Salvador Pániker
Se despega del hemisferio oriental de la familia y aparece, Salvador Pániker, en la vida cultural española, entre los cincuenta y sesenta, como un dandy cobrizo, marajá pasado por Oxford y vestido a la inglesa en una sastrería de las Ramblas de toda la vida.Eran los años en que aquí vivíamos atónitos entre dos booms, el catalán y el latinoché, más mesetarios que nunca, nosotros, más paletos imperiales que nunca, y si el paso de Terenci Moix por Oliver era como pasar una temporada en el infierno con un Rimbaud de la Barceloneta, el paso de Vargas Llosa por entre la ciudad y sus perros, podía llegar a ser, casi, como ver a Lautaro en traje de relámpago y con corbata.
Entre todos estos deslumbramientos antifranquistas (que por ahí iba la cosa más que nada), de pronto llegó un día este Salvador Pániker, sin ruido y sin furia, a conversar en Madrid, haciendo un libro de entrevistas que fue -hoy podemos decirlo- como ponerle la primera rueda al molino de la democracia.
Y así empecé yo a hacer el bachillerato Salvador Pániker, que ha sido uno de los más provechosos que he hecho en mi vida, incluido el laboral, nocturno y nacionalsindicalista de que nos habíamos beneficiado en su día todos los señoritos de escasos medios. Empecé a moverme entre los signos y las cosas de Salvador Pániker, presidido ese mundo de signos, cosas, diálogo y habas catalanas que es su casa de Pedralbes, por los ojos verdes y erráticos de Nuria Pompeia, burlona seguramente de la fe que yo tenía en Salvador, y burlona, sin duda de la fe que Salvador tenía en mí.
Las prosas, los artículos, las dubitaciones de Salvador Pániker me le hacen el más apasionante de los ensayistas desapasionados, pues lo suyo ha sido, como lo de Montaigne, convertir la duda en un nuevo género literario: el ensayo. Viene de la contracultura de Theodor Roszak y vuela leve, en el 77, sobre un escaño de UCD. Hombre de incertidumbre, de lúcida dubitación universal, se salva y diferencia porque todo el ensayismo tradicional está hecho con un pie en el pasado, en la erudición, en la Historia, y en cambio Salvador escribe con un pie siempre en el futuro, en la cibernética, en la informática.
El nos ha traído a Roszak, a Paul Goodman, a Norman Brown y el cuerpo del placer, él, Salvador Pániker, nos ha enseñado a tocamos más, o por lo menos a tocarnos mejor, y por eso, cuando escribe, en su prosa vienen diluidos Alan Watts y Castañeda, flores de loto y luces de peyote, porque Salvador Pániker, escritor, ingeniero y editor, es ese barcelonés hamletiano, con un sobredorado oriental y oscuro que nunca sabremos si le nace de dentro a fuera, como a los gurús, o le impregna de fuera adentro, como a los Budas de bazar.
Ahora publica La dificultad de ser español, y se publica a sí mismo, en un menester de edición casi unipersonal, en una menestralía intelectual que está entre la tradición artesana y catalana y el bastarse a sí mismo de los monjes hindúes de azafrán y tiempo. Este libro es como una autobiografía intelectual pública, la novela y evolución de una duda metódica antifranquista que él resuelve siempre, mejor que con respuestas retóricas madrileño-castelarinas, con la noticia científica de última hora.
Salvador quiso hace mucho editar un libro mío, como en un pacto de sangre de imprenta, y yo no se lo he dado hasta que no he tenido un libro que -malo o bueno- me ha parecido digno de Salvador Pániker, un relato que nace y muere en la ambigüedad, como sus ensayos se encienden y apagan en la duda. Un libro suficientemente confuso como para que él lo vea claro. Todos, un día, nos matriculamos de contraculturales con Salvador Pániker, y con él, con su actual libro, me he licenciado yo ahora en dudas, en peyotes, en karma-yoga, en Norman Brown, transparencia social, flores de loto y, sobre, en esa vieja botánica a la que hay que volver para salvarse: el humanismo.
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