La involución que nos acecha
Resulta difícil imaginar una rentrée política menos estimulante que la que estamos viviendo en estos días. Ni siquiera el esperado y cruel embate terrorista, con sus temidas secuelas de involución, ofrece ningún tipo de peculiaridad. Ni en el modo de producirse ni en sus repercusiones. Dividir políticamente el año con arreglo a las estaciones climatológicas no tiene mucho sentido, menos en un país como éste, sometido siempre a la amenaza de tifones devastadores.Pero después de un verano como el que acaba de terminar, quizá hubiese sido oportuno una reflexión de la clase política sobre el actual momento de nuestra democracia. Y es una lástima. Me parece un grave error de cálculo que sean los enemigos del actual régimen político los que detecten prácticamente en exclusiva la crítica a la situación. Situación que, se la mire por donde se la mire, dista mucho de ser alentadora y, a pesar de los notables avances dados en el plano jurídico (especialmente los proyectos de estatutos de autonomía para Euskadi y Cataluña), para una reestructuración más racional del Estado español.
Pero los avances dados en algunas, sólo en algunas, cuestiones no impiden que el futuro aparezca delante de nosotros lleno de nebulosas, algunas decididamente galácticas, pero otras derivadas del enquistamiento, ¿definitivo?, de una serie de pecados originales heredados del pasado que parece que nadie está interesado en superar. Ni Gobierno ni partidos políticos, ni centrales sindicales, ni la sociedad española en su conjunto. El resultado es que el país, no cabe engañarse en esto, está funcionando mal debido, entre otras cosas, a una apabullante crisis de valores. La clase política de la democracia no ha sabido motivar a la población hacia un proyecto de sociedad. Entre otras cosas, quizá, porque no ha habido ese proyecto o al menos porque no se ha sabido expresarlo. Aquí no ha existido ningún tipo de pedagogía de la libertad, sino la utilización populista y demagógica de ésta al servicio de intereses políticos sectoriales. La responsabilidad histórica del Gobierno es, en este sentido, inmensa, con su pertinaz utilización de ciertos poderosos medios, como la televisión, dentro de un alicorto sentido del más inmoral oportunismo, que, a la larga, va a resultar suicida por su constante inoculación de contravalores a la sociedad receptora. Pero la oposición no está, ni mucho menos, libre de culpa. Asombra, por ejemplo, que la izquierda haya estado más interesada en ocupar una parcela de poder que en descubrir y potenciar entre sus militantes y electorado su propia concepción política, que a menudo ha llegado al país como una simple prolongación, sólo matizada, de los valores del establishment. Hay razones para temer que una parte en la responsabilidad de ese desprestigio de la libertad, palpable en algunos sectores sociales del país, corresponde a una utilización, a menudo frívola o simplemente descuidada, por parte de la izquierda, de ciertos valores de la democracia. Entre ellos, el de la libertad, sometida a un absurdo e irracional bombardeo desde posiciones ideológicas supuestamente progresistas o de actitudes provocadoramente inútiles y verbalistas. Para más detalles véanse algunos acuerdos de ciertos ayuntamientos, no sólo en Euskadi.
Pero lo cierto es que la incapacidad para proyectar, y revalorizar, un modelo de sociedad democrática está teniendo repercusiones insospechadas. Nadie defiende lo que no ve ni siente. Hay que decir además que una crisis como la que estamos viviendo no siempre conduce, como sostienen algunos llamados utópicos, a una especie de catarsis revolucionaria. En realidad hay ejemplos sobrados de todo lo contrario, es decir, de desembocadura en el fascismo.
La involución de una sociedad no tiene por qué medirse necesariamente por la presencia de tanques en las calles. Existen también otros síntomas y otros baremos. Una muestra de clara involución es que, apenas abolida, se pida ya el restablecimiento de la pena de muerte o de que minorías. mesiánicamente enloquecidas la ejecuten por su cuenta. Y no digamos ya que gentes supuestamente civilizadas las clasifiquen en muertes o asesinatos, según la ideología que la víctima profesaba en vida. No; no toda involución es medible solamente con retrocesos en las estructuras políticas.
Hace años que los españoles que luchaban por la democracia (preferible obviar el tema de si eran pocos o muchos) lo hacían no sólo por un sistema jurídico donde las libertades públicas estuvieran suficientemente garantizadas, sino también por una serie de valores cívicos, de índole ética y moral, que ocupasen un lugar básico en la organización de la sociedad. Pues bien, cerca de tres años después de la instauración del sistema democrático en nuestro país, estos valores, consustanciales con la democracia, dan la impresión de haber sido abandonados por las fuerzas políticas en aras de un obtuso coyunturalismo a caballo entre la demagogia y el más ramplón oportunismo. Nadie se atreve a recordar a la ciudadanía sus obligaciones y, bajo todo tipo de pretextos, el amparo y la disculpa para la irresponsabilidad es más que frecuente. No se ha estudiado hasta ahora este nuevo y falaz paternalismo, pero va siendo hora de que alguien lo haga. Aunque la culpa, evidentemente, no puede distribuirse salomónicamente, resulta imposible excluir de esta crítica a la izquierda.
La clase política en general ha considerado que las imprescindibles correcciones jurídicas para homologar España a las democracias occidentales era una labor no sólo prioritaria, sino también suficiente. Por supuesto que no se trata de minusvalorar la importancia de aquéllas ni su trascendencia. Pero es imposible desconocer que por debajo la sociedad española vive graves momentos de desorientación y de mediocridad. Y que son palpables síntomas de retroceso o de aceptación de valores procedentes de la dictadura que, en el fondo, nadie ha osado discutir, ni desentrañar. Y así nos va. Es más, se diría, y aunque resulte muy duro, que la democracia ha jugado a acentuar algunos aspectos de subdesarrollo, corrupción e inmadurez de la sociedad española, juego tremendamente peligroso y que no disminuye su gravedad por el hecho de que ciertos desajustes sean lógicos en una etapa de transición como la que estamos viviendo. La falta de rigor en los planteamientos políticos globales resulta ya, a estas alturas, alarmante, y puede llegar a serlo mucho más, si no se introducen medidas correctoras que, por el momento, no se ven por ninguna parte. La democracia no consiste sólo en poseer unas instituciones políticas más o menos progresivas, sino en una interrelación entre derechos y deberes, cuya maniquea dualidad puede desequilibrar, como de hecho estamos viendo, todo el proceso hacia un barato populismo incapaz de recoger las contradicciones sociales y encauzarlas en el sentido de la historia.
No es fácil saber qué es lo que las fuerzas políticas y la sociedad entera deberían hacer en un momento como este. Pero lo que está claro es que hay demasiados gérmenes de involución a la vista y muchos sectores sociales presentan una decidida voluntad de despegue o de inhibición en relación con el nuevo régimen. Se habla ya, y empieza a ser aceptada, de una alta cota de abstención en los referendos para los estatutos de Cataluña y Euskadi. Aun aceptando la especificidad y peculiaridades del tema vasco, ¿qué se ha hecho en estos meses para captar una mayor participación ciudadana y corregir así esa peligrosa tendencia evidenciada desde el referéndum constitucional? Nada o muy poco. La libertad está corriendo el riesgo de ser repudiada. La reacción debería ser inmediata y contundente. Y para ello sería imprescindible poner en marcha esa, hasta ahora ausente, pedagogía de la libertad, lo único que podría poner freno al estancamiento e involución que la clase política, cerrada sobre sí misma, parece ser la única en no detectar. O que sólo descubre cuando ve inquietud en los cuarteles. Un error de bulto que el país entero está pagando muy caro.
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