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Viansson-Ponté, la muerte de un periodista

No sin emoción me entero de la muerte de Pierre Viansson-Ponté. Fundador, con Jean-Jacques Servan-Schreiber y Francoise Giroud de L'Express, y redactor jefe desde su primer número hasta 1958; jefe del servicio político, consejero y editorialista después en Le Monde, donde cada sábado escribía la crónica Al hilo de la semana, Viansson-Ponté era uno de los grandes periodistas en un país en el que el periodismo posee plumas de enorme altura. Hombre tímido y generoso, analista bien informado y lúcido, proclamaba sus convicciones sin gritos, sin necesidad de lanzarse a matar moros en cruzada alguna, pero con firmeza y hasta con indignación muchas veces. De sus escritos, dijo él mismo que eran «parciales, a menudo injustos, a veces apasionados, pero siempre sinceros y de buena fe».Un periodista es un escritor que escribe en los periódicos. Quiero decir que no existe una frontera que separe el oficio de escritor de libros de aquel que ejerce quien, tal vez con más riesgo y apresuramiento, llena las páginas de los diarios y revistas, aunque algunos pedantuelos autores de soporíferos libros miren por encima del hombro al periodista, como si éste practicara un género menor. Autor además de diez o doce volúmenes, en gran parte dedicados al gaullismo, del que fue un especialista y un historiador -sobre todo con sus dos tomos de la Historia de la república gaullista-, Viansson-Ponté sabía también mostrar las uñas a los políticos, aunque su generosidad le impidiera arañarles profundamente. Su Carta abierta a los hombres políticos no tiene desperdicio. En un esbozo rápido nos muestra a un De Gaulle en Colombey agriado, destemplado en su agotadora espera del Poder, pues, si el Poder gasta, la impaciente espera del Poder encocora y destroza más aún. El general, desasosegado, mortifica a uno de sus fieles espetándole un desagradable «me han dicho que bebe usted mucho». Y el otro, señalando su copa vacía, responde: «En todo caso, no en su casa, mi general».Se acabó el piano

Nos conduce luego P. V. P. a la casa de Giscard, niño de doce años de edad, con tales condiciones para la música que su profesor de piano le pide a su padre que no contraríe la vocación de su hijo, pues será un virtuoso excepcional. Aquella misma noche M. Giscard cerraba con doble llave el piano de cola del salón -nos cuenta P. V. P.-, metía la llave en su bolsillo y explicaba a su hijo que no podía desviarse de los proyectos que se habían trazado para él. Y se acabó el piano.

El cronista no puede dejar de hablarnos también de la misteriosa estancia en Alemania de Georges Marchais, secretario general del Partido Comunista francés, trabajando para los nazis durante la ocupación. ¿Recordaría Marchais los versos de un poeta comunista, Louis Aragon: «Ne Ven va pas chez I'ennemi / Ne Ven va pas, c'est felonie / Ne Ven va pas, prends ton fusil»?

Se dirige más tarde P. V. P. a Michel Rocard, y después de recordarle que un inspector de Finanzas como él, «sea de derechas o de izquierdas», forma parte del establishment, le pregunta: «¿No está usted a veces molesto consigo mismo al morder la mano que le alimenta, aunque le alimente mal?»Nada complacienteNo es el autor de estas cartas muy complaciente con los políticos que envían o hacen llegar a los pe riódicos sus biografías. «Uno nos pide, en la campaña electoral, que votemos por él, pues su mujer es discreta, bien educada y se viste elegantemente, por lo que, nos dicen, nos representaría muy dignamente. En cuanto a sus hijos, todos son inteligentes, deportivos, decididos, pero también modernos. Miradlos bien a estos queridos pequeños, están retratados por todas partes: son igualitos a su papá. Otro nos alaba los talentos variados de su esposa: buena cocinera, madre excelente, y, sobre todo, de una gran virtud, insisten plúmbeamente.» Estas páginas en que el autor fustiga los ridículos a los que se llega en las campañas electorales son memorables. Llegará un día, asegura P. V. P., en el que los rivales no se contentarán con llevar a la palestra padres, mujer, hijos, hermanos, hermanas y primos, sino que intentarán infligir al público las pruebas de su buena salud y hasta de su virilidad.

Tampoco con Jacques Chirac tiene demasiados miramientos y le echa en cara que explicara que un viejo de Texas le colocó como chófer y el dueño de una tasca lo empleó después para lavar la vajilla y servir las comidas. «Seguramente fueron nada más que ocho o diez días -afirma P. V. P.-, pero ¡qué gran servicio le han prestado a usted esos platos sucios que son ya su blasón, su coartada popular que no podemos evitar en las hagiografías que le dedicarán en lo sucesivo! »

El político no tiene demasiado amor a los periodistas políticos. Desconfía de él, pero le habla, le explica indiscreciones por el gusto de hablar y de escucharse; y también, en los más necios, por la autocomplacencia de leerse en los papeles. Pero luego se irrita al ver publicadas las indiscreciones que le arrancaron: la letra impresa es escandalosa. Piensa que han abusado de su buena fe, pues él hablaba off the record. Y se pone a odiar con todas sus fuerzas al periodista. ¿,De dónde le viene tanto poder a ese personaje? Nadie le ha elegido, como a él, democráticamente, se dice; y se pregunta con rencor quién pagará a este siniestro sujeto para hundirle a él políticamente.

Siempre hay malintencionados cretinos para pretender que la finalidad de la política o del periodismo, y el único motor de políticos y periodistas, es llenarse los bolsillos. Y también siempre hay tontos para creerlo. P. V. P. sabía todo esto y muchas cosas más, e incluso varias veces escribió algo parecido sobre el tema. Podía haber hecho suya aquella hermosa frase de Camus: « El estadio lleno de sol un día de un gran partido, los bastidores del teatro una noche de ensayo general y la imprenta de un diario al cierre de la edición son los tres únicos lugares en el mundo donde yo me siento inocente.»Escrito con pasión

La lectura del último libro de P. V. P., Changer la mort, añade una sobredosis de emoción a su muerte. Sabiéndose condenado por el cáncer, decide escribir, conjuntamente con el doctor Schwartzenberg, que le cuida, un libro que se compondrá de seis capítulos, dividido cada uno de ellos en dos partes. En la primera, el médico cuenta lo que ve: la enfermedad, el sufrimiento, la muerte. En la segunda, el periodista mira al médico y a los enfermos, los espía, anota cómo reaccionan, si quieren decir la verdad o disimularla, y los otros conocerla o prefieren ignorarla; su actitud ante la muerte, el derecho a morir con dignidad y a no seguir vegetativamente, como una planta, cuando el encefalograma no traza ya más que líneas rectas.

Escrito con pasión, comprometiéndose a cada rato, los autores nos callan, púdicamente, que se trata de una historia personal y privada, de esa historia de amor que hay -que debe haber- entre médico y enfermo. Algunas páginas son desgarradoras y dificiles de soportar para aquellos espíritus hipersensibles que no saben encararse con la muerte y mirarla sencillamente como lo que es: un gran fracaso.

,El hombre, el hombre solo, ese ser hecho de carne y de sentimiento, tiene que ser el único objeto de la medicina y cada enfermo que se va es una derrota para el médico. Al final de la vida, el último listón lo tenemos que saltar solos. Nada más conozco una excepción: en un campo de concentración alemán, en Ravensbruck, unas monjitas francesas acompañaron hasta el final, hasta la muerte por asfixia en una cámara de gas, a unas mujeres judías a las que intentaban consolar y tranquilizar.

Con la pluma en la mano

Con una gran lucidez P. V. P. fue, durante los últimos cinco meses de su terrible enfermedad, pasados en la cama, midiendo los calmantes que se administraba para. poder seguir escribiendo sus cronicas sin perder ni un ápice de su clarividencia. No me resisto a afirmar que hubo en su muerte algo de eso que se llama heroísmo. Murió con la pluma en la mano, que es, al fin y al cabo, para un escritor lo mismo que morir en la plaza para un torero; es decir, una manera hermosa y digna de morir. Los muertos no mueren del todo si existen en nuestro recuerdo y, si les queremos, van envejeciendo con y al mismo tiempo que nosotros. Yo voy a recordar siempre a un P. V. P. sencillo, modesto, inteligente, que creía en ciertos valores muy en desuso como son el, honor, la patria y la decencia; que amaba la justicia y la libertad; que disfrutaba dándose a los demás y que llegó a ser un conejillo de indias de sí mismo.

« Para los pequeños hombres, un mausoleo», había escrito De Gaulle. «Para los grandes hombres, solamente una piedra con un nombre». No me gusta hacer hablar a los muertos, pues mientras el vivo se come el bollo, el muerto se pudre en el hoyo. Pero pienso que a ese hombre grande y pudoroso le habría gustado que en su lápida pudiera leerse únicamente: «Pierre Viansson-Ponté. Periodista.»

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