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Un año de pontificado de Juan Pablo III

Profesor de Teología Ecuménica en laUniversidad de Tubinga. Sacerdote y

asesor del Concilio Vaticano II

Doce meses es un período muy breve. Pero para un Papa tan enérgico y activo como Juan Pablo II, capaz de pronunciar tantas alocuciones y de realizar tantos viajes, doce meses representan mucho tiempo. No hay cuestión importante ante la que este Papa no haya tomado ya postura. Al cabo de un año, los perfiles de su pontificado se dibujan de forma clara e inequívoca. Su intensa actividad en Roma y, sobre todo, sus viajes triunfales a México, Polonia, Irlanda y Estados Unidos han hecho que la opinión pública vea en él un paladín de la paz, los derechos humanos y la justicia social, pero también un decidido partidario de una Iglesia fuerte: un hombre capaz de dar una respuesta impresionante y bien orquestada a la nostalgia con que las masas añoran un líder -especie rara en el mundo actual- que les inspire confianza.

Podríamos añadir en alabanza de este Papa, que ha sabido ganarse con sorprendente rapidez la admiración de las masas, se ha convertido en el ídolo (que desde hace mucho no existe en la política) de los medios de comunicación social y, para muchos católicos, casi parece ser ya una especie de santo viviente, algo así como un mesías para nuestro tiempo. Pero esta comparación produce cierto escalofrío: ¿es posible imaginar así a Jesús de Nazaret, al que las masas quisieron hacer rey y del que este Papa se dice «representante»? ¿Se apoya realmente en el mensaje de Jesús todo lo que el Papa defiende con tanta vehemencia en dogma y en moral?

Es evidente que, juzgado con tal norma, nadie puede salir airoso. Pero aquí sólo intentamos hacer un balance provisional y creemos que las palabras y las obras del Papa invitan a tal intento. ¿Puede un teólogo católico, en vez de unirse al entusiasta aplauso de muchos, plantear los interrogantes críticos que también formulan o presienten muchos millones de hombres conscientes, dentro y fuera de la Iglesia católica? Muchos católicos tradicionales consideran como una blasfemia imperdonable cualquier crítica al Papa, incluso la nacida de un compromiso leal con la Iglesia católica.

Pero la petición de «una palabra esclarecedora» por parte de numerosos miembros de nuestra Iglesia corrobora nuestra creencia de que también el Papa, «siervo de los siervos de Dios», tiene derecho a un eco solidario y crítico, proveniente de su propia Iglesia, que intente reproducir las voces de quienes, en el mejor de los casos, sólo pueden hablar de su hogar ante la pantalla del tele visor, pero no en público. A fin de cuentas, no fue Tomás de Aquino, papista convencido, el único en afirmar que la «corrección fraterna» constituye un deber y una necesidad, incluso con respecto a los prelados de la Iglesia. Creemos que Juan Pablo II, de cuya conciencia cristiana no cabe dudar, puede escuchar serena mente tal «corrección fraterna».

Puesto que se trata de crítica fraterna, no vamos a emplear aquí criterios arbitrarios ni patrones cortados a la medida de este Papa. Tomaremos como base la declaración formulada por un grupo internacional de competentes teólogos tras la muerte de Pablo VI, con vistas a la subsiguiente elección papal, y publicada en numerosos periódicos con el título «El Papa que necesitamos». Ateniéndonos a esa declaración, intentaremos llegar a un matizado balance provisional. Se trata de un intento de balance, y de balance provisional. Siguiendo fielmente el texto publicado entonces, formularemos seis preguntas y trataremos de darles respuesta con la mirada puesta en el papa Wojtyla.

1. ¿Un hombre abierto al mundo? A la luz de la citada declaración podemos constatar: pese a las inevitables limitaciones personales, el papa polaco irradia humanidad. Conoce el mundo tal como es, con sus luces y sus sombras, con su gloria y su miseria, y se propone afirmar lo que en él hay de bueno. Sin menoscabo del respeto debido al pasado y a la tradición, tiene una postura a la vez abierta y crítica ante la sociedad actual. Pero ¿tiene esta misma actitud ante su propia Iglesia, ante la institución eclesial? No cabe duda de que quiere estar abierto a los signos de los tiempos. Pero ¿conoce suficientemente la nueva mentalidad de los hombres y, sobre todo, de las mujeres jóvenes en lo que respecta a los problemas de la fe y la moral? No cabe duda de que sabe emplear convincentemente el lenguaje del hombre de hoy. Pero ¿toma suficientemente en serio los datos de las ciencias modernas? No, obstante su acusada humanidad, ¿ha renunciado realmente al anticuado estilo curial, o más bien sigue practicándolo de una forma nueva y más popular?

2. ¿Un líder espiritual? A este respecto hay que subrayar: este Papa inspira confianza a los hombres de dentro y fuera de la Iglesia y él mismo es un hombre que sabe confiar. Tiene ánimo y sabe animar a otros, en vez de limitarse a amonestar y reprender. No quiere ser autoritario, pero tiene autoridad; una autoridad no meramente formal, jurídica e institucional, sino personal, efectiva y carismática. No obstante, pese a la flexibilidad y la prudencia, la forma de gobierno de este Papa, sobre todo en lo que respecta a su propia Iglesia, plantea una serie de interrogantes: ¿No recurre más a los decretos que al razonamiento, no manda más que anima, no prefiere la decisión personal al diálogo en busca de asentimiento en los puntos en que probablemente tiene en contra la mayoría de la propia Iglesia católica, y ello en problemas tan importantes como el control de la natalidad, el divorcio, el celibato y la ordenación de mujeres? Muchos católicos, y no católicos, tienen serias dudas de que este Papa, procedente de un país de régimen totalitario y con una Iglesia autoritaria y cerrada (por comprensibles razones de política interna) vaya a garantizar la libertad y la apertura en nuestra Iglesia.

3. ¿Un auténtico pastor? También en este aspecto se imponen las distinciones. Este Papa se considera primariamente obispo de Roma y, como tal, pastor universal. Nadie podrá afirmar que no es más que un administrador eclesiástico o un secretario general, un canonista, un diplomático o un burócrata. No; el Papa desea ser un pastor al servicio de los hombres; no quiere dominar, sino ayudar. Quiere abrirse con bondad y sencillez a todas las necesidades que sienten los hombres en su búsqueda de fe, esperanza y amor.

No obstante, a la vista de las aclamaciones de las masas y de las audiencias multitudinarias, cabe preguntar si este Papa está inmunizado contra el culto a la personalidad en que cayeron algunos de sus predecesores; por ejemplo, Pío XII. ¿No se limita a pronunciar duros veredictos («delito innombrable») en vez de dar sin miedo orientaciones positivas sobre ciertos problemas decisivos en torno a la vida y la muerte, el bien y el mal, especialmente la sexualidad humana (con cuestiones tan complejas como el aborto y la homosexualidad)? ¿No hace esto que lamentablemente muchos católicos y, sobre todo, no católicos vean ya en él un defensor doctrinario de antiguos bastiones más que un pastor partidario de una renovación -sin menoscabo de la continuidad de la Iglesia en la doctrina y la vida- de la predicación y la praxis eclesial a la luz del liberador mensaje de Jesús?

4. ¿Un obispo en clave colegial? Según la declaración citada, que se basa en gran parte en el Vaticano II, no es posible soslayar los siguientes interrogantes: pese a las declaraciones verbales en favor de la colegialidad, ¿no teme este Papa el riesgo de compartir colegialmente su poder con los obispos, siguiendo el ejemplo de Juan XXIII y las directrices del Vaticano II? ¿No se presenta más como un monarca ante sus súbditos que como un hermano entre sus hermanos (falta de diálogo y de auténtica discusión; insistencia en la jerarquía, el magisterio, el primado y la infalibilidad)? ¿Puede esperarse de su actual forma de gobernar una auténtica colegialidad, aun cuando llegue a potenciar el sínodo de obispos (o el Colegio Cardenalicio, de talante romano) y a reconocer algunas competencias concretas a las conferencias episcopales y a los consejos diocesanos? ¿No debería combatir resueltamente el centralismo, revisar a fondo el sistema de nunciaturas y renovar la Curia romana, no tanto en el plano de la organización externa cuanto en el sentido del Evangelio, de todo lo cual no se advierte todavía ningún indicio?

¿Hay algo que permita concluir que quiere confiar cargos directivos en su Curia no sólo a personas de diferentes naciones, sino también a representantes de distintas mentalidades, no sólo a ancianos, sino también a jóvenes, no sólo a hombres, sino también a mujeres? ¿No es notorio, incluso para los no especialistas, que este Papa polaco, como muestran sus publicaciones teológicas y numerosas declaraciones oficiales, no conoce suficientemente las nuevas tendencias de la teología (exégesis crítica e historia de los dogmas, reciente evolución de la teología moral en Norteamérica, teología de la liberación en América Latina, por no hablar de la teología protestante)?

¿No consiente que la teología romana tradicional siga siendo la única presente en los órganos de la Curia y no aprueba, pese a su defensa de los derechos humanos fuera de la Iglesia, que se persigan inquisitorialmente otras corrientes católicas? Recordemos los procesos inquisitoriales contra teólogos como el francés Jacques Pohier, el holandés Edward Schillebeeckx, el suizo Berrihard Hasler y varios prestigiosos moralistas estadounidenses. El Papa jamás se ha opuesto a la campaña de difamación contra los teólogos latinoamericanos (acusados globalmente de revolucionarios marxistas), a la que él mismo dio pie.

5. ¿Un mediador ecuménico? La misma declaración impone también aquí una pregunta que no podemos pasar por alto: dentro y fuera de la Iglesia católica se duda cada vez más si este Papa concibe su ministerio petrino (de acuerdo con el ejemplo de Juan XXIII) como un primado de servicio dentro de la cristiandad renovado a la luz del Evangelio y respetuoso de la libertad cristiana o (según el ejemplo de Pío XII) como un primado de dominio clerical marcado por el absolutismo romano.

(Pasa a página 12)

Un año de pontificado de Juan Pablo II

(Viene de página 11)Cabe preguntar si hasta ahora, pese, a su aprobación verbal del. ecumenismo, ha impulsado, en, Roma y durante sus viajes, con medidas teológicas concretas, el diálogo y la colaboración con las otras iglesias cristianas, o más bien los ha frenado.

¿No es cierto que ha actuado como un factor de cohesión en pro de la unidad de la Iglesia católica, pero que apenas ha abogado por una unidad en la diversidad?

¿No ha vuelto a acentuar los obstáculos disciplinares y dogmáticos de Roma -primado de jurisdicción, infalibilidad, marianismo, moral tradicionalista del matrimonio-, en vez de eliminarlos dando un ejemplo de la disposición cristiana para el cambio?

¿No es cierto que, si bien ha permitido que prosiga la cooperación con el Consejo Ecuménico de las Iglesias, apenas la ha estimulado hasta ahora de forma perceptible?

Pese a sus buenas palabras en favor de los judíos, en Nueva York, fuera de la ONU, ¿ha tomado en serio de forma práctica el parentesco espiritual de los cristianos con losjudíos? Recordemos que habló de Auschwitz, pero no del secular antisemitismo «cristiano», conocido también en Polonia. Es posible que al insistir en los derechos de los palestinos (y abstenerse de cualquier reconocimiento diplomático del Estado de Israel) haya querido dar mayor relieve a los elementos comunes con el Islam; pero ¿ha contribuido realmente su estilo a impulsar el diálogo crítico y atitocrítico con las grandes religiones? -

6. ¿Un verdadero cristiano? Partiendo de la misma declaración de entonces, nadie podrá negar que, pese a sus limitaciones, fallos y deficiencias, este Papa, que afortunadamente no pretende ser un santo ni un genio, quiere ser auténticamente cristiano: adoptar el Evangelio de Jesucristo como norma decisiva de sus pensamientos, palabras y obras.

Intenta ser un heraldo convincente de la buena nueva, fundado en una fe fuerte y probada y en una confianza inconmovible. Quiere presidir con tranquilidad, paciencia y seguridad una Iglesia que no es un aparato burocrático, ni una empresa. social ni un partido- político, sino la gran comunidad de creyentes. Desea emplear su autoridad moral para -abogar con realismo, pasión y mesura no sólo por los intereses de las instituciones eclesiásticas, sino también por la realización del mensaje cristiano entre los hombres. Y considera como un deber especial el compromiso en favor de los oprimidos y marginados del mundo entero.No obstante, hay que añadir que, dentro y fuera de la Iglesia, muchos se preguntan: ¿Responde a este compromiso en el mundo un compromiso en la propia Iglesia, en las instituciones eclesiásticas? ¿Con qué título se puede exhortar al mundo a la conversión si el Papa y la Iglesia no se convierten antes, sobre todo en los aspectos que les afectan personalmente? ¿Pueden el Papa y la Iglesia apelar convincentemente a la conciencia del hombre de hoy si no se procede a la vez dentro de la Iglesia y de su vértice a un serio examen de conciencia con consecuencias incómodas para los interesados? ¿Se puede hablar con credibilidad de una renovación radical de la sociedad humana si no se prosigue resueltamente la reforma de la Iglesia en la cabeza y los miembros con respeto a la doctrina y la vida, y no se toman por fin en serio y se resuelven honestamente problemas tan incómodos como la explosión demográfica, los anticonceptivos y la infalibilidad de la Iglesia? ¿Es sincera la lucha de la Iglesia en favor de los derechos humanos si en la propia Iglesia no se respetan plenamente tales derechos: el derecho de los ministros al matrimonio, reconocido en el mismo Evangelio y en la antigua tradición católica; el derecho a abandonar el ministerio sacerdotal con dispensa eclesiástica tras un detenido examen de conciencia (en vez de la inhumana y burocrática prohibición, impuesta por el Papa actual, de conceder dispensas a los sacerdotes); el derecho de los teólogos a investigar con libertad y a expresar libremente sus opiniones; el derechode las religiosas a elegir la forma de vestir; la ordenación de mujeres, perfectamente defendible a la luz del Evangelio para la situación actual; el derecho de los cónyuges a regular la,concepción y a determinar el número de hijos? ¿No habría que preguntar, pues, al Vaticano, por qué firmó el acta de Helsinki y, en cambio, no se ha adherido hasta ahora a la declaración del Consejo de Europa sobre los derechos humanos?

Pero no hagamos más preguntas. Algunos dudan que este Papa, capaz de defender públicamente sus ideas con tanta energía y de dar soluciones simples a muchos problemas complicados, pueda cambiar y aprender algo. Nos gustaría que fuera así. Ha pasado ya un año de su pontificado, pero sólo un año. Todavía están abiertas algunas puertas, y otras que se cerraron precipitadamente podrían abrirse de nuevo. A ello quiere contribuir la reelaboración, estimulada por el propio Papa, de nuestra declaración de entonces: el modesto intento de un balance provisional, que es un interrogante y no un juicio definitivo. Por lo demás, en la Iglesia católica deben significar algo las palabras de un gran predecesor de Juan Pablo II: «Pero si la verdad escandaliza, dejemos que se produzca el escándalo antes que renunciar a la verdad» (Gregorio Magno).

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