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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Claves políticas de un distanciamiento sindical

LAS CLARAS distancias que UGT está marcando desde el comienzo del verano entre su estrategia y los planteamientos de CCOO alejan cada vez más hacia el pasado el principio de la unidad de acción que presidió, a lo largo de los dos últimos años, las relaciones entre las dos grandes centrales españolas. Parece claro que la iniciativa de esa incoada ruptura corresponde al sindicato socialista, cuyas conversaciones bilaterales con la CEOE en el mes de julio privaron a la central comunista de ese protagonismo en las negociaciones con la gran organización patronal que siempre ha deseado. A partir de entonces, el enfriamiento entre los antiguos aliados no ha hecho sino aumentar, proyectándose sobre el desarrollo de algunos conflictos sectoriales y alcanzando su nivel de temperatura más bajo con las reacciones respectivas ante el plan económico del Gobierno.Cada una de las centrales echa en cara a su rival la estrecha subordinación en que la mantiene el partido que la apadrina -el PCE respecto a CCOO y el PSOE respecto a UGT- y rechaza con gesto ofendido, como malevolentes calumnias, las correspondientes acusaciones de hallarse hipotecada por su fuerza política afín. Contemplada desde fuera, la discusión carece por completo de sentido y adquiere perfiles tanto más irreales cuanto más proclaman su inmaculada soberanía Marcelino Camacho o Nicolás Redondo. Porque resulta evidente que, lo mismo en el campo socialista que en el ámbito comunista, un único grupo dirigente controla la rama política y la rama, sindical de los respectivos movimientos con menor o mayor disciplina. Es frecuente que las mismas personas ocupen cargos de responsabilidad en el PCE y en CCOO o en el PSOE y UGT. Y aunque la división del trabajo especialice a determinados líderes en tareas específicamente políticas o en labores exclusivamente sindicales, hay el suficiente número de nexos, de mecanismos de control y de centros comunes de decisión como para que la fantasía de la independencia entre partido y sindicato tenga tan poca plausibilidad que termine por resultar irritante la insistencia propagandística en su existencia. Particularmente por cuanto nada vergonzoso hay que ocultar ni hay desdoro en la identificación subordinada de un sindicato con su partido correspondiente.

Aceptada esta perspectiva, la eterna discusión sobre si las centrales son simples correas de transmisión de las formaciones políticas pierde parte de su importancia. A diferencia del sindicalismo de raíces anarquistas o de inspiración cristiana, el movimiento socialista de origen marxiano, que incluye en un sentido lato también a los comunistas, ha sentado como principio la hegemonía del partido sobre el sindicato. Por un lado, la circunstancia de que los militantes de un partido se cuenten por decenas de miles mientras que los afiliados a un sindicato pueden llegar a ser millones obliga a las centrales a rebajar sus exigencias ideológicas, a difuminar las discrepancias políticas, a poner el acento en las reivindicaciones del trabajador medio y a no forzar la máquina cuando las bases se muestran renuentes a la lucha. Por otro, sin embargo, los dirigentes sindicales, que suelen ocupar a la vez puestos de elevada responsabilidad en los partidos afines, se constituyen a sí mismos en vanguardia, en tanto que intérpretes de la conciencia de clase y sabedores de que la lucha política constituye un arma indispensable para la satisfacción de las reivindicaciones de los sindicatos.

Ahora bien, puede ocurrir, y así parece estar sucediendo en el PCE, que los dirigentes del movimiento sindical, líderes políticos especializados en esa actividad, adquieran tal autoridad e influencia que se constituyan en un grupo con poder propio dentro del partido, capaz de disputar a los hombres del aparato o a los parlamentarios la hegemonía dentro de la organización. Sin embargo, aunque las tensiones en el seno del grupo dirigente socialista o comunista entre «especialistas del partido» y «especialistas del sindicato» puedan reforzar en ocasiones la influencia de estos últimos, lo realmente significativo es que unos y otros son igualmente «políticos» y que el partido es la instancia superior donde se resuelven todos los conflictos de poder.

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Por esa razón, para entender el viraje de UGT desde principios del verano y el consiguiente endurecimiento de los planteamientos de CCOO es indispensable introducir en el cuadro los proyectos del PSOE a medio plazo y la correspondiente reacción del PCE ante ese cambio de coyuntura. Así, la campaña desencadenada por CCOO contra la eventual devolución a UGT de su patrimonio histórico, anunciada por el presidente Suárez en Brasil, carece de justificación desde un punto de vista exclusiva mente jurídico. El argumento de que esa restitución debería realizarse simultáneamente con la regulación del patrimonio acumulado después de la guerra civil mediante las cuotas obligatorias extraídas por el sindicato vertical olvida el origen totalmente distinto de unos y otros bienes y la notable diferencia en términos de dificultad que hay entre restituir a su titular un patrimonio expropiado en 1936-1939 y buscar las fórmulas para distribuir el activo del sindicato vertical entre quienes, sin títulos históricos ni jurídicos indiscutibles, aspiran a controlarlo. Y, sin embargo, la postura de CCOO en este conflicto no descansa en una interpretación jurídica claramente incorrecta, sino en un análisis político probablemente acertado. Pues es dificil no relacionar la buena disposición del Gobierno hacia UGT en la cuestión de su patrimonio histórico con las conversaciones entre la central socialista y la CEOE y, todavía más allá, con las perspectivas a plazo medio de colaboración, incluso en el poder, entre una UCD temerosa de arrostrar en solitario la crisis económica y un PSOE depurado de radicalismos después del Congreso Extraordinario.

Pero así como el giro de UGT y la raya que ha pintado entre su territorio y el de CCOO no se entienden fuera de una aproximación entre el PSOE y el Gobierno, el cambio de orientación de CCOO, estentóreamente proclamado por el señor Camacho, es indisociable de los temores del PCE, leal aliado del señor Suárez durante la anterior legislatura, a verse marginado de las combinaciones del poder.

Acaso desde esta óptica pueda entenderse mejor el empeño de la central comunista por movilizar las masas trabajadoras hasta una huelga general de veinticuatro horas, propósito tras el que quizá se oculte antes una prueba de fuerza ante el sindicato socialista que ante el Gobierno y su programa económico. Abunda en estas mismas hipótesis la intención del PCE de proceder a una masiva campaña de afiliación en 1980, con el objetivo de doblar su militancia política y sindical. Sin embargo, el anuncio de estos propósitos nos llega cargado de contradicciones y alguna ingenuidad. «Desdramatizar la huelga general», como pretende Camacho, es un absurdo, pues lo que se pretende con ella es todo lo contrario. Convocar una acción de ese tipo -de dudoso seguimiento, por otra parte- en estos momentos es añadir un elemento de crispación innecesario e incomprensible a la política española.

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