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¿Alternativa cultural?

El desencanto está a la orden del día. En el plano cultural -como en el político, social, económico, etcétera-, una atmósfera de pesimismo y desaliento ha reemplazado poco a poco el clima estimulante de fervor que caracterizó la primera fase del posfranquismo. Ciertamente, ello resultaba previsible desde el comienzo, tanto cuanto la altura de las expectativas no correspondía, ni mucho menos, con el techo bajísimo de las realidades. Imaginar que la liquidación de la dictadura iba a desencadenar un proceso de desarrollo cultural como el que se operó en el quinquenio de la Segunda República era hacer tabla rasa de los límites de la actual situación y, sobre todo, de su vicio de origen: olvidar que el dictador había muerto en la cama, que las libertades de que hoy disfrutamos no han sido el fruto de una victoria popular, si no de una inteligente decisión otorgada desde arriba. Esta triste verdad, a la que los diferentes partidos de oposición han tenido que acomodarse a su estilo y manera -con celeridad y pragmatismo el PCE, a regañadientes pro forma el PSOE-, implicaba la dura necesidad de pagar el precio de una legalización concedida por decreto y sin que hubiese cambiado un ápice la correlación de fuerzas: aceptar que los promotores de la operación democrática fueran, mutato nomine, los mismos núcleos políticos y grupos de presión que habían medrado a la sombra del régimen anterior. A este olmo de libertad no gestada -libertad de probeta- se le pedían unas peras que, lógicamente, no podía producir. La terca realidad de los hechos seha encargado de disipar en seguida las ilusiones que muchos abrigaban.Aun prescindiendo de este contexto castrador, quienes pensaban que bastaría con suprimir la censura para que brotaran de inmediato cien flores espléndidas pecaban del mismo optimismo ingenuo en que incurría Cadalso cuando afirmaba respecto a los escritores de su tiempo que «por un pliego que han publicado, han guardado noventa y nueve». El fenómeno de toda eclosión literaria obedece en realidad a procesos de elaboración lentísimos, en los que los vaivenes y azares de la política inciden sólo indirectamente y, a menudo, a contra tiempo. El mecanicismo de la teoría de la superestructura es una simple leyenda piadosa cuya verosimilitud se ve continua mente desmentida por los he chos. Así, atribuir el extraordinario florecimiento de la literatura rusa de los años veinte al breve período de libertad posrevolucionaria es ignorar que dicha explosión se estaba incubando durante el zarismo, bajo el que publicaron sus obras no sólo Jlebnikov, Andrei Biely y Yessenin, si no también Pasternak, Maya kovsky y Ajmátova. Lo mismo puede decirse de la revolución cubana y su primera fase permi siva del 59 y comienzos de la si guiente década: autores como Guillén, Carpentier, Cintio Vitier, etcétera, habían escrito su obra más significativa con anterioridad a ella, y el mayor acontecimiento literario posterior -la publicación de Paradiso en 1965- se hizo ya a contrapelo de la línea revolucionaria oficial. A mayor abundamiento, recorda remos que el movimiento literario y filosófico de la Enciclopedia nació durante la monarquia absoluta de Luis XV y Luis XVI, y no en el decenio de la Revolución francesa -en el que la única obra de indiscutible valor, la de Sade, se debe a la pluma de un marginal y proscrito-, y sería ocioso men cionar que la generación de poe tas que dominó el panorama cul tural de la República surgió en el período de Primo de Rivera y ha sido identificada incluso por nuestros entomólogos literarios como «generación de la Dicta dura».

Por otra parte, cuando Gunther Grass comparaba la actual situación literaria española con la alemana de 1945, se equivocaba también le medio a medio. Mientras en esta última se trataba de un caso evidente de ruptura entre la obra de los exiliados antinazis y las nuevas generaciones criadas bajo el hitlerismo -ruptura que sí se consumó en España durante los cuarenta-, el proceso de recuperación, aunque tardío y plagado de insuficiencias y errores, se había iniciado entre nosotros quince años antes de la muerte del dictador. Dicho proceso se llevó a cabo en condiciones adversas -aun suavizada, la censura ocasionaba sus habituales estragos- y sus frutos han sido y siguen siendo muy parcos, pero España se había incorporado ya en 1975 a la corriente que sacudía las letras hispánicas, cuyos polos de atracción se situaban en La Habana, México, Buenos Aires y Lima. La desaparición de Franco ha modificado favorablemente el contexto m el que se inserta el esfuerzo renovador; con todo, éste no ha respondido todavía, como los optimistas e impacientes suponían, al cambio ambiental de la democracia. Ni la poesía, ni la novela, ni el teatro, ni el ensayo son géneros de improvisación fácil, cuya existencia dependa de una evolución política, social o económica: ahí está el caso de algunos países nórdicos que aunque dotados de libertad centenaria y un producto nacional bruto envidiable, ofrecen, en cambio, una literatura de escasísimo interés.

La verdad es que ni aun los Gobiernos sinceramente democráticos cuentan entre sus facultades la de influir decisivamente en la creación de las formas superiores de la cultura. El arte y la literatura libres se desenvuelven y han desenvuelto siempre independientemente de ellos (por sus características económico-sociales, tanto el teatro como el cine constituyen, como es obvio, un caso aparte). Pueden contribuir, sí, a la formación de un clima propicio a los mismos. protegiendo su libertad y asegurando las bases educativas y sociales en que se asientan. Ello requiere, claro está, un respeto por la labor desinteresada y solitaria del artista, pensador o escritor que tradicionalmente no existe entre nosotros. Creer, no fuese más que un instante, que las mismas personas que hace cinco años contribuían a asfixiar nuestra cultura, podían transformarse de la noche a la mañana en sus entusiastas promotores habría sido absurdo de toda absurdidad. La cultura no se crea organizando congresos de escritores, banqueteando a celebridades extranjeras o distribuyendo sus tanciosas prebendas a presuntos «organizadores». Digámoslo bien claro: el equipo dirigente de UCD no está intelectual ni moralmente capacitado para promover desarrollo cultural alguno. Propicie, si puede, proyectos educativos generales -la difusión y exportación del libro español, la reforma y generalización de la enseñanza secundaria, la creación de bibliotecas y centros de lectura, etcétera- y absténgase de todo lo demás. Ni la burocracia literaria tiene nada que ver con la literatura ni el amparo concedido a un puñado deescritores implica necesariamente la aparición de grandes libros. No estoy hablando aquí de los problemas de intendencia a los que se enfrenta en España quien, de modo temerario, decide vivir de su pluma, sino de algo mucho más sutil y complejo: la invención de nuevas relaciones entre el escritor o artista y la sociedad, relaciones que le permitan vivir y trabajar sin tener que someterse a la censura dictada por la ideología e intereses de la burocracia o las leyes implacables del mercádo capitalista. Fomentar la formación de una casta intelectual subvencionada por el Estado es la manera más segura de conseguir -como nos muestra el ejemplo de lo ocurrido en la URSS- el sometimiento y extinción a corto plazo del arte, el pensamiento y la literatura.

Si los planteamientos culturales de UCD son nulos, los de la Oposición no se distinguen tampoco por su rigor o agudeza. Si exceptuamos unas cuantas reivindicaciones básicas cuya competencia y satisfacción corresponderían más bien a un Ministerio de Educación o Patronato de Bellas Artes que al hasta hoy inútil Ministerio de Cultura, sus propuestas de una hipotética alternativa cultural son uniformemente vagas, pedestres y oportunistas. Todos los partidos -con la notable excepción del movimiento ácrata- dicen -y omiten- lo mismo. Cuando hace poco más de dos años la revista madrileña Ozono interrogó a los líderes de la izquierda tocante al problema, sus opiniones y programas eran perfectamente intercambiables de puro anodinos. Si en algo destacaban era en virtud de una sorprendente combinación de cualidades a primera vista antitéticas: superficialidad y ligereza del pensamiento y plúmbea gravedad del estilo.

La elaboración de una auténtica alternativa cultural exigiría un esfuerzo de generosidad, lucidez e imaginación que no está, por ahora, al alcance de nuestra izquierda. Esperando el momento en que aquél será posible, la labor filosófica, literaria y artística seguirá desenvolviéndose en la España democrática como en la de los últimos tiempos del franquismo, enteramente al margen no sólo de las iniciativas oficiales, sino también de la burocracia y aparatos de los partidos. El culto aberrante al «progreso», el desarrollismo a ultranza, la religión industrial y el consumismo impregnan tanto los programas del Gobierno como los de la Oposición: si diferencias hay, son únicamente de énfasis y matiz. Para quienes juzgamos dicha perspectiva fundamentalmente funesta, la alternativa cultural se identifica hoy con el reto ineludible, la exigencia imperiosa, de un cambio de rumbo: la invención de otro -más armonioso y justo- modelo de sociedad.

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