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Los otros españoles

Un libro que años atrás se hizo famoso llamó altres catalans a los que, siéndolo por residencia y lengua, acaso también por nacimiento, no lo son de cepa, firman Pérez o González y no Dalmau o Puig. Calcando su proceder, voy a llamar «otros españoles» a los que integran el grupo a que históricamente yo pertenezco o creo pertenecer. «Españoles»: hombres que así se llaman y no quieren dejar de llamarse a sí mismos, cualquiera que sea el rincón de España donde hayan nacido, y que, refiriendo a esta troncal condición suya el consabido dicho de Terencio, «nada de lo español consideran a ellos ajeno»; nada de lo que España ha sido en su historia, bueno o malo, y nada de lo que, bajo forma de costumbre o de obra, de todos los diversos pueblos de España ha ido saliendo. «Otros»: distintos voluntariamente de los que desde hace dos siglos vienen estancando para sí mismos el título de españoles, no saben ver en la historia común otra cosa que glorias o desgracias, éstas producidas siempre por un triunfo ocasional de las «tinieblas exteriores» y sólo sometidas a la férula de un centralismo uniformante, toleran -si no pueden bonitamente eliminarlas- las costumbres y las obras que surgen y han surgido del seno de los diversos pueblos de España, comprendido el castellano, cuando los castellanos han querido ser abiertos e integradores. «Otros», en suma, respecto de los españoles que sólo como uniformación y no como coordinación han querido y quieren entender la unidad nacional.«Otros españoles.» ¿Desde cuándo vienen existiendo? Germinal o inicialmente, desde que en los siglos XVI y XVII se impuso con fuerza la actitud excluyente y uniformista; de manera cada vez más visible, desde que el fracaso de nuestra tímida Ilustración dieciochesca hizo cada vez más extensa y conflictiva, así en el orden político como en el intelectual y el religioso, esa otredad española. Descontados los erasmistas, los cristianos nuevos y los socarrones por libre, con Cervantes a su cabeza, en Jovellanos, en el empeño y -en el drama de Jovellanos, veo yo la formal aparición de los «otros españoles» en la escena de nuestra historia. La vivaz campaña de Feijoo en pro de la actualización, la apertura y la pluralidad de nuestra cultura logró cierto éxito, no sólo social, también político, porque con el apoyo del rey contó el benedictino. Más valor representativo tuvo poco después el fracaso de los caballeritos de Azcoitia en su generoso intento de ser a la vez españoles, vascos e ilustrados. Pero es en la vida de Jovellanos donde por modo eminente y precoz se juntan la realidad y el símbolo de esa otredad. Jovellanos, razonable heredero y continuador de toda nuestra módica Ilustración, encumbrado Precisamente por serlo, para luego, también por serlo con entereza, padecer persecución implacable. No acabó ahí, sin embargo, su drama. Este tuvo culminación cuando a su salida del Castillo de Bellver Jovellanos dijo honestamente «no», porque así lo exigía su patriotismo, a la propuesta de colaborar con el invasor, habiendo tantos de sus amigos, no menos leales consigo mismos en su propósito de reformar la vida española, entre los que entonces iniciaban la triste carrera del afrancesado. Librándole de sentir como drama íntimo lo que, de vivir más, sin duda hubiera sido su segundo fracaso, ¿no fue acaso clemente con don Gaspar una muerte que le llegó cuando de nuevo -ahora de modo harto más doloroso y cruento- se le encendía la esperanza?

Desde el conde de Peñaflorida y Jovellanos, entre los muertos ilustres de antaño, hasta Menéndez Pidal y Ortega, entre los muertos ilustres de hogaño, ¿cuántos han sido «otros españoles» en nuestra zarandeada historia? No pocos, desde luego, porque junto a los de nombre egregio, mayoría arrolladora son en los anales de nuestras letras y nuestro pensamiento, es preciso poner a los de nombre oscuro o desconocido; pero, en cualquier caso, nunca los suficientes para orientar según su sentir los destinos de nuestra patria. Bien: sea su número el que fuere, a ellos pertenezco -o creo pertenecer, o quiero pertenecer-, y para hablar de su delicada situación en la vida actual de España he traído su otredad a cuento.

Puesto que la discrepancia ideológica, sea ésta política o religiosa, no parece ser hoy causa de conflicto mayor, y así siga aconteciendo por muchos años, hablaré tan sólo de nuestra convivencia con los representantes de las culturas que hoy defienden y negocian la definición de, su autonomía. Con ellos, junto a ellos estábamos nosotros hace bien pocos años. Puesto que, como Antón el de los Cantares y Miguel de Unamuno dirían, soy el «otro español» que tengo más a mano, recordaré mi intervención en las jornadas literarias de Catonigrós, mi conferencia a puerta cerrada ante los monjes de Montserrat, presididos por Dom Escarré, y los cordiales coloquios clandestinos, en un pisito de la calle de San Lucas gobernado por Dionisio Ridruejo, con varios portavoces de las «culturas ibéricas marginadas». Como entonces, los «otros españoles» seguimos postulando la libre vigencia y el libre desarrollo de todas las lenguas peninsulares, y parte integral de nuestra realidad de españoles siguen siendo para nosotros Maragall y Carles Riba, Rosalía y Castelao, y la sutil melancolía de las canciones marineras vascas; no sólo por la eficacia de su descollante calidad -una de las normas éticas de los «otros españoles» dice así: «En lugar de afirmar que tus amigos son los mejores, procura conseguir que los mejores sean tus amigos»-, también, acabo de decirlo, porque sin esos hombres y esas canciones sentiríamos penosamente incompletas nuestras almas. Pero cuando de la hora de la solidaridad en la oposición se ha pasado al momento de la negociación con el poder, ¿no es perceptible entre los hasta ayer marginados cierta renuncia a la afirmación de los vínculos que dan unidad histórica a todas nuestras vidas: el idioma común, el pasado común, con todo lo que en él comúnmente nos complazca o comúnmente nos apene, el nombre mismo de España, táctica, impropia y vergonzantemente sustituido tantas veces por la expresión «el Estado», como si las fórmulas «los poetas del Estado» o «los clubs de fútbol del Estado » fuesen de recibo... Un municipio vasco ha decidido borrar de sus calles el nombre de Cervantes, pensando acaso que el pobre Miguel fue un emisario del imperialismo de Madrid; un escritor gallego es abucheado en su tierra por escribir -como Valle-Inclán, como doña Emilia- en muy excelente castellano; a un prosista catalán, eminente en las letras de su patria, se le ningunea oficialmente por no haber sido suficientemente monogámico su cultivo de ellas. Más ejemplos podrían darse. Me inquieta que todo esto ocurra, y me inquietaría todavía más que no preocupase a los vascos, los gallegos y los catalanes a quienes en verdad importe el porvenir intelectual de sus pueblos respectivos.

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Quiero pensar que los españoles sedientos de autonomía están atravesando, ahora que casi todos les permiten exigirla, una etapa de fugaz e irreflexiva exaltación. Quiero asimismo creer que, pasada ésta, conocerá nuevas formas, más fecundas que las anteriores, la solidaridad entre los hombres de Hispania. Ese doble «quiero», ¿puede quedar exento, sin embargo, de una íntima zozobra? Los «otros españoles, ¿estaremos condenados a sentirnos doblemente «otros»? Resuelta y definitivamente lo somos frente a los que durante los dos últimos siglos se han constituido en estanqueros de la española. Sintiendo que Maragall y Carles Riba, Rosalía y Castelao, Arriaga y Usandizaga son tan nuestros como Cervantes, Lope y Quevedo, ¿nos reducirán contra nuestra voluntad a la condición de «otros» los que en nombre de su identidad con Maragall y Carles Riba, Rosalía y Castelao, Arriaga y Usandizaga, no sientan suyos, gozosamente suyos, aunque sin la menor caída en la beatería, como nosotros mismos, a Cervantes, Lope y Quevedo?

En lo que a mí toca, y a este respecto, sólo dos cosas me siento capaz de hacer. Una, la que con este artículo he intentado: declarar lealmente mi sentir. Otra, ser fiel a mis propias convicciones y a mis propias posibilidades. Más de una vez he dicho que, en relación con las obras, quede aparte el problema de las personas, nuestro pueblo ha encontrado una excelente palabra para designar el mínimo suficiente de su dignidad objetiva: la palabra «presentable». «Esto es muy presentable», sentencia ante lo que pueda ser dignamente mostrado allá donde otras obras de su género comparezcan o luzcan. Como «otro español» he expuesto yo mi voluntad de pertenecer a la historia y a la actualidad de ese modo de serlo a mi temor de que en un futuro próximo se nos complique perturbadoramente nuestra dolorida otredad. Ahora seguiré tratando de hacer en mi oficio algo presentable. Presentable también, aunque allí algunos me tengan por «otro», en Barcelona, en La Coruña y en Bilbao.

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