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Chantaje cultural

A la derecha no me refiero porque no tiene puñetera obligación de hacer cultura, desde el momento en que se considera la cultura propiamente dicha: su más eficaz tropo, como se sabe, consiste en identificarse con los mayúsculos principios de la humanidad, para que confundamos la civilización con el capitalismo, la libertad con el mercado, lo natural con los spots de la naturalidad, la lógica con el consumo y el determinismo con el adversario. ¿Para qué diablos querrá la derecha un Ministerio de Cultura, ahora que lo pienso?Escribo del lamentable concepto de cultura que manejan los partidos de izquierda, únicamente ocupados en utilizar las tradicionales expresividades para colar de refilón sus propagandas y dogmas. Todavía seguimos con los viejos trucos de la resistencia, fingiendo actividades culturales para vender mercancías políticas, acogiéndonos a las manifestaciones más inocentes de nuestro pobre individualismo creador, para conjurar nuestro frustrado socialismo transformador. Sabíamos que la política ya no estaba en la política, pero asombra que la izquierda organizada tenga una idea tan escasamente favorecedora de su principal actividad como para territorializarla en los actos culturales y no en los barrios, en las fábricas, en la calle, en la extravagancia, en la juventud o en las periferias. Mal tienen que andar los asuntos de la oposición cuando el lenguaje transitivo por excelencia intenta exhibirse a través de las intransitividades culturales.

Cierto que en los programas, en los congresos y en las ponencias de la izquierda se habla bastante de cultura, pero nunca sabes a qué se están refiriendo con tales invocaciones rituales: si a un sentido antropológico amplio, que opone cultura a naturaleza y, al final, ambos vocablos se embarullan con todo lo que es humano; si a lo que está provisto de sentido, vale decir, al lenguaje, en su nada nueva analogía con las artes filosóficas; si a la conocida dualidad etnográfica que enfrenta lo tecnológico a las creencias, normas, ideologías, valores y modelos de comportamiento; si a esa residualidad desesperante incapaz de ser asimilada por las disciplinas económicas, sociológicas, psicológicas, demográficas, urbanísticas o jurídicas que responde a los tremendos nombres de «personalidad», «tradiciones», «idiosincrasia» o «folklorismo»; en fin, si, como temo, al concreto discurso artístico-literario, tal cual se entiende en los ateneos, clubs y casinos de provincias, o se entendía en la época del SEU.

Por flojera mental, cansancio histórico, despiste estratégico o empanada saducea, el caso es que nuestra izquierda circula por la democracia agarrada a una concepción encantadoramente idealista de la cultura; repartiendo bendiciones o anatemas según la más burda teoría del reflejo social: sólo las producciones literario-artísticas que devuelven el color del carnet merecen el nihil obstat y al revés de como te lo cuento.

Hablan de reflejar el contexto, pero únicamente admiten una codificada iconografía del mismo, a imagen y semejanza de las siglas. Y lo que es más desesperante: no quieren escuchar que ese mismo contexto también puede ser objeto de operaciones especulares de mayor envergadura, que además de reflejarlo parcialmente es posible recrearlo, criticarlo, suspenderlo, traicionarlo o pervertirlo sin que la vulgata lukacsiana se resienta.

Aquí están con quince años de retraso, unas polémicas en las que ni siquiera se discute de sociología literaria o cinematográfica, pues todo es cuestión de ideología monda y lironda, y aquí siguen los funcionarios de una pretendida cultura de izquierda ejerciendo espontáneamente una absurda labor de censura o de chantaje porque en el colmo del idealismo prefieren una mediocre cultura militante a una brillante militancia cultural. Tienen delante de las narices el modelo italiano, pero sólo parecen mirar hacia el portugués.

Tendremos Ministerio de Cultura para rato y no porque la derecha lo necesite demasiado, sino porque la izquierda lo desea mientras siga aferrada a la teoría del reflejo del carnet.

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