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Reportaje:

Más de doscientas viviendas se alquilan cada día en Madrid

A las ocho de la mañana Claudio García de Armiñán, de veintiocho años, natural de Avila, soltero, rellena uno de los impresos que el Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo entrega a los ciudadanos sin vivienda, y se dispone a comprar un periódico en cuya sección de anuncios se incluyen más de doscientas ofertas inmobiliarias. Actualmente Claudio García vive en lo que suele considerarse una pensión modesta: gracias a un favor especial de la mesonera ha conseguido compartir con un viejo abogado que prepara oposiciones la habitación inmediata a la cocina. Puesto que en la casa jamás funciona la calefacción y se siguen sirviendo las mismas raciones de pescadilla que en la época de los bombardeos de Madrid, la proximidad de los hornillos le asegura dos ventajas inapreciables: el calor y el olor.Sin embargo, Claudio García está decidido a alquilar un piso Para él, una casa administrada por uno mismo le parece un definitivo signo de emancipación: tres habitaciones, un salón-comedor, cocina y cuarto de baño son todo el pretexto que su novia necesita para formalizar las relaciones con él. Las cuentas son muy simples: un dormitorio para los dos, otro para algún huésped ocasional y el tercero para instalar un taller de aeromodelismo, que ha sido una antigua aspiración suya. Con un poco de suerte, Claudio habrá conseguido casarse después del verano.

"Diez mil pesetas, seminuevo"

Sobre lo que él llama un alquiler razonable tiene una idea muy clara: su sueldo de oficinista supone 45.000 pesetas, y está dispuesto «a desprenderse de una tercera parte de los haberes mensuales». Señala con el rotulador una oferta en la que se lee «seminuevo»; piensa « 15.000 y la cama», y luego sonríe por las resonancias eróticas del pensamiento. Apunta un número de teléfono, se encamina hacia la telefónica, y cinco minutos después consigue «ponerse al habla con la persona indicada».«Verá usted: llamo por lo del anuncio; querría conocer las características del piso, el precio y demás.» Aparentemente, su interlocutor no parece muy decidido al diálogo, a pesar de su presumible interés; podría decirse que es una persona más dada a los titubeos que a la palabra. «Bueno... Sería mejor que usted lo viera... Sí: está en el barrio del Pilar y quizá pudiera convenirle... Sí, sí: el alquiler son 17.000, pero yo creo que usted debería verlo. ¿Dentro de media hora? De acuerdo. La dirección es esta ... »

Cada día, más de cien interlocutores distintos responden a todos los esforzados que buscan piso en Madrid. Apenas ha colgado el teléfono, el interlocutor de Claudio García sale a la calle, pasa a un portal cercano al suyo, dice algo al oído del portero de la finca y se apresta a esperar. Es una de las tres o cuatro personas que controlan el alquiler de pisos libres en el barrio, como bien saben los vecinos que han comenzado a asociarse contra la especulación de alquileres; un individuo susurrante y cabizbajo que entiende por igual de necesidades y de subarriendos. Una especie de director espiritual con vocación mercantil. «Hola, buenos días: soy Claudio García, el que llamó por teléfono. »

En el barrio del Pilar, como en cualquier barrio-dormitorio, las tropelías urbanísticas no se agotan en los solares; una vez que las torres han sido concluidas, pasan a los interiores para convertir un piso en tres pisos y un local comercial en una vivienda para pobres, cuya sobremesa amenice a martillazos un zapatero remendón al otro lado de¡ tabique. Allí, los constructores cometen sus pecados íntimos, pequeños fraudes inmobiliarios de los que caen algunos céntimos en la cuenta corriente, como unas últimas gotas que hay que beberse en nombre de la ley. «¿Cuál es el piso?» Sólo se precisa la complicidad de los porteros, que saben antes que nadie cuándo va a quedar libre un chamizo. «El piso está aquí, en la planta baja; pase usted.»

«Oiga, ¿pero esto no es un local comercial?» La vivienda que se ofrece a Claudio García es el resultado de dividir un local comercial en dos partes. «¿Y ese ruido que se oye al otro lado del tabique?» El ruido lo hace, en efecto, el zapatero remendón, que ha subalquilado la otra mitad del piso. «Oiga, usted: esto, más que una habitación, parece una casita de perro. ¿Y cuánto decía que vale el alquiler?» «Son 17.000 pesetas por un mes anticipado, más 17.000 de fianza, más 17.000 que me llevo yo por haberle dado la pista: 5.000 para el portero y 12.000 para mí.» «Entonces son 51.000 pesetas. A propósito: si usted no es el dueño, ¿quién es usted?» «Ya se lo he dicho: el que le ha dado la pista.» Y Claudio García piensa que, cada día más, Madrid es una ciudad de pistards. Afortunadamente, dispone de una segunda solución: las agencias.

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"Céntrico: dos camas"

El buscador de pisos se entrega a las agencias poseído por un cierto aroma de seriedad, por una sugestión de confianza que emana de la palabra agente. «¿Es esta la agencia Balcanes?» La agencia Balcanes puede estar acondicionada en un sobreático de la glorieta de Bilbao, o en un interior de Cava Baja, o en un apartamento mono, astutamente dispuesto para dar una impresión de oficina. En Madrid hay agencias inmobiliarias desconchadas para enternecer al proletariado, agencias atendidas por secretarias bilingües para atender a huéspedes de Torrejón-Base y finas agencias decoradas con las flores del papel-pared para tentar a la clase media, esa que todavía cree en los milagros y en las corbatas. La agencia Balcanes, una de las más frecuentes, pertenece a este último tipo. «Me llamo Claudio García. Decía en el anuncio que ustedes ofrecen pisos por 15.000 pesetas al mes.»Como los hombres que dan la pista en el barrio del Pilar, las agencias consideran fundamental que el cliente haga-acto-de-presencia-en-nuestras-oficinas. Una vez allí, la ágil secretaria sugiere elegantes pisos terminados en caoba y en gres «por sólo 40.000 pesetas mensuales», y si el ciudadano medio parece estupefacto, le indica, con las inflexiones de una locutora de grandes almacenes, que «también los hay de 25.000: dos habitaciones, un saloncito y dos servicios». Naturalmente, Claudio García no se atreve a decir en voz alta lo que está pensando; es decir, que al hombre que se emancipa le sobra con un retrete. Y él mismo comienza a hablar como un pistard: «Bueno..., verá usted.... yo querría una cosa algo más económica. Digamos una cosa de 15.000 o así.» Pero las agencias tienen respuesta para todo: «¡Ah! Usted lo que quiere es un apartamento.»

A mil el metro cuadrado

A continuación, la agencia, que suele entenderse con porteros, con ojeadores de vecinos en tránsito y con otros convecinos que practican la virtud de observar, presenta un catálogo de apartamentos, que son al urbanismo lo que el alimento en píldoras es a los viajes espaciales. Los hay con televisor, aire acondicionado, teléfono, cama con amortiguadores, calor termostático, cocina francesa y lavabos rematados en alabastro. Se ofrece incluso un catálogo de vistas al exterior. «Los tenemos con vistas al agua, en Miralpantano; con vistas a la nieve, en Miralmonte, y con vistas a la puerta del Sol, en Miralcentro.» El misterio sobreviene cuando el cliente pregunta por la superficie habitable. «Pues verá usted: doce metros cuadrados.» «¿Doce? Querrá usted decir 120.» Quieren decir «doce». No obstante, ofrecen razonamientos irrefutables: «Son pequeños, pero funcionales. Todo lo que ocurre es que, si usted quiere ver la televisión, tiene que plegar la cama, si quiere acostarse, tiene que camuflar la cocina detrás de un panel, y si quiere pasar al lavabo, tiene que desplazar la mesa camilla hacia el biombo-celosía, decorado en auténtica laca de China.» Tienen además la inapelable ventaja del precio. «Son 15.000 de fianza, más 15.000 del mes en curso, más 15.000 para gastos de agencia, más 3.000 de compulsas burocráticas, derechos de exclusiva, etcétera. »Antes de renunciar a emanciparse y a formalizar sus relaciones prematrimoniales, Claudio García de Armiñán resiste la tentación de preguntar si en la casa de al lado no vivirá un zapatero.

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