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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El estatuto de los trabajadores

Catedrático de Derecho del Trabajo Decano de la facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid

Hace algunas semanas, el Gobierno aprobaba el Anteproyecto de ley del estatuto de los trabajadores, seguidamente remitido al Congreso, como proyecto.Todo arranca de la Constitución de 1978, la cual, en su artículo 35,2, preceptúa, escuetamente, que... «la ley regulará un estatuto de los trabajadores». Tal fórmula literal fue la que prevaleció a partir del tercer texto constitucional -de los ocho habidos, entre anteproyectos y proyectos, a lo largo del período constituyente, que se iniciaría en noviembre de 1977 y tendría su fin en octubre del siguiente año-, es decir, en el anteproyecto de Constitución firmado por la ponencia (abril 1978). Ninguno de los posteriores alteraría el precepto, puesto que todos los grupos parlamentarios lo aceptaron sin reservas. Es interesante anotar, empero, que la ponencia sí había modificado la redacción inicial (la aceptada en el anteproyecto de enero de 1978, ya que en el borrador constitucional, de noviembre de 1977, no se hacía mención alguna a un estatuto de los trabajadores), pues, en un principio, la misión del estatuto era muy concreta, e iba únicamente encaminada a garantizar los derechos al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio y a la retribución suficiente.

Es difícil reconstruir, con fidelídad, las razones que llevaron a los «siete ponentes», en representación de los grupos parlamentarios designados, a operar semejante simplificación, desdibujando el significado del estatuto por la vía de la ambigüedad. Pero la evolución ulterior, y ciertas posturas adoptadas en el seno de los partidos políticos hegemónicos de derecha y de izquierda -permítaseme la elementalidad adscriptiva-, autorizan a sospechar que no se trató de un cambio infundado o intrascendente. Quizá unos entendieron que la generalización les favorecía de cara a una ulterior «minimización» del estatuto (sintomática es la opinión de un destacado político de UCD, el profesor Oscar Alzaga, para quien el brevísimo párrafo... «viene a decir, casi casi, que una norma normativizará una norma sobre los trabajadores» ... ; Comentario sistemático a la Constitución española de 1978, página 296) y quizá otros pensaron que la generalización propiciaría una ulterior configuración del estatuto al modo italiano, por ser dicho Statuto dei lavoratori, sin posible discusión, una de las más importantes disposiciones legales, para la protección del trabajador individual, y del sindicato, como ente colectivo, promulgada en cualquier país a partirde la revolución industrial.

Para la derecha era sumamente beneficioso crear ese clima de indeterminación, posiblemente apto, por sí mismo, para conseguir la comprensión de la izquierda en otros puntos polémicos, difíciles incluso en la labor, profusamente ,emprendida, de llegar a soluciones de compromiso; de esa forma, jugaría como freno de otras reivindicaciones menos atendibles. La izquierda, por su parte, deslumbrada por un evidente «fetichismo nominalista», pareció olvidar que el modelo italiano no sería luego, necesariamente, la única opción a tener en cuenta en el desarrollo de la previsión constitucional por vía de la legislación ordinaria. De ahí que en esa confrontación de intenciones, la derecha actuó con mayor agudeza que la izquierda, desvistiendo el estatuto de contenido concreto, mientras que ésta, pecando una vez más de «ingenuidad jurídica», como en el caso de la aprobación, por consenso, de la ley de Amnistía, acabaría aceptando, a través del complicado mecanismo de las remisiones normativas, que los derechos fundamentales y libertades públicas de carácter básico, en las relaciones obrero-patronales, quedaran necesariamente fuera del futuro estatuto de los trabajadores, al requerir todos ellos, y, por ende, la libertad sindical y sus implicaciones y el derecho de huelga, el dictado de una ley cualificada (ley orgánica), no exigida, en cambio, para la aprobación del estatuto, cualquiera que fuese, en definitiva, la opción triunfante.

El laconismo que ha prevalecido en la Constitución, respecto al dictado de una ley aprobatoria de «un estatuto» (no «del estatuto», y el matiz es revelador) de los trabajadores, hace lícitas las diversas opciones -partidistas y/o doctrinales- a la hora de su configuración. Lo que, en cambio, no es fácil, por las razones antes expuestas, es aproximar el contenido del estatuto español al statuto italiano de 1970.

Vaya por delante la afirmación de que la Constitución italiana de 1947 no hace referencia alguna a un estatuto de los trabajadores, mención que, dicho sea de paso, tampoco aparece en ninguna de las Constituciones importantes de los Estados democráticos. Al parecer, la primera idea de un statuto nació, en Italia, en 1952, con motivo del Congreso de la CGIL (confederación sindical hegemónica, de ideologia comunista). Su secretario general, Gluseppe di Vittorio, utilizó entonces el término -sin duda por la tradición del mismo en suelo italiano, desde tiempos medievales- para dar forma a una disposición normativa que garantizase ciertos derechos individuales del trabajador, por ejemplo el derecho a la actividad política sin el riesgo de que sobre ella cayese el poder disciplinario, o de dirección, del empleador. La idea -que no tuvo entonces mayor eco- sería recogida después por un sector doctrinal pujante que, formado científicamente en Estados Unidos de América del Norte, impondría la necesidad de oponer al poder empresarial (big bussiness) un auténtico contrapoder sindical (big labor), en el propio ámbito empresarial en el que el empleador ejerciera sus potestades tradicionales. Para este sector doctrinal (en el que destacan los profesores Gino Giugni y Gluseppe Federico Mancini, los cuales, por cierto, acaban de ilustrarnos, en España, con sendas conferencias sobre esta historia), el reconocimiento legal de ciertos derechos a favor de los trabajadores no tenía sentido alguno si no iba acompañado de un efectivo poder del sindicato en la empresa, capaz de hacer respetar aquellos derechos (aun cuando éstos no fueran objeto de una garantía legal explícita). Se trataría, en resumen, de que el Estado aprobase una mera legislación de apoyo (di sostegno) al sindicato. Pero de nuevo el intento quedaría en nada hasta ser resucitado, con éxito, por la presión obrera desencadenada en el otoño de 1969 (el llamado «auturino caldo»), llegando así un proyecto al Parlamento remitido por el ministro de Trabajo socialista Giacomo Brodolini que, aun radicalizado luego por el «populista» Doriat Cattin, no pasaba de ser una norma de apoyo al sindicato, sin regulación de los derechos individuales del trabajador, giro este que, empero, tendría lugar en el propio seno parlamentario, bajo la influencia del PCI que traería a la Cámara la vieja idea de Giuseppe di Vittorio. De este modo, el statuto se configuraría como un híbrido, cuyo significado y operatividad divide hoy las opiniones en la propia Italia.

Con todo, de la evolución habida en Italia, esquemáticamente reseñada, se desprenden algunas conclusiones obvias:

- El statuto no es más que la denominación usual, no oficial, de una ley ordinaria, no prevista en la Constitución y de contenido claramente diversificado (entre otras materias, el statuto contiene normas sobre la «colocación»).

- El statuto no tenía, en el proyecto gubernamental, la significación que después conseguiría tras el debate y aprobación parlamentarios.

- El statuto es, de algún modo, el resultado de una situación social y política característica, que alcanzó, en la víspera de su promulgación, un nivel de tensión sólo comparable al que tuvo lugar, un año antes, en Francia (mayo francés de 1968), y que también provocaría el dictado de disposiciones «revolucionarias en su reformismo» (por ejemplo la legalización y generalización de la acción sindical en la empresa).

La configuración del estatuto de los trabajadores, en España, a imagen y semejanza del statutt dei favoratori no es, pues, realista, ni, lo que es más grave, jurídicamente posible. Para no pocos -y yo me contaría entre ellos- este modelo italiano es fundamental y seria importante para la clase trabajadora española, y para sus organizaciones sindicales, contar algún día con un instrumento tan operativo y contundente. Sin embargo, esta afirmación no justifica, por sí misma, aquellas críticas que se dirigen a otras opciones del estatuto, por el simple hecho de que tales opciones no coinciden con un modelo concreto no sólo lejano, sino, con seguridad, «alejado» con conocimiento de causa en el proceso de elaboración de la norma constitucional.

De ahí que, personalmente, considere poco fundadas las objeciones dirigidas al proyecto gubernamental por su continente. Suscribo en cambio -desde estrictas posiciones ideológicas y doctrinales, ninguna de las actuales debe ser dogmática si quiere ser respetada- buena parte de las objeciones que se dirigen al contenido, pero, en ese orden de cosas, hay que tener presente que el proyecto lo es de un Gobierno de inspiración política moderada, el cual, lícitamente, tras su triunfo electoral, tiñe sus proyectos de ley con la ideología dominante en sus miembros, por lo que tales proyectos ni pueden ni, coherentemente, deben ser los mismos proyectos de ley que remitiría al Parlamento un Gobierno de inspiración ideológica socialista o comunista. Aparte de que, si se cree en la institución parlanientaría, y se admite que el poder legislativo, como, por lo demás, los restantes poderes del Estado, emanan del pueblo español, en el que urucamente reside la soberanía nacional, habrá que esperar al debate de las Cortes Generales y habrá que aceptar el resultado que salga de él. En este debate -y hay pruebas suficientes de la posibilidad de «concertar» soluciones- cabe corregir algunas de las principales limitaciones que se encuentran en el proyecto gubernamental de estatuto (por ejemplo las barreras a la autonomía colectiva, a cargo de un todavía excesivo papel interventor del Estado; el reconocimiento y la regulación del cierre patronal, cuando todavía el derecho de huelga no ha sido regulado con la necesaria óptica ampliatoria o defensiva del derecho; o ciertas restricciones en el ámbito de los derechos individuales que quizá sí se justifiquen cuando el marco legal posibilite la acción autónoma de los antagonistas). Otras vías correctoras -incluyendo una legislación paralela- carecen de la minima seriedad que exige el funcionamiento de un auténtico sistema democrático.

A niveles teóricos son válidas, como opciones, otras alternativas de estatuto dadas a conocer hasta ahora, por ejemplo la plasmada en la proposición de ley presentada al Congreso por el Grupo Comunista -y rechazada por aquél-, alternativa esta que, curiosamente, tampoco concibe el estatuto como una legislación de apoyo al sindicato ni como una disposición de reconocimiento de derechos individuales básicos del trabajador, sino más bien como un auténtico código de derechos (en línea con la proposición de ley, del mismo grupo, de diciembre de 1977, concordante con la previsión, incumplida hasta el presente, de los Pactos de la Moncloa) en el que se regulan -a lo largo de 71 artículos- instituciones tan dispares como la salud, las pensiones, la emigración y el propio contrato de trabajo...

Las ideas que han apuntado los especialistas resultan muy heterogéneas, a su vez. Mientras que para alguno (Fernando Suárez) el estatuto de los trabajadores debería desarrollar el capítulo II, del título I, únicamente, para otros (Castiñeira), habría de ampliar su contenido y regular todo el título I en su conjunto, expresando otros, la opinión, más amplia aún, según la cual el estatuto habría de referirse al contenido del título I, y a diversos preceptos del título preliminar y del título VII.

Creo, pues, que en torno al estatuto de los trabajadores -y aceptando en principio cualquier opción teórica sobre su ámbito- sería urgente reducir el excesivo fetichismo que el aspecto formal o externo ha producido. De aquí a algunos años lo importante, en el ordenamiento jurídico laboral español, será que los órganos del poder legislativo hayan sido capaces de dotar al país de un conjunto de disposiciones que regulen, con realismo y sin estrangulamientos, su realidad social.

Lo decisivo será, pues, que por el cauce en cada caso adecuado, la libertad sindical pueda expresarse en sus dos manifestaciones históricamente relevantes: la autotutela y la autorreglamentación, y que el Estado -que, lógicamente, no puede abdicar de una actuación interventora- promueva, en estricto cumplimiento del mandato constitucional, las condiciones que consigan hacer efectivas la libertad e igualdad de los individuos y de los grupos y remueva los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud. Que, además, en la empresa, actúen órganos de representación obrera y/o sindical que, a la vez que jueguen como mecanismos equilibradores de los intereses antagónicos, limiten el poder decisorio y unilateral de los empleadores.

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