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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
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La reforma de la prisión: historia y filosofía /1

Director general de Instituciones PenitenciariasDe acontecimiento singular puede calificarse, en el campo del Derecho penal, la aprobación por el Congreso de los Diputados de la ley General Penitenciaria que regula la ejecución de las penas y medidas penales privativas de libertad. Históricamente, su valor es inmenso: por vez primera en este siglo esta materia específica del Derecho penitenciario, enmarcada en el campo más general del Derecho de ejecución penal, alcanza el más alto rango legislativo: a partir de ahora el Parlamento, es decir, el pueblo español, se compromete con las prisiones; ya no es el Gobierno quien decide por la exclusiva vía reglamentaria del decreto: ni siquiera el real decreto de 1913, calificado por la doctrina especializada como auténtico código penitenciario, tuvo ese elevado honor.

La importancia del tema es enorme, asimismo, desde el punto de vista científico y por varias razones. En efecto, en virtud del principio constitucional consagrado en el artículo 25, al dedicarse una ley a establecer la regulación de esa «especial relación de sujeción» que constituye el conjunto de derechos y deberes recíprocos recluso-Administración y que configuran el Derecho penitenciario, la autonomía de este sector del ordenamiento jurídico punitivo se consolida; frente a las tesis que han tratado de encuadrarle en los Derechos penal, procesal y ejecutivo o de ejecución penal, o confundirlo, en la doctrina francesa, con la ciencia penitenciaria, el viejo ideal de la autonomía del Derecho penitenciario, por razón del objeto científico de conocimiento, cobra sentido legal, a la par que viabilidad, al reconocer la ley lo que un sector de la doctrina científica proclamaba.

Por otro lado, la dispersión normativa, en esta materia, era evidente. Escasos preceptos sustantivos y adjetivos, en unión de diversos decretos, órdenes ministeriales y circulares de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, regían el tema obligando al intérprete a una continua y delicada labor de exégesis y concordancia. La ley General Penitenciaria proporciona seguridad jurídica en este punto tan trascendente, legitimando ampliamente el acudir a las normas de rango inferior para el posterior y necesario desarrollo de la misma, siempre con base y fundamento en la voluntad suprema expresada por el legislador.

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No debe olvidarse tampoco que un muy extenso número de países regula toda esta materia de la ejecución de las penas y medidas de privación de libertad acudiendo, asimismo, a la ley, y así, desde Alemania Federal y Suiza, pasando por México o Argentina, consagran, como primera fuente de sus respectivos derechos penitenciarios, precisamente, a las correspondientes leyes penitenciarias, redactadas todas ellas teniendo en cuenta, en mayor o menor medida, esas grandes especies de código tipos, que son las reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos, elaboradas por las Naciones Unidas en Ginebra, en 1955, y actualizadas por el Consejo de Europa, en 1973, asumidas hondamente por el legislador español y cuyo espíritu humanista impregna toda la norma legal.

Con singular realismo, la exposición de motivos de la ley General Penitenciaria califica la prisión como «un mal necesario»; entiendo que esta frase encierra toda una filosofía de la concepción actual de la privación de libertad, sobre la que necesariamente ha de reflexionarse.

En efecto, tres son las etapas históricas, claramente diferenciadas, en las que puede explicarse el devenir de la idea del encierro de los delincuentes. Sin perjuicio de recorrer con cierto detenimiento el análisis de las mismas, digamos que, en el momento actual, es fácil concluir con la idea de la crisis del internamiento clásico, al haberse observado los negativos efectos que la prisión conlleva, de entre el que no es el menor, por citar el más conocido y estudiado por los especialistas norteamericanos, el denominado fenómeno de la «prisionización».

De ahí que la pena privativa de libertad, en su ejecución tradicional, se considere, por un amplísimo sector de la doctrina científica, un mal, y haya llegado el momento de la búsqueda, apasionada y apasionante, de sustitutivos penales, cuales la probation, la semilibertad, los arrestos de fin de semana, el trabajo de utilidad social o los días-multa, que abran nuevos horizontes en el camino difícil y complicado de encontrar una ejecución penal más eficaz y menos deshumanizada, materia que no es objeto de regulación en la ley General Penitenciaria, y ello por un claro motivo sistemático: su lugar se encuentra en el anteproyecto del nuevo Código Penal, donde, por vez primera, tienen extensa entrada toda una serie de aquellos modernos métodos ejecutivos, amplia y satisfactoriamente experimentados por otras naciones de nuestro círculo jurídico-cultural.

En este punto de la discusión, el tema debería resolverse teniendo muy presente un postulado repetido por posiciones políticas y doctrinales: si las críticas al encarcelamiento tienen un claro y demostrable fundamento, hasta el punto de que no se advierten los beneficios sociales que comporta, y sí sus muchos perjuicios, demostrados con el elevado número de reincidentes, ¿por qué no abolir la prisión, destruir sus muros y arrasar sus cimientos?; ¿será cierto, como escriben Buffard o Sallevilles, que la reforma del sistema penitenciario es imposible, tarea inútil, esfuerzo estéril?

Como sin duda el lector habrá advertido, lo que se trae a colación en estas líneas es, precisamente, el choque frontal entre dos tesis irreconciliables: las reformistas y las revolucionarias. En efecto, las primeras parten de una filosofía profundamente distinta de las segundas, pues la reforma, enemiga del inmovilismo y de la revolución, pretende, en difícil equilibrio, cambiar la sociedad, no cambiar de sociedad, variar el Derecho penal y penitenciario, no variar de Derecho punitivo; transformar, no mantener ni destruir: esa es la gran cuestión y el reto asumido por la ley General Penitenciaria.

Creo firmemente que no es la hora de cerrar las prisiones, como escribe Briggs, ni la de los consejos de fábricas como únicos elementos válidos de reinserción social, como pretende ahora la nueva escuela penal de Bolonia, y así lo pienso, porque históricamente no puede hoy plantearse este tema, si no se quiere caer en fácil utopismo o en la demagogia, pues si dificultades existen hoy en día en hacer asumir a la sociedad una vía humanista de transformación responsable y cambio profundo, pero progresivo, los obstáculos no son los mismos y la autoridad moral de la que se parte no es comparable, si lo que se pretende es abolir las cárceles: reformar, rectamente entendido, es siempre hacer algo mejor; destruir, sin alternativa válida alguna, es ofrecer el desorden absoluto.

Por otro lado, en el tema de la pena privativa de libertad la dialéctica reforma- abolición no puede plantearse como un postulado absoluto, al ser éste un problema claramente mensurable. Quiere ello decir que, frente al problema de la pena de muerte, donde la lucha por su abolición no significa, obviamente, la destrucción del sistema punitivo, en materia de prisiones sí puede hacerse un cálculo de cantidad que no admite, por su propia naturaleza, la sanción capital; de ahí que pueda lucharse por la reforma de la ejecución clásica de la pena privativa de libertad, sin necesidad de tener que suprimirla del repertorio penal, buscando nuevas fórmulas de cumplimiento, más modernas y humanitarias, en unos casos, o distintas y experimentales en otros supuestos.

Sentado este criterio material, esencial para entender la naturaleza de la reforma penitenciaria emprendida, es llegado el momento de trazar unas breves líneas acerca de la historia de la pena privativa de libertad, que sitúen correctamente el tema en el momento actual que vivimos, desde una perspectiva evolutiva.

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