Púrpuras y collares
Con el triunfo de UCI) en votos, como anunció nuestra clarividente TVE, terminaron las municipales, y con la elección de 1.800 alcaldes de izquierdas al frente de municipios, que engloban a más del 70% de la población española, la cosa empieza a ponerse en marcha. Están los rojeras conturbados y llenos de emoción con esto de su estreno gestor después de tantos años, y quizá ahora se puede observar mejor que nunca el entrechoque de las malditas y consabidas dos Españas, porque existe un contraste radical entre los nuevos munícipes y la liturgia oficial que les rodea, y en las rarezas de los ayuntamientos encuentran las izquierdas motivos de pasmo, espanto y regocijo: se dan mutuos codazos y se dicen «ahí va, fíjate, mira, ondia», y otros vocablos farfullados con mayor o menor énfasis, y en la arcaica formalídad municipal intuyen lo-difícil que debe ser cambiar el fondo.En Madrid, por ejemplo. Llega el rojerío temprano al Ayuntamiento (Tierno amenaza con establecer desayunos de trabajo a las ocho y media de la mañana) y luego consume un par de horas en alcanzar el correspondiente despacho, porque los nuevos munícipes se pierden indefectiblemente entre los laberínticos pasillos, y es tal el desconcierto ante esa complejidad marmórea interíor, que alguno hay que ya ni se atreve a salir a los servicios por miedo a extraviarse. Menos mal que hay un ejército de disciplinados y discretos caballeros («los bedeles», dijo un neófito confundido por costumbres colegiales; «los conseries», le respondieron con fría entonación), llenos de galones en la bocamanga que ocupan sus horas en rescatar a los señores concejales de pasillos ' salones y esquinazos, llevándoles por el camino correcto.
Llegan los novatos de buena mañana, pues, y hay algunos que pretenden abrir por sí mismos las puertas de las habitaciones y se desconciertan al ser siempre adelantados por la eficacia de los conserjes, que se apresuran a franquearles dignamente el paso. Y así, ningún concejal ha podido aún tocar un solo picaporte, cosa que les deja harto desasosegados, porque alguno de los neófitos pasó por la cárcel hace aún poco, y otros muchos vienen de una clandestinidad algo pordiosera y no están acostumbrados a tanta ceremonia. Luego el jefe de protocolo les entrega los atributos del cargo, un collar del más fino latón dorado y un botón-insignia, llamado venera, y un fajín púrpura con hebilla relumbrante, y Tierno, sujetando el colgajo en la mano, con actitud harnletiana, dice: «Estoy dispuesto a hacer cualquier sacrificio por este país, pero, por favor, no me hagan ponerme este collarón a mis años ... », y le contestan que no hay más remedio. A los domicilios de la rojería ha llegado una circular, advirtiéndoles que les corresponde el tratamiento de «ilustrísimo», cosa que ha atragantado a más de uno, y también se les ha dicho que si quieren -y lo han rechazado- tienen a su disposición un coche «a la orden», o sea, un chófer particular a su servicio durante todo el día, que no sólo puede traer o llevar al ilustrísimo, s'no también a la esposa del susodicho, o trasladar a la familia a Puerto Banús, un suponer, según viejas costumbres. A los domicilios de algunos concejales llega también cada tarde un motorista con el parte del Ayuntamiento, y esta visita no deja de fascinar a los novatos, puesto que a esa hora ellos están extraviados entre los pasillos de la casa de la Villa y no se les alcanza la utilidad de desplazar a un propio cuando podrían entregarles el maldito parte en mano, que hay quien piensa que eso podría ser un residuo de antaño, de cuando ciertos concejales ni aparecían por el Ayuntamiento. En fin, que son muchos los prodigios, las rutinas y los ceremoniales: y es que, para cambiar el municipio, hay que cambiar también los tratamientos y esos fajines púrpura, tan episcopales y horrorosos.
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