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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La cultura española: ¿mito o tauromaquia?

Fernando Savater

No sé si lo habrán notado ustedes, pero comienza a españolearse de nuevo. De pregunta nacional a respuesta cultural, pero España y olé sigue siendo una y a ti te encontré en la calle, antes de que pasara el cortejo de los Reyes Magos y Católicos. Una y diversa, faltaría más: desde hace mucho sabemos que «a todo lo largo y lo ancho de su geografía (hoy cultura), España es rica y varia dentro de su unidad de destino en lo universal», según tenía la amabilidad de informarnos oportunamente la voz de Matías Prats en los No-Do de hace unos pocos lustros. Ahora ya no se trata de reivindicar el Imperio en el que no se ponía nunca el sol -¡quién lo pillara!-, ni siquiera el Estado en su más férrea faceta centralista, ni de combatir la leyenda negra creada por la conjura internacional y la anti-España separatista y masónica. No; ahora hay que romper una lanza por el gigantesco molino de la cultura española, ya que España -sépalo quien quiera saberlo- es una unidad de destino en lo cultural, y el resto es ignorancia y crujir de dientes. Verdad irrefutable contra la que se estrellan tanto la conjura política de los separatismos (hoy nacionalismos), como la cerrilidad ignara de la izquierda, es decir, los vascos, los catalanes, don Alejandro Rojas-Marco y los partidos socialistas y comunistas que les. bailan el agua de borrajas. Porque sepan que «es la izquierda la. que crea, la que fomenta esa política cultural nacionalista- regionalista. Y cuanto más a la izquierda, más. «Claro que de esta. política reaccionaria es la dere.. cha la que saca tajada, pero vaya a saber usted a estas alturas quién es la derecha de marras: lo mismo que se puede ser republicano de la II República, pero monárquico frente a la posibilidad de la tercera, se puede ser también progresista de Fraga como mal menor frente a los horrores de Telesforo Monzón. De modo que a españolear se ha dicho. Las enumeraciones de glorias ilustres a las que les «dolió España» (y no Extremadura o Galicia) se acumulan en el edificante túmulo dorado de la letra siempre viva de la patria; Federico García Sanchiz y Ricardo León se desperezan. y, junto a los neogarcilacismos de diván en auge (pace Dionisio Ridruejo), se apuntan al revival de los felices cuarenta, presentado, no faltaría más, como vanguardia cultural frente a retrógrados y desestabilizadores.¿Existe una cultura española? La respuesta es obvia y, por tanto, engañosa. Hay una cultura española, como hay una cultura vasca o una cultura marroquí, como hay una cultura europea y una cultura occidental, como hay una cultura contracultural y una cultura del barrio de Malasaña, como hay una cultura católica y una cultura confuciana, como hay una cultura de la pobreza y un Ministerio de Cultura. Cada cual corta el pastel de la continuidad confusa e indistinta por donde le pete; cada cual apellida a la cultura desde sus ilusiones, sus ambiciones o sus proyectos. Pero la decisión que más cuenta, la que lleva todas las de ganar en cada determinado período histórico, es la decisión calificadora del Estado vigente: no sólo prevalecerá e impondrá su unificación abstracta sobre las muy concretas diversidades que administra, sino que elevará este aunamiento a mito, le concederá verosimilitud ontológica, lo convertirá a la vez en sobrenatural -la España eterna- y en natural -reflejo de una geografía, clima o raza tan instituido como cualquier otra convención significativa-. La cosa es así de sencilla y así de compleja: hablar de cultura sevillana suena más arbitrario o absurdo que hablar de cultura española, porque hubo y hay un Estado español, pero no un estado sevillano; decir que sevillanos, catalanes, vascos y tinerfeños comparten todos una misma cultura «española» es algo justificado exclusivamente por un determinado avatar político, elevado por necesidades simbólicas a la dignidad mítica. Cada nuevo apellido puesto a la sufrida «cultura» señala el nacimiento de un nuevo designio o proyecto, pero no el descubrimiento de un nuevo inquilino en el topos uranos de las entidades inmutables: los que aspiran a acabar con los nacionalismos estatuidos hablarán de «cultura europea», de «cultura occidental» o de «la gran cultura iberoamericana»; los que pretenden combatir la abstracción estatal desde la reivindicación independizadora de lo diferente propugnarán la «cultura catalaría», o la «cultura vasca», o la «cultura andaluza». Naturalmente, nunca faltan apoyos «objetivos» para sustentar cada uno de estos calificativos, basándolos en realidades lingüísticas, étnicas, folklóricas, gastronómicas, religiosas, productivas, etcétera..., pero a fin de cuentas es la decisión unificadora o independizadora la que cuenta, el deseo de englobarse en un todo con el vecino o con el conquistado frente a la pasión delimitadora, diferenciadora y segregadora. ¿Aceptamos la España, Una, Grande y Libre como glorioso proyecto a defender frente a Europa y el mundo? Pues Mosén Jacinto Verdaguer y Lope de Aguirre serán, dentro de su peculiaridad y por ella, españolísimos. ¿Queremos que Cataluña o Euskadi recobren una entidad propia que se les ha negado o prohibido? Pues entonces Verdaguer y Lope se convertirán en adelantados de la identidad cultural que se busca. Y que conste que no hay una opción «buena y justa», mientras la otra es mala y caprichosa: tan mítica y verdadera es España como Euskadi, tan natural y tan artificial Cataluña como Castilla, tan distinto y vocacionalmente proyectado el Imperio Austro-húngaro como el barrio de Malasaña. La valoración se hará desde lo que uno quiere, desde la idea-fuerza de la vida que uno cree digna de ser vivida, desde el sueño comunitario en el que cada cual quiere saciar su afán de inmortalidad y plenitud.

Hace pocas semanas ironizaba con gracejo Julio Caro Baroja,en una conferencia pronunciada en Donosti,contra quienes parecen suponer que el «español» y «España» son arquetipos eternos que preexisten a la organización política de la nación y que, desde el alba de los tiempos, cualquier ibero que recorriese la piel de toro que mucho más tarde terminaría por ser España, ya era «españolísimo » por misterioso decreto de la providencia. Resurge ahora, afirmada dogmáticamente, la misma inverosímil historia: «No es España, como nación o Estado, la fuente imprescindible de la cultura española, sino al revés: es la cultura española la que alimenta la idea mism- a de España. » Evidentemente, estos dislates no son patrimonio exclusivo de los nuevos García Sanchiz que otra vez nos españolean, sino que se oyen cosas parecidas en el lado de los separatistas-nacionalistas, obsesionados por buscar la «esencía eterna» de Euskadi, de Cataluña o de León, y de perseguir señas de identidad culturales que prueben la preexistencia inmemorial de unos mitos políticos -no hace falta decir que empleo la palabra «mitos» sin asomo de matiz peyorativo, antes al contrario- que en realidad han nacido precisamente contra una determinada situación estatal relativamente reciente en lo histórico. Porque quizá la idea misma de España haya nacido en contradicción y resistencia contra lo que España como Estado era; quizá una de las características más notorias del fenómeno complejo de la conciencia española sea constituirse en rebelión y mentís de lo que la idea de España como otro Estado moderno de la moderna Europa significa; y por eso quizá cumplen mejor como españoles los que hoy luchan por dejar de serlo al modo establecido que quienes aspiran como única y patriótica meta a convertir España en una ficha más del dominó de la OTAN o del Mercado Común. Pero volvamos a lo de la cultura. Es obvio que la determinación de la cultura por algún gentilicio de Estado que fue grande e imperioso puede dar a ésta amplitud, riqueza y elevación; además, no siempre ha de prevalecer el juicio moral teñido de resentimiento que descalifica a los conquistadores y exalta a los vencidos y sometidos exclusivamente por el hecho de serlo: los justicieros impulsos a favor de Vercingétorix no deben oscurecer la noble admiración debida a César, que es quien escribió la historia victoriosa de su doblegamiento. Pero hoy hay muchas razones a favor de preferir apellidos más ceñidos y distintivos para las comunidades culturales, varias de las cuales son también válidas para combatir el rostro del Estado nacional tal como ahora se le conoce. Negarse así a españolear no es un desacato a algún numen eterno al que se debe cultural pleitesía, tal como ayer se le debió político acatamiento, ni tampoco una muestra de cerrilismo ignorante e izquierdista (si algún cretino descalifica a Cervantes por «español» o cree que escribir en castellano comporta inevitablemente vicios morales, carguemos sus bobadas a la larga cuenta de quienes tanto y tan largo nos españolearon), sino vivo y estratégico interés por aquellas virtudes que Franz Kafka señalé, en su defensa de las literaturas nacionales: «Vitalidad, falta de coacción y popularidad.»

Recientemente, se nos revelaban por enésima vez, en prosa diarreica, los espantos bárbaros de la fiesta taurina. Se reprochaba a todo un señor ministro de Cultura el haberse interesado por un festejo contaminado por la corrupción -a diferencia de los ministerios, las universidades, el periodismo y el Congreso-, que hace tiempo debía haber sido sustituido por conferencias gratuitas sobre civismo cara a los próximos comicios, único remedio contra el creciente pasotismo de nuestros males. Y uno vuelve entonces a cobijar la cultura de estas tierras bajó las astas esperpénticas y fogosas del toro, que son desafío y defensa frente a la asepsia uniformizadora, la rutina racionalista y los viejos valores eternos defendidos por nuevos castizos cuyo conservadurismo ilustrado suena a todo menos a español.

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