La política como ambición
Ya se sabe. El político es siempre ambicioso. Busca algo y trata de llevarlo a cabo él, su específica persona. El y nadie más. Esto es legítimo cuando el político lo que pretende es conseguir un rendimiento extrapersonal. Un rendimiento útil a la comunidad. Pensar que el político debe ser, por fuerza, un idealista a ultranza es pensar fuera de la realidad. El idealismo está en la base del hacer político, pero el pragmatismo individual sobrenada a ese trasfondo. Las cosas son así y nadie podrá jamás cambiarlas. Yo digo más: conviene que sean así. Dios nos libre de los doctrinarios, de los iluminados y de los teóricos. De ellos nunca será el reino de la realidad. Aun cuando puedan suscitarla, condicionarla y definirla, que eso es ya otro problema.Ahora bien, al lado del político noblemente ambicioso hay el político mezquinamente, indignamente ambicioso. ¿Cuál? El que obedece a un determinado tipo psicológico que no siempre la gente acierta a diagnosticar y, por ende, a desenmascarar. Conviene ir trazando una tipología del tramposo de la política. Del tramposo que sólo busca su medro personal, su vanagloria, su prepotencia. Eso y nada más. Porque lo otro, el trabajo de enderezamiento de la colectividad, la pesada y monótona faena de ir casando las cosas y, por eso mismo, de dar soluciones a lo que en la comunidad ocurre, eso está reñido con las ansias privadas y con los egoísmos de pequeño alcance.
He aquí al egoísta de la política; esto es, al sujeto que la utiliza para hacerse propaganda, para anunciarse, para lanzar incienso sobre su yo. Este individuo se nos muestra humilde, humilde hasta la exageración. No pide nada, pero da a entender que son los demás los que piden algo, y mucho, para él. No quiere saber nada de puestos, de direcciones, ni de prebendas. Mas deja que los otros hablen por él. Los otros, naturalmente, apenas dicen nada. Es él quien pone en la boca, de los otros sus privados decires, sus aspiraciones y sus últimas metas. ¿Ultimas? De ningún modo. Cuando escala un puesto ya está al acecho del siguiente. Nada le arredra. Nada le cohíbe porque, claro está, jamás da la cara. Sus notas características son, pues, el disimulo y la insaciabilidad. Nunca llega al hartazgo. Nunca dice basta.
Si se produce en público, su oratoria va en paralelo con esas dos notas. O bien, como hipócrita, hará unos discursos de medio tono, con la cabeza inclinada hacia el suelo y la voz apagada y muy suasoria. O bien, como insaciable, mostrará una clara tendencia a la grandilocuencia, al énfasis y a la cursilería. En ambos casos, su retórica sonará a hueco, a falso y a trasnochado.
Todo esto no tendría demasiada importancia. Todo esto apenas interesaría a los curiosos de las tipologías humanas. Pero es que, mientras tanto, mientras esto sucede, algo muy decisivo acontece por fuera, a saber, que el sujeto va por, un lado y la política por otro. Dicho de diferente manera: las decisiones personales siguen un derrotero, y la realidad nacional, otro muy distinto. Se produce la divergencia. Se produce lo que puede ser la ruptura dentro de la normalización. Y aquí ya tocamos fondo. Fondo muy grave. Porque mientras el deleznable ambicioso de la política sea sólo un espécimen raro, sea una excepción pintoresca, no importa. Pero si se convierte en hábito común, las consecuencias pueden llegar muy lejos. Puede llegar a la esterilización de la dinámica política. Al peor vicio del juego democrático: la infecundidad.
Monotonía e inercia
Esta infecundidad es la que aleja a la gente del ámbito político por cansancio y por frustración. En las anteriores Cortes, y concretamente en el Senado, yo he visto apuntar algún ejemplar de la grotesca fauna. Mi temor es que ahora se multiplique. Nada hay que favorezca tanto los pecados colectivos como la monotonía y la inercia. Oír una vez discursos huecos y falsos no tiene mayor alcance. Oírlos todos los días, sabiendo de su trampa, puede ser fatal. El ciudadano medio se aburre, se impacienta y vuelve la espalda a la función. Al degradado guiñol. De ahí a la irrealidad no hay más que un paso. Y la irrealidad, el no pisar firme en el suelo colectivo, es el anuncio de la muerte política para todos.
Frente a esta amenaza conviene ejercitar al máximo dos esenciales virtudes políticas: la paciencia y la ceguera voluntaria. Pero sólo hasta cierto punto, sólo para atinar a no llegar «demasiado lejos». ¿Cuándo alcanzamos el límite? Sencillamente, cuando notamos, cuando notan los políticos, que la realidad se les va de las manos. Paul Valéry decía: « La política consiste en embarcar a la gente en cosas que no le interesan.» Mala cosa que las «cosas» de la Gobernación comunitaria nos rocen, pero no nos alcancen. Mala cosa cuando nos embarcamos con la desazonadora sensación de que aquello, aquel montaje, no nos concierne. Porque habremos dejado el espacio libre a los; ambiciosos, a los que, encerrados en su propio yo como en una campana neumática, no se enteran, o no. quieren enterarse, de lo que les ocurre a los demás. Habremos dejado hacer a los que corroen, a los que deshacen.
La política puede ser una. ambición. Pero la ambición por sí sola no es una política. Es otra realidad. La triste realidad de la ausencia de ética, de la abolición de los escrúpulos morales. ¿Ser político vale así la pena? ¿Puede, por ventura, seguir teniendo vigencia la definición atribuida a Clemenceau?: «Si se traga un sapoy se vomita hay que seguir tragando sapos..Cuando ya no se vornitan, se es un político. » No creo en esto.
Que los políticos, los auténticos, ejerciten su aguante y su voluntario no ver. Pero cuando sospechen, o cuando los demás sospecliemos, que alguien deglutió un sapo y no lo devuelve, pongámoslo en franquía. Démosle unas definitivas vacaciones. Para bien de todos.
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