La minoría judía se siente española
Esta noche, cuando el sol se esconda, los 12.000 judíos españoles iniciarán la fiesta del shabal, el día del sábado. Durante las veinticuatro horas que dura el shabat, los judíos más religiosos apagan las luces, no encienden los electrodomésticos y no fuman. Pero esta noche, ninguno cumplirá a rajatabla estas normas y todos ellos enchufarán su televisor unos minutos antes de las diez y cuarto. A esa hora empezará a emitirse Holocausio.
Será ésta una semana especialmente emotiva entre las familias judías, protagonistas indirectos del impacto que la serie producirá en los telespectadores. Los repetidores de televisión, las sinagogas españolas y otros posibles blancos de las iras neonazis estarán custodia dos mientras se emita Holocausto, «aunque no esperamos la conmoción producida en otros países europeos, ya que los españoles no participaron en el genocidio y no tienen mala conciencia», dice Samuel Toledano, directivo de la Comunidad Judía, encargado de las relaciones exteriores. «Yo no quiero echar más leña al fuego; es tiempo de paz, no de rencor. Si los que ven la serie tienen humanidad, se darán cuenta de lo que hemos sufrido y no tendrán ganas de hacernos más daño», afirma Marco Emergui, el comerciante madrileño cuyas dos tiendas han sido asaltadas por jóvenes neonazis ha ce pocas semanas.
«Soy español, llevo aquí más de veinte años, mi mundo es el comercio, los negocios, el trabajo de cada día, no entiendo de política, entonces, ¿por qué se meten conmigo?», pregunta Marco Emergui. Muchos de sus compañeros repetirían a coro idéntica pregunta, asustados ante el reverdecer de una actitud antijudía que parecía definitivamente marchita. Y, sobre todo, perplejos. Durante el franquismo habían sido bien mirados y discretamente ignorados, quizá porque «Franco nunca quiso poner todos los huevos en la misma cesta», dice el señor Toledano. Pero, de nuevo, cuando el recelo entre españoles y judíos apenas existe, surgen nuevos fantasmas, viejas leyendas travestidas de nuevo antisemitismo. Siempre ha despertado más curiosidad la vida pública de los judíos que su particular manera de vivir una religión y una tradición. De los judíos interesan sus negocios, su poder económico, su penetración política. Interesa saber el peso de su influencia y hasta cuántas habitaciones podrían llenarse con su dinero. Son objeto de testarudos odios y fervorosas devociones, fascinan su seguridad y su mesianismo. se critica su doble fidelidad a Israel y a España, esa curiosa dicotomía entre un país en el que tienen su patria y su corazón y ese otro en el que tienen sus amigos y a su bolsillo. Pero ellos no se sienten quiste ni isla, ni siquiera minoría de invernadero. « La época de los ghettos ha sido superada», confirma Samuel Toledano.
Los 3.000 judíos de Madrid, los 4.000 de Barcelona, los de Sevilla, Valencia, Ceuta, Melilla, Málaga y Tenerife forman, como siempre lo han hecho, una piña. No están dispuestos a perder su identidad, pero rechazan las insinuaciones de los que cuestionan su españolidad. «En la vida pública y profesional somos iguales a los demás españoles; en la vida familiar y ritual somos distintos en cuanto vivimos unas tradiciones culturales e históricas e incluso un folklore propio.»
Unos ritos minuciosos, un folklore abrumador y a la vez apasionante. La religión judía apenas tiene dogmas, pero abunda en preceptos. Normas y preceptos que regulan cada gesto familiar, cada habitación de la casa.
Y, curiosamente, el temible poder judío empieza en la cocina. La mayor parte de las casas judías tienen cocinas con resistencia -importadas de Israel- o planchas con termostato: los sábados no se cocina y la comida debe hacerse el viernes, dejándola recalentarse sobre la placa hasta el día siguiente. Los sefardíes suelen hacer una especie de cocido o adafina que se va haciendo lentamente. La vajilla ha de ser abundante y específica: no se pueden utilizar los mismos platos y cubiertos en dos clases de alimentos distintos. No se puede mezclar en una misma comida carne y leche o derivados, ni se puede usar ropa confeccionada con hilo distinto a la tela, precepto que ya nadie puede cumplir a no ser que viva en Israel. Los sábados, por otra parte, no se puede encender la luz ni siquiera para ir al cuarto de baño y, teóricamente, tampoco se puede utilizar el coche. Pero, de hecho, los judíos que van a la sinagoga madrileña lo hacen en coche, aunque, eso sí, para guardar las apariencias, muchos aparcan su automóvil un poco más lejos.
Las normas dietéticas son igualmente complejas, pero gran parte de los judíos no las cumplen más que en las grandes fiestas. Los judíos sólo pueden tomar alimentos kasher, es decir, alimentos adecuados. A saber, carne de animales que rumian y tienen la pezuña hendida -se excluye el cerdo y también se excluye la sangre de cualquier animal-, algunos mariscos también están proscritos y los observantes también cumpien'con otros muchos preceptos increíblemente nimios. En Madrid hay una carnicería judías especializada en expedir la carne adecuada; no existen todavía, como en otros países, restaurantes y supermercados kasher, pero, en ocasiones, se puede comer en la sinagoga según las normas. En cuanto al vino, que según las reglas bíblicas debe ser bendecido desde las cepas, se ha llegado a un acuerdo con la empresa Valdepeñas, y una vez al año acude el rabino a las bodegas para bendecir una remesa especialmente destinada al uso de judíos.
Dos judíos, tres opiniones
No todos los judíos tienen en cuenta estos preceptos. Cada uno vive el judaísmo de una forma muy libre, «dos judíos, tres opiniones», dice el refrán. Para unos, los no religiosos, son costumbres folklóricas que viven por tradición, como viven el ritual de las fiestas de Pascua o como ponen en Navidad las estrellas de David. Para los judíos progresistas, son costumbres poéticas y familiares que los niños deben conocer y vivir, sin referencias a la trascendencia. Así, muchos consideran al ritual de la Pascua como una especie de psicodrama familiar en el que padres e hijos leen determinados pasajes bíblicos y representan escenas y papeles prefijados.
La familia es matriarcal y la madre es la transmisora del judaísmo a su hijo. Y para poder bautizar a un recién nacido su madre debe ser judía, hecho que exige en la práctica la conversión de la mujer no judía que se case con un judío religioso. Los matrimonios mixtos son extraños, al menos en España. «Yo no soy religiosa, pero sólo me casaría con un judío», asegura Ruth Aizenman, médica nefróloga. «Es muy difícil compartir en la familia tantas pequeñas cosas, tantos ritos vitales, si uno de los dos no se siente identificado», explica Elena Romero, licenciada en Semíticas y convertida al judaísmo en razón de su matrimonio.
Por el contrario, es poco frecuente que un hombre adulto se convierta al judaísmo por razones amorosas, sobre todo teniendo en cuenta que es necesario someterse a la circuncisión para ingresar. «Los matrimonios mixtos generalmente implican una pérdida de identidad para el judío, porque o bien se aleja de la comunidad o bien termina basculando hacia las vivencias del otro cónyuge», dice Samuel Toledano.
El divorcio está admitido, pero se desaconseja si no hay razones graves. «No, el divorcio judío no es un repudio de la mujer, como se hacía en nuestra historia primitiva. Entonces la mujer tenía cierta inferioridad respecto al hombre, como ocurría en el resto de las culturas circundantes. Pero ya en la Edad Media los judíos españoles reformamos ciertas normas, y en las leyes de Castilla se equipara a la mujer dentro del matrimonio», dice, Samuel Toledano.
Más información en páginas 2 y 31
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