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Tribuna:
Tribuna
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Una literatura urgente

Alguna vez, mi amigo el escritor norteamericano Donald Barthelme me preguntó: «¿Por qué escriben tanto ustedes, los latinoamericanos? ¿Cómo lo hacen? ¿No hay escasez de papel en América Latina? En Estados Unidos», añadió, «los escritores sentimos que hay muy poco que decir. »Mi respuesta, naturalmente, fue que en nuestra parte del mundo, por el contrario, nos sobran cosas que decir. Quizá esta sea, en resumidas cuentas, la razón de la urgencia vibrante que distingue a la literatura contemporánea de la América Latina, convirtiéndola, junto con la de la Europa central, en uno de los polos actuales de la imaginación literaria en el mundo.

Hay mucho que decir y no hay otra manera de decirlo que esta, paradójica y frágil entre todas, de escribir libros para quienes, mayoritariamente, no saben leer, y de proponer palabras e ideas en sociedades en las que a veces no es posible distinguir los gritos de la oratoria y los de la tortura.

Podemos preguntarnos, sin embargo, si esa paradoja y esa fragilidad no son los signos más ciertos de la congruencia y la fortaleza profundas de tina literatura que no nació ayer, ni hace veinte años, ni cien, sino que se remonta, en primer lugar, a los actos de la fundación del Nuevo Mundo y a su carga de civilización, concentrada en el canto épico y el pensamiento utópico, en el combate ambiguo del deseo de poder y el poder del deseo, en su solución irónica en lo que Ruiz de Alarcón -quizá el primer escritor específicamente hispanoamericano- llamó «la verdad sospechosa», y que no es sino la distancia sonriente de Erasmo frente a su enemigo Maquiavelo y su amigo Tomás Moro, todos ellos padres fundadores de la cultura de una América Latina a la que conquistaron con títulos tan seguros como los de Hernán Cortes o Francisco Pizarro.

Un siglo después, la fundación de nuestra literatura encontraba su modernidad radical y permanente en la obra de un soldado triste, escrita entre deudas y prisiones. Cervantes fue algo más de lo que pudo, con facilidad, ser, o de lo que se esperaba que fuese, en su vida o después de ella, su obra. No el poema épico, porque la identidad de historia y cultura se había perdido; no la tragedia, porque el valiente mundo nuevo del renacimiento convirtió al cambio en objeto de pura celebración, sin miedo alguno a la fugacidad y trastorno de las cosas, sino algo distinto: Don Quijote, una prosa que esconde un poema elegíaco donde todo es motivo, a la vez, de celebración y de pena; un espejo de la realidad donde la realidad demuestra ser ilusoria; un discurso filosófico que pretende asociar la razón a la verdad y no hace sino poner en duda la verdad de la razón; un fantástico intento de restaurar un pasado glorioso en medio de un presente corrupto.

Todo esto es el Quijote de Cervantes, y por ello sigue siendo el modelo más vivo y urgente de nuestra propia literatura, pues como Cervantes, los escritores de hoy sólo podemos serlo en una forma impura, paródica, mítica y documental a la vez, en la que la ficción, al representarse, se convierte en la forma literaria más cercana a la verdad, porque se libera de la pretensión de verdad, y la más cercana a la realidad, porque mina esa misma realidad con la burla ilusoria de un caballero que dice: «Créanme», y nadie le cree; «No me crean», y todos le creen.

Si todo libro es hijo de otro libro, todos los libros de la América española son descendientes de éste, dueño de una poética narrativa sólo comparable, en la lengua inglesa, al Tristam Shandy, de Laurence Sterne, otro libro abuelo de algunos libros nuestros, sobre todo, los tres tristes y muy alegres tigres de Guillermo Cabrera Infante. El destino de un texto es generar otro texto.

La fuerza de la literatura de la Europa central viene, sí, de la urgencia de mantener viva una lengua, un pasado, una identidad, en territorios ocupados o presionados por la Unión Soviética; pero también de que, en esa frontera de las civilizaciones, corresponde a húngaros, polacos., checos y alemanes, hasta donde les es posible, elaborar otras opciones para sus culturas. Ello supone resistir la gravedad de una de las pendientes de la felicidad ofrecida por el siglo de las luces: la visión idílica del comunismo impuesta, en nombre de la felicidad de todos, a todos. «Nada hay más opuesto al espíritu de la novela, profundamente ligada al descubrimiento de la relatividad del mundo, que la mentalidad totalitaria, dedicada a la implantación de una verdad única», escribe el novelista checoslovaco Milan Kundera.

Minar la Arcadia monolítica del comunismo con la sonrisa relativa, crítica y dubitante de la literatura, ¿no encontraría, en nuestro propio continente, una equivalencia esta tarea ante la hegemonía del capitalismo de la pobreza que es el nuestro? Indudablemente, pero con mucho más dificultad. La deslavada utopía del capitalismo moderno casi nunca da la cara, no se hace explícita para no hacerse totalitaria y emplea, más bien, la castración con guante blanco. Identificada con las razones fundadoras de la modernidad, acepta y asimila la crítica, alienta el pluralismo, abre válvulas de escape y festina lo que Nietzsche llamó «la frívola apoteosis del presente».

Es más fácil, en suma, criticar a un sistema que no acepta la crítica que criticar a uno que la acepta y hasta celebra. De allí la queja de Donald Barthelme en EEUU, distinta de la queja de Yuri Axionov en la Unión Soviética. De allí la naturaleza diferente de la urgencia de los escritores de la Europa central y la de los de la América Latina: para ellos, se trata de dudar sobre la verdad del idilio impuesto por la fuerza y a todos; para nosotros, de impedir que se convierta en verdad el idilio y en idilio la mentira impuestos con sonrisas Colgate y baños tibios de espuma Palmolive. Porque detrás del terror y la sangre de las dictaduras contemporáneas de América Latina, es otra la dictadura permanente que promete liberarnos de los actuales gobernantes de Chile, Argentina y Uruguay en cuanto éstos resulten -y lo son cada día más- un obstáculo para la feliz reunión de los derechos humanos y la expansión de las utilidades. Los Pinochet, los Videla y los Bordaberry sirven transitoriamente; la meta es un continente de siervos sonrientes, consumidores dóciles y críticos innocuos y para ello salen sobrando, al cabo, los torcionarios anacrónicos. Triste historia, es cierto, esta de pueblos acusados de acusar con justicia a la constelación de sus opresores, per o que cuando toman su propio destino entre las manos deben enfrentarse a la gloriosa victoria de Dulles, en Guatemala; a la expedición de bahía de Cochinos; a la conspiración nixoniana contra el régimen de la Unidad Popular, en Cile, y regresar a la dependencia de la cual se nos acusa de no querer salir por nuestra propia culpa Apoteosis esta del círculo vicioso.

No hay manera de romperlo si no es, urgentemente, creando nuestras propias opciones. Y ello implica la obligación, verdaderamente ardua, de elaborar y reelaborar las formas y el contenido (al cabo, únicos) de nuestra civilización latinoamericana. Nos sobran cosas que decir y cosas que hacer, por múltiples motivos. El primero y más evidente, dependería de una doble ausencia: ausencia de función y ausencia de tiempo.

Las funciones ausentes de la mayor parte de nuestras sociedades son dadas por descontado en el mundo occidental al cual, tan patéticamente, pertenecemos y no pertenecemos. Función crítica, función informativa, función esclarecedora, función de perspectiva y también de inmediatez, función de debate, función de defensa y voz para quienes padecen injusticia y silencio. Todo ello es cierto, y esta ausencia de función, en mayor o menor grado, mueve al escritor latinoamericano a asumirla y ser también legislador, periodista, filósofo, padre confesor, líder obrero, redentor de indios, cirujano social y abanderado de causas más o menos perdidas.

Pero esta ausencia de función que el escritor vendría a suplir de distintas maneras es inseparable de una ausencia de tiempo que no es vista por nosotros como pérdida de tiempo, sino como tiempo perdido. La continuidad de la mutua tensión y la saludable asimilación entre la historia y la literatura que admiramos en Inglaterra o Francia se convierte, entre nosotros, en un archipiélago de rupturas: islas al garete en el mar de las ilusiones perdidas.

Los países de estirpe aborigen conocimos; la derrota del tiempo de las viejas civilizaciones y la frustración del tiempo de los homines novi de la España renacentista; conquistador y conquistado fueron víctimas de una derrota doblemente silenciosa para el mundo indígena, privado de la voz propia, y de la voz impuesta, y clamorosamente irónica para el mundo criollo y mestizo, privado de su voz propia por el triunfo de la contrarreforma tridentina, pero engañado respecto al sonido y la furia de su retórica gerundia y legista: ilusión de realidad verbal una y otra vez desinflada por los dueños de la tradición en lo que todo pasado es actual, Sor Juana, el Inca Garcilaso y sus descendientes, y, vuelta a inflar por la marea de proclamas, discursos, leyes que obedecen, pero no se cumplen, gritería obscena de los Santa Anna, Trujillo y Somoza contra las voces, otra vez, de los José María Luis Mora, Andrés Bello y José Martí.

Ausencia de función y ausencia de tiempo: ¿puede concebirse situación más degradada, insoportable e injusta para una civilización como la nuestra, una de las escasas áreas policulturales del mundo, heredera de la perseverancia mítica del universo indígena y, a través de España, en la fundación del siglo XVI, y de Francia en la insurgencia del siglo XIX, del cuerpo todo de la cultura de Occidente?

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