La polémica dentro del PSOE
A MEDIDA que se aproxima el congreso entraordinario del PSOE, convocado para los últimos días de septiembre, las diversas corrientes en su seno -cándido eufemismo destinado a eludir la palabra tabú tendencias, aunque no su realidad- tratan de mejorar sus posiciones y de perfilar sus plataformas. La publicación del manifiesto del llamado sector crítico, la pasada semana, las declaraciones de Felipe González a su regreso de Latinoamérica y la presentación de las ponencias a la comisión gestora, devuelven intensidad a una polémica cuyo desarrollo, si bien ha ganado en claridad desde el pasado mes de mayo, no termina de resultar comprensible para buena parte de la opinión pública. En este sentido, la tendencia agrupada en torno al ex secretario general del partido, aunque tiene a su favor -además del sistema de elección de delegados para el próximo Congreso- superiores reservas de credibilidad política, realismo en el análisis y correspondencia con el electorado, no ha mostrado la suficiente capacidad o los bastantes deseos para apuntalar con razones sólidas y convincentes su probable triunfo a finales de septiembre. Ciertamente, resulta infinitamente más fácil citar monocordamente a los clásicos y acogerse a los argumentos de autoridad, cómo hacen algunos críticos, que teorizar las complejas y nuevas realidades que contradicen a los textos sagrados o que éstos no previeron. Pero en una batalla política no sólo hay que vencer, sino también convencer, para lo cual no bastan las intuiciones y las argumentaciones parciales e inconexas, por muchos aciertos que contengan, de Felipe González, seguramente, arrepentido ahora de sus silencios cómplices ante el nuevo radicalismo verbal de sus compañeros de ejecutiva (incluidos sus más cercanos colaboradores) a lo largo de los tres últimos años y más preocupado por adecuar sus palabras con su conducta que por elevar la calidad y el rigor de un debate demasiado personalizado e ideológicamente pobre.
Cabe señalar, como novedad positiva, el desplazamiento de la controversia desde el terreno escolástico, elegido por el 28º Congreso, que ocultaba malamente el trasfondo político de las cuestiones, hacia temas más congruentes con la naturaleza de un partido: su estrategia (la política de alianzas, la ocupación del poder, la línea sindical, el, programa de cambio en los diversos niveles de la sociedad española, etcétera) y su, organización (relaciones entre la dirección y la base, participación de los militantes en las decisiones, etcétera). Hay un abismo entre el punto que constituyó la piedra de escándalo del 28º Congreso, esto es, la definición del PSOE como «partido marxista», y la discusión actual -aceptada: incluso por el sector crítico- acerca del lugar que deben ocupar las concepciones marxianas dentro de los pyesupuestos socialistas para analizar y valorar la realidad. Mientras el debate definitorio reproducía el enrarecido universo intelectual de todos los escolasticismos e introducía la discusión en un callejón sin salida y sin sentido, la controversia sobre la corrección, insuficiencia o invalidez del amplio espectro de hipótesis, teorías y vaticinios marxianos acerca del modo de producción capitalista, del desarrollo histórico y sus agentes, del poder político y dela viabilidad de otras formas de organización social, alternativas, remite al contraste con los hechos y con la experiencia y puede realizarse en términos racionales y comprensibles.
De esta forma, los socialistas no se verán abocados a un abrupto e insostenible dilema -sí o no a todo y sólo el marxismo- y estarán en condiciones, también, de eludir
un tosco monolitismo que simulaba ignorar las múltiples y, a veces, contrapuestas interpretaciones del marxismo, que han librado sus polémicas (desde la revolución de octubre, hasta los actuales conflictos bélicos en el sureste asiático, pasando por la retaguardia republicana durante la guerra civil española) a veces con las armas en la mano. Lo cual permitirá, por ejemplo, mostrar cómo el legado de Rosa Luxemburg, tan enérgicamente reivindicado por una parte del sector crítico, tuvo, dentro de la II Internacional, un carácter virulentamente polémico respecto a la tradición teórica sobre la que Pablo Iglesias construyó y desarrolló el PSOE. Y, lo que es más importante, el nuevo punto de partida del debate, al centrarse sobre el lugar que ocupa el marxismo dentro de las concepciones socialistas, abre el camino para aceptar, en las cuestiones que los diversos marxismos no se han planteado, no han resuelto, o han contestado erróneamente, aportaciones nacidas de otros campos ideológicos.Ahora bien, aunque la discusión serena y argumentada acerca de la validez de estas o aquellas teorías marxianas, y de la incorporación de concepciones alternativas que las completen o, sustituyan constituya una tarea necesaria para los socialistas, no parece que su ámbito más adecuado sea un congreso, y su forma de conclusión la votación de una asamblea. La teoría tiene su propio espacio y su propio tiempo, muy diferentes de los que la política exige.
Evidentemente, son las dimensiones simbólicas, las connotaciones emocionales, y las implicaciones políticas, vinculadas a la cuestión del marxismo, lo que explica que un debate cuyo lugar debería ser la letra impresa y cuyos jueces tendrían que ser los hechos, sea incongruentemente desplazado al caldeado clima emocional de un congreso. Sería preferible que la pugna política que subyace a los enfrentamientos entre mayoritarios y minoritarios se despojara de esas incómodas adherencias y se planteara en los términos desnudos de los programas, de las opciones estratégicas y de las candidaturas.
Los llamados críticos se proclaman marxistas, socialistas, radicales y democráticos, y acusan a los partidarios de Felipe González de revisionistas, socialdemócratas, moderados y autoritarios. Demasiados adjetivos, sobre todo cuando algunas experiencias históricas demuestran la fenecida SFIO de Guy Mollet en la Francia de la postguerra, o el Gobierno Soares en Portugal-, que no siempre esas cerezas van juntas. Y una apuesta, al todo o nada, excesivamente arriesgada que puede justificar al sector mayoritario, una vez reelegido Felipe González como primer secretario, para consolidar esas prácticas de concentración de poder y de escaso respeto hacia las minorías que los críticos denuncian, seguramente con razón, en la estructura organizativa del PSOE.
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