Jeques de oro incoloro
En la observación de las relaciones de poder y sumisión que se dan entre aguatenientes y aguamangantes, de una parte, y los agricultores, de otra, debió encontrar Antonio Cubillos la razón más sólida para hablar de la africanidad de Canarias, comentaba un productor platanero a Daniel Gavela, autor de esta serie sobre el problema del agua en el archipiélago. Hay mucho de vasallaje en tomo al tinglado del agua y, desde luego, no es sólo la permanente vocación perforadora de pozos, el alto precio del producto y su condición de insustituible dentro de un marco de escasez agobiante, lo que permite hablar de los jeques del agua, sirviéndose del símil petrolero.
Con la misma arrogancia con que los jeques del petróleo suben a capricho los precios del barril, los jeques del agua ponen precio a discreción al líquido que alumbran o distribuyen, en el convencimiento de que, sea cual fuere, no por ello van a dejar de venderlo. Cualquier precio es bueno cuando lo que está en peligro no es ya la cosecha de plátanos de un año, sino la plantación entera, o cuando la sed se instala tercamente en los domicilios particulares.Pero el consumidor de agua en el archipiélago está en desventaja respecto a los consumidores de petróleo en algunos aspectos, como es, por ejemplo, la incertidumbre sobre la cantidad de agua recibida por el dinero pagado. La vieja aspiración del hombre a establecer la unidad de medida para no ser timado no ha llegado al mercado del agua canario.
Es verdad que el agricultor paga una cantidad determinada por hora de agua, pero esa unidad de medida es de una elasticidad poco acorde con la rigidez del precio. El número de azadas/hora o de litros por segundo varía de un vendedor a otro, sin que por ello se modifique el precio-tipo. En el mercado de Guía-Gáldar, por ejemplo, hay horas de ocho o nueve litros/segundo, y una tercera intermedia La azada es, por otra parte, una unidad de medida de incierto cubicaje, ya que sería más o menos el equivalente a un golpe de azada en la tierra.
Litros venidos a menos
Los agricultores canarios aceptan resignadamente que los litros comprados se reduzcan en ocasiones a poco más de un chisguete cuando el agua entra en la plantación. Según ellos, no todo se debe a la evaporación, sino, por el contrario, a las fugas de las redes de transporte y a la manipulación que los rancheros o soltadores de agua pueden hacer en las cantoneras, que son los centros de distribución.
Según un aguateniente de Arucas, que a la vez es aguamangante -téminos comúnmente utilizados en el archipiélago para designar,. respectivamente, a los productores y a los distribuidores-, lo que pasa es que «hay sacas clandestinas; el agua de Firgas, por ejemplo, corre por acequias abiertas hasta Bañaderos, a unos veinte kilómetros. ¿Quién se hace responsable de que no falte agua?» «Ellos mismos», dice, refiriéndose a los agricultores, «se quitan el agua unos a otros.» Por otra parte, estima normal que «el señor que vende agua porque le sobra o porque se dedica a ese negocio, lo haga a la medida y al precio que quiera».
Al consumidor se le escapa tam. bién el control de la calidad del agua que adquiere, y no es la primera vez que una plantación de plátanos se arruina por haber sido regada con agua de salinidad superior al gramo, que es el límite de tolerancia para este cultivo.
No es fácil para el agricultor canario denunciar ni tan siquiera quejarse de la irregularidad del servicio que haya comprado. El poder de los jeques es de un efecto totalmente disuasorio para los inconformistas. De alguna manera el dueño del agua extiende sus dominios sobre las propiedades de aquellos que necesitan de su agua y se convierte en árbitro del esplendor o decadencia de cultivos ajenos. Cuando el cielo se muestra remiso, y esto ocurre con demasiada frecuencia, el productor platanero, y también el tomatero, tienen un estrecho margen de tiempo para regar su plantación, so pena de perderlo todo. En esas circunstancias, la relación del consumidor con el tenedor de agua se limita al principio de «si quieres, lo tomas, y si no, lo dejas».
A veces, la coacción va todavía más allá de lo que supone vender agua en el tiempo, a la medida y al precio que tiene a bien su dueño. En el norte de Gran Canaria es bien conocida en los medios agrarios la aventura que corrió hace algunos años una plantación puntera, propiedad de un extranjero, al que se le negó el agua para su finca hasta que la platanera amenazaba ruina. Fue el momento aprovechado por uno de los miembros del oligopolio del agua para comprar la plantación a precio de saldo.
Por si fuera poco esta dependencia de los propietarios-distribuídores, existe en el tinglado del agua una especie de poder burocrático, por llamarle de alguna manera, que es el que detentan los rancheros o soltadores, que son los que sirven materialmen1e el agua. Dos veteranos productores de plátanos de Arucas coincidían en la siguiente descripción del ranchero: «Un señor, con cara de tonto y con un cigarro en la boca, a veces con cachorro (sombrero típico canario), que no sabe el dinero que tiene y que lo ha obtenido, en gran medida, trincando la mordida de cuarenta o cincuenta duros por hora cada vez que te sirve agua, dinero que pagas sin saber si le parece bien o mal, mucho o poco, y qué va a pasar la próxima vez.»
El ranchero hereda de padres y transmite a hijos el secreto manejo de la maraña de redes de distribu ción: la sincronización de la apertura y cierre de compuertas, el tiempo que tarda el agua en llegar de Norte a Sur, de Este a Oeste y viceversa. Estos dos productores de Arucas afirmaban a EL PAIS que la intervención de la red por la Administración podría provocar el caos, si no se cuenta con los rancheros. De cualquier forma, el poder del ranchero es de corto recorrido, porque enseguida tropieza con la extensa trama de intereses del distribuidor (aguamangante, en la terminología campesina) para el que trabaja. Por su parte, el agricultor deja de depender del ranchero en cuanto entra en. el área de dominio del dueño del agua.
El poder del agua
Como el agua es fuente de riqueza y de poder, por su condición de bien escaso e imprescindible, los hombres que manejan el oligopolio lo utilizan como vehículo para instalarse en otras esferas de influencia. Y así, es posible encontrar a los aguatenientes y aguamangantes en los órganos de representación de los agricultores, que pagan con un voto elfavor del agua que reciben.
De esta forma el agricultor está obligado en ocasiones a entenderse con las mismas caras u otras interpuestas a la hora de comprar agua, cuando tiene que vender los plátanos en la cooperativa del ramo o cuando necesita solicitar un crédito oficial. Y, con la misma libertad con que compra agua, tiene que aceptar que la cooperativa le diga cuánto pesan sus plátanos y de qué calidad son. Evidentemente, la fijación de la calidad también tiene sus más y sus menos. «Me gustaría saber», se preguntaba un agricultor del interior de Gran Canaria, «por qué extraño mecanismo los plátanos de una finca de mi madre, que antes eran de clase extra, ahora son solamente de primera.»
Sin ánimo de relacionar a nadie con la descripción general del tinglado del agua y otros poderes aledaños, un ejemplo de la dispersión de actividades de los dueños del agua lo es Juan Falcón, propietario y distribuidor de agua en el mercado de Arucas, en Gran Canaria.
Juan Falcón ha llegado a acumular los siguientes cargos: presidente de las heredades y comunidades de regantes de Arucas y Firgas, San Andrés y Azuaje; secretario de la Cámara Sindical Agraria (CSA), promotora de la Caja Rural de Las Palmas, organismo de crédito inexistente en Gran Canaria hasta hace poco (la CSA la preside, a su vez, Luis Ignacio Martínez de Lara, que pertenece, con Juan Falcón, al círculo de influencia del ex falangista Naranjo Hermosilla, presidente de la CREP, Comisión Reguladora Exportadora del Plátano). Juan Falcón, es, a la vez, secretario de la junta rectora de la Unión Agrícola de Las Palmas (cooperativa de exportadores de plátanos), organismo que está presente, por medio de un representante, en la junta rectora de la CREP.
Las cooperativas de exportadores tienen una gran importancia, porque son las que determinan el peso y la calidad de los plátanos en un proceso en el que no interviene para nada el agricultor.
Controlar para racionalizar
A las razones de tipo técnico y económico, ya descritas en anteriores capítulos de esta serie, como la sobreexplotación de los recursos, el despilfarro de agua en las redes de distribución y los consumos o la pérdida de calidad de los acuíferos, los partidarios de transformar el marco jurídico del agua en Canarias tienen muy en cuenta el nefasto oligopolio en que ha derivado el régimen de propiedad privada.
La necesidad de racionalizar todo el ciclo del agua está perfectamente descrita por los informes técnicos. Y en los círculos políticos, que son los que han de tomar las decisiones, empieza a verse claro que es necesario ir a un control público del sector.
El propio director general de Obras Hidráulicas manifestaba a EL PAIS que «se impone un proceso de racionalización escalonado y progresivo, y creo que no es posible hacerlo sin desprivatizarlo finalmente». Juan Ruiz entiende que es necesaria la presencia de la Administración en el mercado, como un factor de compensación frente al oligopolio. Y una manera de hacer que la Administración tenga agua sería, según él, la financiación por parte del Estado de la reconversión de los sistemas de riego y de transporte, con la consiguiente participación en los excedentes de agua que se produjeran.
En términos parecidos se explicaba Angel Luis Sánchez (PSOE), miembro del Cabildo de Gran Canaria: «Es preciso meter al Cabildo en el mercado; nosotros propone mos la creación de un servicio insular de abastecimiento de agua al por mayor, con lo que se podrían reducir precios y costos, ya que ac tualmente cada municipio tiene que ir a comprar aguáa los mercados por separado.» La intervención de la Administración, opina el PSOE, tiene que empezar por la red, que es donde se produce la distorsión del mercado.
Por su parte, Manuel Bermejo, alcalde de Las Palmas por Unión del Pueblo Canario, estima que es necesario ir hacia la socialización del agua, «pero en principio hay que insularizar el servicio para abaratarla y llevarla a los sectores que realmente la precisan».
Juan Falcón, poderoso aguateniente, está totalmente en desacuerdo con todo intervencio nismo: «Es muy fácil nacionalizar e intervenir y quedarse con lo que otros han hecho, en vez de tomar ejemplo; claro que es nacionalizable la red, también lo son los bancos y la tierra; lo que tiene que hacer el Estado es invertir y no venir a apropiarse de lo que existe gracias a la iniciativa privada.» El señor Falcón está de acuerdo en que el agua es un bien público, «pero hasta cierto punto», y afirma rotundamente que la intervención, en caso de producirse, sería nefasta, «porque todo lo que cae en manos del Estado sale más caro». Respecto al control de las extracciones, afirma que «antes de ordenar las sacadas de agua que empiece la Administración por or denar el turismo y que construya potabilizadoras».
Los jeques del agua están, sin embargo, tranquilos. La desprivatización no está a la vuelta de la esquina. Quien tiene la llave de la operación, el Gobierno actual, no va más allá de un escalonado control y de un intento de crear agrupaciones de usuarios como las que se dan en las confederaciones hidrográficas de la Península.
Los aguatenientes lograron echar abajo no hace mucho un anteproyecto de ley que en su artículo tercero declaraba que «todas las aguas, sean superficiales o subterráneas, son de dominio público. El carácter público de las aguas no se pierde nunca ni en ningún caso». Tal anteproyecto, enterrado para siempre, no tiene todavía sucesor.
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