Las gafas de Woody Allen
Habrá que decir algo de Woody antes de que sea demasiado tarde, demasiado tópico. Hablamos ya de Manhattan con el mismo desparpajo que hace unos meses de Superman, aparentando el consumo del producto, ganándole la carrera al acontecimiento peliculero de la temporada, interpretando con familiaridad pasmosa las causas del desconocido efecto, matando la incertidumbre, representando imaginariamente lo imaginario, inventando la gozosa o abominable diferencia. No supo Machado que su genial diagnóstico sobre la idiotez del patio nacional iba a planetizarse tan vertiginosamente: estamos de vuelta antes de haber ido a ninguna parte. El discurso-rollo de nuestra sociedad ya no está fundado en el sentido, en lo que un día dimos en llamar realidad, y así la vivimos y así nos fue, en la verosimilitud, en la producción, en la cosa, sino en el simulacro de la cosa. Es la era irremediable de la liquidación de los referentes. Liquidación por derribo, no por fin de temporada.Es sensación inexcusable que analiza y asume con brillantez parisiense el señor Baudrillard cuando asegura que la gran revolución de nuestro tiempo consiste en la suplantación de lo real por los signos de lo real. Hemos pasado en un santiamén de una sociedad del disimulo a una sociedad del simulacro, que lo primero es fingir no tener lo que se tiene y lo segundo es fingir tener lo que no se tiene. Teníamos oculta la aberración histórica y no tenemos ahora medio Woody Allen que llevarnos al huerto.
Se estrena fervorosamente en New York la última película de este encantador modelo disfrazado de judío del ser y del estar contemporáneo que nos ha enseñado a ensayar una nueva mirada divertidamente disimuladora sobre los miserables restos de la tercera revolución industrial, y ya andamos por esta colonia de vuelta y a vueltas con ese, por lo visto, romántico Manhattan en blanco y negro que Woddy recorre desesperadamente cogido de las manos traidoras de Diane Keaton.
Lo peor de todo, con todo, son los ecos reduccionistas que ya resuenan desde la lejanía del estreno madrileño. Como si los estuviera oyendo. Los yanquis nos envían a Woody Allen para. neutralizar los groseros efectos de Superman. El vulnerable judío de Manhattan contra el inexpugnable héroe de Kripton. La pobretona y consoladora industria del Everyman como anverso del superhombre hollywoodense. Compre Pepsi. Allen para afirmar, por las dialécticas leyes del mercado neocapitalista, la hegemonía de la Coca-Kent. Dicotomías, binomios horrorosos, dualidades, pares parejas, helados binarios de nata y fresa.
Admito mi colaboracionismo en esta farsa. La noticia de la salida de Manhattan, sin embargo, solamente la comento aquí por estrictas razones de cotilleo del corazón. Me interesa muchísimo saber en qué fase está el tormentoso idilio entre Woody Allen y Diane Keaton después de aquella espléndida y planetaria declaración amorosa que se tituló Anne Hall, cuya única respuesta fue un puñado de Oscars.
Estamos en plena cultura del simulacro, vale, pero Woody es de los pocos que no transitan por este jesuitismo de masas, que cuando organiza sus manhattianas historias es para intentar corregir su propia historia americana. Quiero decir, para intentar ligar de nuevo con la Keaton, que se le fue un día a California en busca del sol y del aplauso y después apareció en Interiores pálida y neurótica. Y ni por esas se entera la tipa de lo que le está diciendo el hombrecillo de Manhattan con estos mensajes peliculeros que ella, encima, tiene la desfachatez de interpretar para seguir siendo estúpidamente famosa y famosamente estúpida. La película última clausura una casi historia de amor con la que medio mundo está identificado. Definitivamente, la Keaton, haciendo de periodista desequilibrada, se va con Clark Kent, que anda por ahí haciendo de Warren Beatty. No es un mal final, de todas las maneras. Woody conserva su mirada y por detrás de las gafas demuestra que en medio de tanta simulación todavía es posible disimular, muchacho.
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