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Reportaje:

Figueruelas: del huerto, a la cadena de producción

Hasta ahora ha venido siendo un pueblo pacífico y desconocido. Desde hace pocos días es un lugar que se ha hecho famoso porque dará cobijo a la planta de montaje de la General Motors en España. En poco menos de tres años, sus 678 habitantes se convertirán en 10.000. Algunos vecinos de Figueruelas miran prudentemente un futuro que puede acabar con su vida tranquila y monótona. Para otros (y especialmente para los que viven en zonas de la región castigadas por el paro), la instalación del gigante americano del automóvil es un motivo de esperanza. ha ido al encuentro de los habitantes de Figueruelas y cuenta sus impresiones en el siguiente reportaje.

«Pues, sí, verá ... Esto no sé si será malo o bueno ... Lo que sí sé es que cuando me siente a la puerta de casa, todos los días veré pasar a cien personas que no conozco de nada», dice un agricultor de Figueruelas, de edad madura.Para los habitantes de Figueruelas, la llegada de la General Motors (más conocida, por muchos de ellos, como la motor) no ha sido precisamente un alivio. «Sabíamos que aquí iban a montar algo, pero no una cosa tan grande.» Las trescientas hectáreas de Entrerríos, donde se instalará el gigante del automóvil, estaban pensadas para un polígono industrial que entraría en competencia con los otros polígonos de la provincia d Zaragoza. Ahora se sabe que el término municipal, que alberga a 678 habitantes, verá multiplicarse su población por quince en menos de tres años.

Distante sólo veinticinco kilómetros de la capital, Figueruelas tiene vida propia. No sólo no hay parados, sino que, cada día, más de un centenar de zaragozanos acude al pueblo para trabajar en sus fábricas de estructuras metálicas, su granja industrial, la cooperativa de piensos o la factoría de gomaespuma. «Aquí hay sólo cuatro o cinco parados, y todos ellos son gentes que trabajaban en Zaragoza, en la construcción, y han vuelto cuando se les han acabado sus tareas», dice Luis Navales García, 43 años, agricultor y alcalde de Figueruelas. «Aquí no hay pobres ni ricos», prosigue, «todos vivimos de nuestro trabajo en la huerta. Algunos, además, van todos los días a las fábricas y se ocupan de sus tierras los fines de semana.» «Aquí», concluye, «no hay ni tres obreros sin tierras, ni ningún agricultor que pueda vivir sin trabajar.»

Una historia tranquila

El Canal Imperial de Aragón riega las tierras de Figueruelas a través de un sofisticado sistema de acequias instalado por los árabes antes de su expulsión en el año 1119. El maíz crece lustroso, el nivel de equipamiento de sus habitantes es bastante alto (un coche cada cinco personas, un televisor en cada casa ... ) y millares de pájaros, gordos y de buena voz, compiten con sus cantos contra el murmullo constante de las acequias.

Desde la Reconquista hasta nuestros días no parece que hayan pasado muchas cosas en Figueruelas. « Se dice que el título del que estaba más orgulloso el padre de Eugenia de Montijo era del de señor de Figueruelas», dice el padre Eduardo Gil, hombre bueno y cincuentón, que es desde hace veintidós años párroco del pueblo y regenta una iglesia de estilo mudéjar aragonés, pobre, pero airosa.

La guerra civil no pasó casi por el pueblo. Sin combates, Figueruelas cayó pronto en el lado nacional. Sólo media decena de vecinos murieron en el conflicto mientras luchaban lejos de su pueblo.

En las calles de Figueruelas no hay carteles que recuerden las últimas elecciones. Sólo en el retrete de un bar se pueden detectar graffitis políticos, obra posiblemente de un visitante capitalino.

Luis Navales es alcalde desde pocos días después de la muerte de Franco. Como quiera que nadie deseaba presentarse a las últimas elecciones municipales, los habitantes del pueblo decidieron hacer una votación previa que decidiera la candidatura independiente, que, al ser la única, sería proclamada días después como ganadora.

Hasta la demografía es estable en Figueruelas. Mientras los pueblos vecinos han visto disminuir su población, aquí permanece casi inalterable desde hace varias décadas.

Nadie ha visto a los americanos

«Aquí, hasta ahora, hemos vivido tranquilos», resume un agricultor que pasea el día festivo por la plaza de la iglesia. Los habitantes de Figueruelas han aceptado con una punta de fatalismo la instalación de la fábrica de la General Motors. Algunos (sobre todo, la gente de mayor edad) temen perder la tranquilidad, el canto de los pájaros y su pequeño mundo, lleno de caras conocidas.

Figueruelas no es, ni mucho menos, la aldea berlanguiana de Bienvenido Mister Marsall. Al conocerse la noticia de la instalación de la factoría, nadie mostró grandes alegrías ni ninguno pareció pensar en rápidos proyecto para hacerse ricos. Sólo algún grupo de jóvenes estudia la posibilidad de montar un bar.

En los límites del término municipal, cercano a una autopista una autovía y un generoso curso de agua, se encuentran los terrenos en los que se instalará la fábrica. Hasta hace unos años eran tierras de secano a las que los agricultores de Figueruelas trataban de sacar un rendimiento siquiera mínimamente comparable al de su productiva huerta.

La relativa lejanía (unos pocos centenares de metros) del centro del vicio pueblo consuela a los vecinos de Figueruelas sobre su futura tranquilidad. Por el momento, en los márgenes de las trescientas hectáreas donde será instalada la fábrica no hay ningún cartel que indique su futuro destino. «Sólo sabemos lo que han dicho los periódicos. Hasta que la orden no salga en el Boletín Oficial... Nosotros no sabemos nada», dice Alejandro García, secretario del Ayuntamiento.

Hasta el momento, nadie ha visto a los americanos. Sólo se habla de algún helicóptero que ha sobrevolado varias veces el polígono industrial. Alguno (más atento, o quizá sólo más imaginativo) afirma haber visto descender junto a las tapias del cementerio y dejar en tierra «tres hombres rubios». La sensatez consustancial al pequeño propietario agrícola no da lugar a grandes leyendas.

El temor a perder su paz no hace abdicar a los habitantes de Figueruelas de cierto orgullo al pensar en que el dedo previsor de los americanos se ha parado, después de estudiar todas las posibilidades que ofrece el mapa de Europa, sobre su pequeño término municipal.

Alejandro García, secretario del Ayuntamiento, quien, junto al aguacil, completa la exigua nómina municipal, recibe todos los días la visita de habitantes de pueblos vecinos que van a indagar la posibilidad de colocarse en la fábrica de los americanos. La crisis económica ha afectado bastante a aquellos pueblos vecinos de la capital, cuyos habitantes habían venido de diversos lugares de Aragón para trabajar en la industria. Hasta la oficina de don Alejandro llegan las risas de los niños que reciben clases en una de las plantas del Ayuntamiento, que sirve de escuela. El despacho de don Alejandro (a quien esta sorpresa ha cogido casi en vísperas de la jubilación) está lleno de legajos, muebles viejos, destartalados, repintados y limpios, y sólo una calculadora eléctrica, una máquina de escribir, un calendario, un teléfono de manivela y la foto del Rey denuncian el siglo en que nos encontramos. Todos los días (una o varias veces) una mano forastera y tímida golpea la puerta. «Verá», comienza a hablar el visitante, «venía para informarme si hay trabajo en la fábrica de los americanos ... »

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