Vivir de la magia es muy difícil
Unicamente una decena de los magos españoles vive sólo del ilusionismo; el resto, hoy por hoy, son magos nocturnos, magos de tiempo libre, magos de vacaciones, hombres que ejercen la maravilla en horas perdidas o robadas al sueño. Y es que vivir de la magia es muy difícil.-Ahora las cosas van mejor, eso sí. En los últimos tres o cuatro años se ha notado gran aumento de la afición. Pero antes, dedicarse a esta profesión era dificilísimo.
Lo dice Pepe, Pepe Regueira Tiene 35 años, una mujer y tres hijos, y lleva haciendo magia toda su vida. «Desde que un tío mío, que era aficionado, me enseñó algunos juegos a los nueve años.» Ahora se dedica a una especialidad poco común. la magia cómica, y en ella trabaja cuando le deja tiempo su otro empleo, el empleo de su segunda personalidad. Porque Pepe es economista y durante el día ficha en una empresa, en este eterno juego de Mister Hyde y doctor Jeckill a que se ven obligados tantos magos.
-Pues sí, yo por las mañanas hago de economista y por las noches hago el indio.
Pepe, para trabajar en lo suyo, se pone cerca, muy cerca del público, o se sienta incluso en tu misma mesa. Saca un mazo de cartas que tienen el revés azul. Las baraja, las marea, te las enseña, las tocas. Está en mangas de camisa. De pronto, se produce el portento: el dorso de los naipes es ahora de un rojo restallante. «Son las tintas», dice él, sonriendo ante el pasmo que provoca, «que ahora hacen unas barajas de muy mala calidad y se destiñen.» Un nuevo pase de los naipes, justo debajo de tus ojos. Enseña las cartas una a una. Las vuelve ahora el revés es amarillo. Se regocija ante el asombro de la audiencia lo que hace es a todas luces imposible y, por ello, portentoso.
-Lo bonito de todo esto es crear la ilusión..., es decir, un mago no tiene por qué luchar contra el público intentando engañarle. La función del mago es crear ilusión con la cooperación de la gente, con su complicidad.
Algo como de titiriteros
¿Qué es lo que puede llevar a un hombre -a un economista, a un biólogo, a un capitán de la Marina, a un técnico en informática, a un contable, a un cura- a convertirse en mago en una sociedad sin magias? Debe ser un toque de locura, una vocación de ingenuidad mimosamente conservada, el obstinado deseo de no crecer, de seguir jugando eternamente. Hay que rozar el delirio, un delirio sano e imaginativo, para convertirse en mago. «Cuando yo decía que quería dedicarme a esto, me llamaban loco», cuenta Pepe. «Mi padre era cantante de ópera, que tampoco es una cosa muy normal, pero él pensaba que ser cantante de ópera era algo muy serio, y que ser mago, sin embargo, era algo como de titiriteros. "Acabarás con una cabra y un tambor", me decía mi padre... Yo tengo un hermano pintor, y como no gana un duro, mis padres pensaron: "Al pequeño le metemos de ejecutivo." Y voy y les salgo ilusionista ... »
Era la suya, sin embargo, una vocación inalterable. A los once años actuó por primera vez en público; a los quince ganó dinero haciéndolo, en una gira por el norte del país. En 1960 entró en la SEI (la Sociedad Española de Ilusionismo), que es la agrupación más fuerte de este género que existe aquí. Tiene Pepe una vocación amorosa y dolorida, pues, porque la profesión conduce y, sobre todo, conducía al desprestigio y la penuria. «Pero, mamá», decía Pepe intentando convencer a la familia, «si es una profesión honorable, si hay hasta curas que hacen esto ... » Y es que en la SEI hay también un sacerdote ilusionista. Pero debe ser esta una profesión minoritaria y enigmática para las muchedumbres, porque ya lo dice Regueira: «cuando te preguntan que a qué te dedicas, siempre pasa lo mismo, tú respondes, soy mago, y entonces te dicen, ¡ah!, malabarista; que no, que soy mago, y ellos insisten, pues esó, malabarista, lo que yo decía ... ».
Es, por otra parte, un trabajo condenado a la marginalidad. Durante años, lo;s magos sólo han podido desempeñar su labor en salas de fiestas, en locales nocturnos, a veces, dependiendo de la suerte, en tugurios humeantes de las madrugadas, y junto al strip-tease y a las plumas, ofrecer la limpia inocencia del engaño convenido de antemano.
-Hasta hace muy poco, la situación ha sido dificilísima -dice Pepe-. Cuando ibas a ver a un empresario, a un representante, no podías decirle que eras mago porque jamás te contrataba. Yo les aseguraba que era humorista y advertía que, de cuando en cuando, hacía algún truco, más que nada para que no se decepcionaran después al ver el número.
Siete especialidades clásicas
Ahora, ya está dicho, las cosas van cambiando; en los últimos años, ante el cansancio, ante el desencanto, ante la congoja sube el mago. Y no se trata de buscar respuestas totales, de inventarse ovnis, gurús, videntes o chamanes es simplemente un alza del deseo de gozar con cosas nímias, de rescatar la posibilidad deljuego.
Así es que los que empiezan ahora lo tienen más fácil. Como Ignacio Brieva. Ignacio tiene veintitrés años y se inició en esto copiando los números que enseñaban por televisión en el programa Manos mágicas. Hace seis años entró en la SEI, y empezó como profesional hace dos, en la mili. «Me pasé una mili estupenda, haciendo juegos de magia en el casino de oficiales.» Ignacio estudió informática, pero está decidido a vivir de la ilusión. Ahora tiene montado un número en el que mete a su partenaire en una caja, la sierra en tres porciones y después se lleva el trozo del estómago y lo pasea por todo el escenario. Es un número que pertenece al apartado grandes ilusiones, porque la magia está dividida en siete especialidades clásicas: la magia de cerca, que puede ser cartomagia, con naipes, o micromagia, con monedas, cerillas u otros objetos; las grandes ilusiones, que es lo que hace Ignacio, cortar a alguien, levitar, hacer volar bolas por el aire, todo eso; la magia general, que consiste en sacar palomas del sombrero, por ejemplo; la magia cómica, la especialidad de Pepe, que consiste en «hacer reír y, al mismo tiempo, asombrar»; la manipulación, que es lo que se hace con las manos limpias, es decir, hacer surgir cigarrillos de la nada entre los dedos y prodigios semejantes; el mentalismo, adivinación de cartas, objetos, etcétera, y, por último, las artes afines, que algunos usan: ventriloquía, faquirismo...
El caso es que cada uno con su especialidad a cuestas. fueron todos, ahora, a Bruselas, al congreso. Hay una reunión internacional de este tipo cada tres años, y las ciudades van rotando; hace unos quince años le tocó a Barcelona. Allí van, deseosos de verse, de unirse, de conocerse, de contemplar los avances, los nuevos números, los trucos más sofisticados. Los magos guardan un celosísimo secreto en torno a lo que hacen. Jamás confiesan un truco a un profano. «Es que, además, creo que la gente no quiere saberlo», dice Ignacio; «al principio hay un momento de curiosidad en el que te preguntan que cómo lo haces, pero en cuanto que se los pasa prefieren ignorar el secreto, estoy seguro». Pero entre ellos, dentro de esta minisociedad de iniciados, suelen contárselo todo o casi todo. A menos que uno haya conseguido inventar un número muy especial, muy nuevo y sorprendente, en cuyo caso suele sacar partido de él, ocultando el truco, para terminar, incluso, patentándolo.
-Nosotros -dice Pepe-, los de la SEI, nos reunimos una vez al año en El Escorial, nos pasamos allí encerrados en un hotel dos días, y nos contamos todo, intercambiamos ideas, inventamos nuevas cosas... Son unas jornadas magníficas.
Claro que siempre hay alguien que se guarda algo con obstinada reticencia. Como Frackson, el mago español más prestigioso, verdaderamente legendario, que tiene ya más de ochenta años y recibió el oscar de Hollywood a la magia. Frackson conseguía hacer desaparecer y aparecer una jaula en mitad del público, en mangas de camisa. Nunca nadie adivinó cómo podía hacerlo, y él nunca ha confesado como lo hizo. «Ahora le preguntas el truco», dice Pepe, «y Frackson contesta que se le ha olvidado; seguramente quiere llevarse su pequeño truco con él. »
Y es que para estos profesionales de la nada, de la maravilla y la ilusión, considerados como malabaristas, minivalorizados durante tantos años, el mínimo conocimiento de sus secretos, la celosa vigilancia de ellos, es el último, único tesoro.
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