La pobreza y su amargura
«Siempre habrá pobres entre vosotros ...» Estas palabras del Cristo habrán merecido, sin duda, muchas y muy diversas interpretaciones de los exegetas: una de ellas sería, por ejemplo, tomarlas al pie de la letra, con todo el pesimismo social que ello comporta. Cuando las veo citadas nunca sé evitar el recuerdo de cierto aforismo orsiano que, al aceptarlas en su plena obviedad, les añadía un malicioso consejo. Más o menos, don Eugenio venía a decir: «Siempre habrá pobres entre vosotros. Procurad que no sean siempre los mismos.» Y no está nada mal la coletilla: desde el punto de vista del señor D'Ors, se entiende. Como cualquier buen «conservador», el filósofo del Noucentisme temía a los pobres. Porque un pobre, unos pobres largamente mortificados por su condición, a la corta o a la larga, resultan «peligrosos». Por algo los ricos inventaron la virtud de la beneficencia. Los clérigos serviciales hicieron más: la elevaron al rango de virtud «teologal » bajo el nombre de caridad, en su variante limosnera. Eugenlo d'Ors, convencido -y con razón- de que eso de la «sociedad de clases» va para siglos, recomendaba esta útil prudencia a los sectores dominantes. No cambiar de ricos: sencillamente, cambiar de pobres. De vez en cuando.Desde el principio me estoy refiriendo a los pobres-pobres: a los condenados a la miseria. Bien mirado, entre el «pobre» y el «rico» nociones premarxianas, todavía válidas- existe una gama de situaciones económicas individuales que complican la cosa. Las llamadas «clases medias», en general, ni son ricas ni son pobres. Un fragmento del proletariado, mucha gente asalariada, con cuello blanco o sin él, no son ricos, desde luego, pero tampoco pobres, en la acepción dramática del vocablo. El neocapitalismo -hoy se suele evitar esta etiqueta: ¿por qué?- ha constituido de hecho una gran operación para reducir la pobreza: la mayor que registra la historia de la humanidad, probablemente. Y no por impulsos generosos. Ni siquiera por miedo. El neocapitalismo, para funcionar con una relativa comodidad rentable, necesita «clientes», compradores, y los pobres-pobres poco pueden comprar. Los negocios marcharán mejor, o al menos bien, si el mercado es suave y, a ser factible, enérgico. Que nadie se llame a engaño: en ese continuo tira y afloja de patronos y obreros, con huelgas y lock-outs, y marlifestaciones y represiones, no deja de haber un punto de teatralidad: por debajo fluye el sobreentendido de que todo confluye en la tienda.
Si las muchedumbres subalternas carecen de «poder adquisitivo», los empresarios habrán de cerrar sus fábricas y sus comercios. Ambas partes están interesadas en que siga el juego, aunque parezca que se peleen a ratos o incluso que se peleen de veras. En las áreas neocapitalistas, por supuesto, hay cada día menos pobres-pobres. Perduran los inexcusables. Son los «marginados»: la mayoría, involuntarios; otros, por vocación. Hablan de «bolsas de pobreza» sin esperanza de remediarlas. Son ghettos urbanos o rurales que, por motivos complejos, no han logrado insertarse en el ritmo «del consurno», aunque no por falta de ganas. O bien, y esto es atípico, grupos que «renuncian». Si hemos de ser serios, no podemos meterlos a todos en el mismo saco. Siempre, a lo largo de la historia, hubo unos fulanos que optaron por huir: huir al yermo, como los santos padres primitivos, o huir a una trapa, a una cartuja. Hoy, las vocaciones van -siendo similares- por otro lado: comunas, desguaces playeros con porro o alcohol, tristísimas orgías de veinticuatro horas. Son los «marginados» voluntarios. Quedan los otros: los pobres-pobres, y los ancianos, y los minusválidos, y los borrachos viscerales, y los residuos bochornosos, puro detrito, de la «sociedad» viviente.
Se trata de verdaderos ghettos. A otro nivel, el internacional, el problema es paralelo. Hay países del Tercer Mundo -otro título que pasó de moda- cuyo destino es la explotación drástica por las multinacionales. Los jeques y los morabitos del petróleo son es pecíficamente capitalistas, por mucha salsa coránica que le echen a sus trucos. Pero los demás... Los economistas suelen asegurar que, de cara al futuro, allá donde hay «pobreza», habrá más pobreza, y donde alguna riqueza emerge habrá más riqueza. Los «desequilibrios» espaciales continuarán. Y no habrá forma de remediarlos. Eso llevará a un desplazamiento migratorio permanente. Y sugerirá la reacción xenófoba. El «inmigrante» es la víctima: de los ricos de su país de nacimiento, que le expulsan, y de los ricos del país donde acuden, que le someten a jornales bajos. Ya podrían hablar de ello los «españolitos» que hicieron la aventura de Europa. De la cual, por lo demás, no siempre han salido -si salen- descontentos. El pobre-pobre cambia de patria sin demasiada dificultad. El error de Marx era que él se refería al «proletariado», cuando el fenómeno tangible y clásico es el del «lumpen». Y otro detalle imprevisible para don Carlos: ese «neo-lumpen» de extracción burguesa que son los chicos con título académico, o que estudian -es un decir- para conseguirlo, y que se ven abocados al paro endémico. Ellos no son pobres-pobres, y todavía consiguen céntimos para su bocata y su cubata. Es el «pseudo-lumpen» variopinto emanado de la burguesía o de la mieroburguesía.
De todos modos, el pobre, insisto, es «peligroso». Cuando el hambre aprieta, es lógico que se exalten los ánimos: ahora ponen petarditos en las sucursales de bancos, o exhiben pancartas insolentes; antes quemaban iglesias y registros de la propiedad. Y había difuntos de por medio. Las expectativas del pobre-pobre son limitadas. Nunca los pobres-pobres emprendieron una verdadera «revolución». Han sido peones de tal o cual intento de revolución, pero ellos no eran los auténticos revolucionarios. Lo eran los otros: Robespierre o Lenin, unos doctos pequeñoburgueses que, si pasaron la angustia del pobre, no asumían su entidad. La entidad del pobre. Cuando los pobres, hartos de aguantar, se rebelan, no hacen ninguna «revolución». Nunca la hicieron. Se limitaron a la «revuelta», índefectiblem ente sofocada por las fuerzas del orden. Robespierre y Lenin, si vale esta rápida y apretada mención histórica, fueron -y ellos no eran pobres- más revolucionarios que los pobres. Y ni el uno ni el otro se preocuparon inicialmente por el pobre-pobre. Sus planteamientos fueron más «abstractos». Fueron «la revolución». Pero los pobres no hacen revoluciones: se amotinan, matan curas o empresarios, invaden o se incautan de sus locales de trabajo, y cosas así. Y acaban fusilados, en la cárcel o en el reconcomio de la derrota. Un pobre no tiene nada que hacer.
No quiero seguir en mis deducciones. Dejo el tema a los sociólogos, que suelen ser unos tipos imaginativos e inocentes. Dentro del timo que son «las ciencias sociales», que no tienen nada de «ciencias», el ramo de la Sociología sigue siendo un deri vado de un espasmo «ideológico». Pero pueden aportar al debate las clarividencias de su perplejidad. ¿Los «pobres»? Son muchos, y, a la vez, pocos. El neocapitalismo los ha machacado, y los ha absorbido, en la medida en que eso era un rasgo lucrativo... Y cuando los que entonan La Internacional profieren aquello de «Arriba los pobres del mundo...», uno piensa que los vociferantes, los cantores, casi siempre disponen de un cochecito, de un pisito en propiedad -privada-, de unos electro domésticos afables. Si no todos, la mayoría. O muchos. Los pobres-pobres, «los parias de la tierra», «los esclavos sin pan», no cuentan. No votan. Y si votasen, ¿por qué votar a Carrillo? ¿Votarían la siniestra trampa social demócrata de González? ¿A los demenciales troskos, si es que aún queda algún trosko? ¿A ... ? Los pobres-pobres se encogen de hombros. Y piensan: «¡ De ellos es el mundo!» «De ellos es el mundo» es el título de una comedieta de don José María Pemán en los años cuarenta. Pues eso...
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