parece que la luz se inventó cuando surgieron las tinieblas. Aquella luz vino a ser perfeccionada tantos años más tarde.

Era como Leonardo da Vinci, pero también era menos exquisito. Se resistió a que no se viera la luz tenue de la noche e hizo todos los experimentos que debían llevarle a quitarle a Lewis Carroll la obsesión por las velas. Si no le hubiera salido, aquel ser espectacular, que hizo que se acabara la edad media de la iluminación, habría dicho, mascando tabaco caribeño, echándose la ceniza sobre el traje con el que aparece en las fotografías que le hizo Mathew Brady, en 1878: «Todo el dinero se nos ha ido, pero hemos pasado un tiempo maravilloso gastándolo.»

Uno se imagina la primera parte del siglo anterior como se imaginan hoy los directores de cine las edades primitivas: en blanco y negro, seres escribiendo, leyendo o haciendo el amor a oscuras o alentados por la luz -ahora romántica, entonces desesperante- de unas velas, a lasque el viento de las rendijas medievales ponían contra la pared, como iluminadoras acusadas. Hoy la luz tiene, todos los colores e incluso se divide de tal modo que ha llegado a transmitirse de un océano a otro para que los humanos televean lo que está pasando al otro lado de la vela cuando ésta está apagada. En la última película de Woody Allen, Manhattan, hay un homenaje a la luz de Nueva York, que fue donde se estrenaron el interruptor y la bombilla de Edison. Allen ve la ciudad en blanco y negro e incluso los cuerpos los contempla así, en blanco y negro, como si fuera un pre-Edison del cine. Luego, claro, hace el amor en blanco y negro, con la luz apagada, como si estuviera temeroso de los inventos que miran e iluminan lo mirado.

«El genio es sólo un 1 % de inspiración», dejó dicho Edison, y lo publicaron un año después de su muerte, en una famosa biografía. Y añadió el genio de la lámpara incandescente: «El resto, el 99% restante es sudor.»

Cincuenta años antes de que él lo intentara, muchos trataron de conseguir lo mismo. Al fin, el 21 de octubre, hace un siglo, una mano sudorosa, la de Edison, iluminó su cara, sus ojos azules, sus interminables cajas de tabaco, el mismo traje que había usado para la fotografía de Mathew Brady, y las propias manos, que por fin se aproximaron a la frente para secarla, mientras debía decir lo que Lewis Carroll exclamaba ante Alicia: «Si no lo digo tres veces, no es verdad. » Y encendió tres lámparas, como un homenaje al sortilegio y a su propia historia de iluminador del mundo. Había nacido el siglo de la luz. Ahora lo acabamos de cumplir.

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