Anecdotaro curioso del bazo más grande de todo el océano
Ministro adjunto al presidente del GobiernoEl diputado-ministro se secó la última gota que le estaban inyectando en vena desde hacía más de 48 horas, sin otro ánimo que salvarle la vida política, porque la otra, la de todos los días, la de verdad, estaba más perdida que el Paraíso, cuándo nuestros antiguos incomprensiblemente mordieron la manzana y ya nadie, nunca más, señoras. y señores, podría recuperarla.
Galinga Vázquez, que así se llamaba todavía el diputado-ministro, gritó, una vez más, a su parienta, con un hilo de voz, aquellas palabras que había oído pronunciar a Kirk Douglas en los momentos más dramáticos de su carrera; «diles que se han llevado el mono», que «se ha terminado la feria», como si aquel grito, ya en los albores de la agonía, pudiera impedir que siguieran entrando en su camarote de uno en uno o de tres en seis y hasta, a veces, de mil en fondo para mirarle tan sólo una vez, pero mirarle, que decía la vieja canción, y comentar en bajo, para que todo el mundo lo oyera, salvo el propio diputado-ministro, que bastante tenía con el gota a gota, que el cadáver político tenía tono vital para recuperarse si esto y si lo otro ocurría como Dios mandaba y siempre y cuando Dios mandase en la dirección correcta.
El trasatlántico siguió navegando por todo el océano durante las tres semanas que duraba el crucero y sólo de vez en cuando repostaba en algún puerto menor y recogía más pasaje ávido de contemplar aquel bazo que se salía del mundo y que había truncado una de las carreras políticas más espectaculares desde Sigerico, que fue el segundo rey godo, hasta nuestros días, si se tiene en cuenta que todas las demás no habían sido truncadas y que ésta, la del afamado diputado-ministro Galinga Vázquez, no había llegado ni tan siquiera a ser carrera y, desde luego, muchos dudaban ya, antes de que se muriese el propio cadáver, si alguna vez había sido político y no tanto porque no hubiese puesto voluntad, arrojo y entusiasmo en tan singular empeño, sino por el hecho, ahora más que notorio, de que le faltaban condiciones y nadie, ni su propio padre, que en esta ocasión le miraba con cierta ternura, se había atrevido nunca a decírselo. No. No contaré la historia de tanto personaje curioso como se paseaba por la cubierta de aquel acorazado-trasatlántico que navegaba a la deriva con todas las luces encendidas, salvo las de la bodega y las del propio camarote del capitán, que hacía tiempo que se había desentendido de la feria y dormía confiando que cuando acabase el crucero se llevarían, de una vez por todas, a aquellos locos -están locos, absolutamente locos, repetía una y otra vez, como un obseso- y no les dejarían nunca más volver a navegar en aquel crucero de lujo, al que se habían subido por recomendación de la Casa Blanca.
Pero la verdad es que lo dieron por muerto si había que creer a los pocos afortunados que le visitaban después de vencer todas las resistencias de la gendarmería uniformada que vigilaba los pasillos que conducían al camarote, entre llantos, que no permitían el disimulo, y lutos prematuros de los familiares, que estrenaban la generosidad que antes le habían negado. Los amigos difundían la noticia con mayor entusiasmo y menor tecnicismo que los expertos en bazo de todos los continentes, y algunos ofrecían su sangre a sabiendas de que era una oferta sin demanda, porque el bazo no tenía otra esperanza que seguir creciendo contra todo pronóstico y tanto diagnóstico improvisado. Y, sin embargo, el diputado Galinga, que ya había dejado de ser ministro -sin que el BOE lo publicase oficialmente, lloraba todas las noches que le dejaban solo, porque nunca pensó que nadie le quisiese tanto como ahora le demostraban todos los tripulantes y porque llegó un día, avanzada la navegación, que comprendió que sólo se puede amar tan intensa y desproporcionadamente cuando se apagan las luces de la esperanza, se cierran las claraboyas y se van las estrellas del horizonte de la vida. El bazo fue entonces, desde aquel momento que en la oscuridad lo vio todo tan claro, su razón de existir, su único argumento para devolver parte del afecto que le inyectaban en vena y fue así como decidió que aquel órgano podría ser el comienzo de su propia vida, ahora que ya la tenía perdida y entre tanto d espertar de sensaciones nuevas no fue menor la de comprobar que sus amigos estaban dispuestos a enterrarle con todos los honores que le habían negado en vida y que algunos lloraban en verdad con tanta intensidad como el mismo Galinga, porque unos y otros habían descubierto que en aquellas relaciones, tan frías y distantes, de los últimos años había germinado la flor de crisantemo que sólo se da en el trópico de los volcanes del amor más tímido y sincero. El bazo, a fin de cuentas, crecía con la misma acelerada intensidad que los corazones de quienes no los tenían puestos en la política de sus ambiciones, y muchos que lo dudaban llegaron a pensar por un instante que aquel pobre diputado de tanta fama y renombre era, al final de su vida y a la postre de tantos sinsabores, un hombre que moría por sus convicciones, con más generosidad de la que nunca le habían dado crédito.
Y digo que no hablaré de todos los personajes de aquella feria, pero sería injusto silenciar a los otros diputados-ministros que le visitaban en tropel todos los días, con más entusiasmo por su propio destino en lo universal que por la salud quebradiza de aquel bazo tan grande como el océano, porque ellos sí que tenían motivos de preocupación y no Galinga Vázquez, que tenía una excusa para ser arrojado al caribe de los tiburones del Congreso sin otra prenda íntima con que tapar sus vergüenzas que el título de diputado. Todo este clima de concupiscencia y erotismo no hubiese trascendido si el comandante en jefe de aquel inmenso trasatlántico no se hubiese excedido en el número de visitas protocolarias a Galinga Vázquez, porque aquellos encuentros con quien tenía el destino en sus manos, no sólo del trasatlántico sino también de las angustias de futuro de tanto navegante de ocasión, desataron las pasiones de los que se habían enrolado a última hora en las filas de la marinería y en esos instantes llevaban el uniforme verde y naranja de la oficialidad, como si nunca se lo hubiesen quitado, tal era la prestancia y el donaire que, si no hubiese sido por aquellas visitas extemporáneas, todos seguirían convencidos de que cada quién era insustituible. Pero digo que no hablaré de nadie en concreto, porque, por grande que sea el bazo y escasas las esperanzas de recuperación, mayores son los riesgos de afrontar las iras de quienes sobrevivan a este crucero indefinido el día que los astros del destino y la voluntad omnímoda de quien sólo tiene a Dios por testigo elija a unos y escupa a otros a la cloaca de sus profesiones anteriores.
La familia de Galinga Vázquez era sencilla y sin complejos y cualquiera de sus miembros, incluidas las mujeres, podían haber hecho la misma carrera que el propio diputado-ministro, y más de uno llevó siempre sobre su bazo la idea fija de que entre todos los posibles ninguno era más endeble para tan arriesgada singladura que el diputado-ministro, que ahora ya sí hay que decir que se llamaba Jacinto, para distinguirlo de toda aquella farándula de nombres que terminaban con los mismos apellidos. Las relaciones familiares eran, desde antiguo, tersas y tirantes, como debe ser, diría siempre a continuación Alonso, el menos alto de los varones, que vendió su alma de poeta por un plato de lentejas cuando todavía no alcanzaba los años suficientes para saber que luego las lentejas le darían la felicidad y los amigos y la independencia económica que no lograrían jamás los otros familiares, siempre en la misma rueda de unos negocios que nunca alcanzaron la expansión del bazo de Jacinto. Si Alonso se hubiese quitado un día las dioptrías que le sobraban, y que, puestos a ver, no eran muchas, hubiese alcanzado el firmamento, porque tenía un bazo a prueba de cualquier concurso de belleza.
Entre los amigos comunes, el más aparatoso, sin duda alguna, era más grande que el propio bazo de Jacinto, salvadas todas las distancias, y entre sus atributos figuraba en lugar destacado su resistencia a sobrellevar las locuras de aquella jaula y las mismas suyas que no eran pocas ni menores que las de todos los Galinga y aún así tenía cierto encanto, si es que esa era la palabra que mejor podía describir su desmadejada forma de comportarse como un tirano cuando la ocasión lo requería y echar en falta ,la generosidad de los demás para ocultar su egoísmo, pues nadie nunca como él despreció tanto a quienes no triunfaban en la vida Y ahí te quiero ver el día que te bajes del escaño.
Entregaba cada año por Pascua florida un talón con fondos de 50.000 pesetas a la Asociación de Pobres Libera dos, y aquel talón era como un bálsamo benéfico que le tranquilizaba la conciencia y le permitía juzgar del egoísmo de quienes -y esto sí que era curiososos tenían en pie su inmensa naturaleza con las dádivas y dones de la amistad.
Era admiración, pues no había otra palabra para describir su actitud ante aquel pobre diputado-ministro que se había propuesto como única meta en su vida conquistar el palacio de Pilatos y lavarse las manos con la misma frialdad que aquel otro de las Escrituras, y quizá por ello nunca supo que Galinga Vázquez sentía hacia él la misma admiración, el mismo desproporcionado entusiasmo, con la salvedad de que lo disimulaba con el bazo porque entre sus virtudes primaba la de no manifestar sus emociones, circunstancia de su carácter que había heredado con el apellido Vázquez. Así, con él como con tantas otras personas enroladas en el transatlántico que nunca supieron del todo, ni llegarían jamás a conocer, hasta qué punto la generosidad del diputado Galinga había cambiado el curso de sus vidas sin sentirse acreedoras porque el bazo nunca pasaba la cuenta de sus créditos, por un pudor que era fruto de su sangre anglosajona y de su peculiar sentido de la amistad. Con una única excepción, el diputado Forlán, con quien el activo y el pasivo cuadraban con tan milimétrica precisión que nadie pudo jamás entenderlo, ni siquiera ellos mismos, tan distintos en sus orígenes y destinos y tan próximos en las coincidencias de todos los días.
Los demás amigos no se sabría nunca si llegarían a cuajar del todo porque cada cual tenía un recelo vivo con el diputado Galinga y algunos eran demasiado nuevos para saber todavía si llegarían a madurar lo suficiente, ya que no era fácil romper la muralla del diputado, y muchos que eran antiguos se habían quedado en la superficie de su personalidad porque repito que no era fácil y no siempre ni a todos les compensaba correr el riesgo de atravesar aquella coraza, porque al hacerlo se abría siempre la incógnita de hasta dónde podría penetrarse sin caer en la trampa y sin correr los riesgos de aquel mundo desconocido y disimulado con la sonrisa del cinismo y la frialdad de su sangre extrapirenaica.
Los otros familiares y amigos del todavía diputado-ministro se paseaban por la cubierta del navío, todos mezclados con los enemigos y adversarios que también le visitaban para confirmar las noticias contradictorias que circulaban por el océano sobre el distinto grado de la enfermedad que le aquejaba en una horquilla que se situaba entre la misma muerte y el show teatral para salvar lo poco que quedaba de su carrera política. Porque allí intervenían todos con sus opiniones, consejos y advertencias, el padre y el suegro, los hermanos de sangre y los políticos, las cuñadas en tercer grado y los sobrinos hasta la quinta generación, todos unidos contra la mujer de Jacinto, que hizo de aquella enfermedad, como de la vida, una cruzada contra los sarracenos y en aquel saco no dejó a nadie fuera, salvo el bazo de Jacinto, a cuyo camarote, si alguien llegaba vivo, era siempre contra la expresa voluntad de la cruzada.
Pues tal era el amor, el cariño y el entusiasmo que despertaba aquel bazo que las escenas de temura se sucedían unas a otras en competencia por ganarse la mirada triste y agradecida de su titular. Sobre todo, las mujeres, millones de mujeres del otro lado del mundo que le llamaban y visitaban cada quince minutos exactos de reloj con la imposible esperanza de que un día cualquiera les autorizasen a tocar el bazo. Imposible porque Jacinto Galinga Vázquez sabía por experiencia que todo su encanto radicaba en no dejarse tocar, en mantener el fuego sagrado de su sonrisa apagada igual para todas, sin concesiones, monopolios o privilegios, pues bien sabía que su altemativa de poder no tenía otro milagro que ser de todas o de ninguna. Ese era su talismán, salvo con Raquel y Rosario, que se colaban por el ojo de buey de madrugada con sus magnetófonos y los chismes de última hora y le amaban en silencio, más allá del disimulo y a pesar de sus compromisos anteriores que eran compatibles con el bazo.
Y, sin embargo, en la cubierta del transatlántico los rumores no cesaban, el llanto crecía con el bazo y con la esperanza de que el desenlace sería inmediato. Así las cosas, un día, ya próximo el ecuador del crucero, el capitán anunció que las expectativas perdían virulencia y que era previsible un descenso en la velocidad de la sangre y en el ritmo del gota a gota, lo que produjo la natural alarma e infinitas reacciones de todo el océano con flores y cartas, a cual más apasionada, hasta el punto de que Galinda Vázquez no tenía capacidad ni resistencia para contestarlas todas con frases originales de su puño y letra, que se cotizaban tanto en el mercado de los recuerdos porque, otra cosa no, pero escribir lo hacía como los propios ángeles.
Millones de mujeres de todos los colores y trillones de cartas entraban y salían por los ojos de buey cada media hora con loas y lisonjas, contando sin fin las excelencias de su ilustrísima, lo imprescindible de su presencia, la finura de su genio y la sutileza de su preclara inteligencia. Y con ellas, con las cartas y las mujeres, se juntaban senadores sin ideología, diputados sin experiencia, altos cargos de todas las administraciones del Estado, políticos del pasado, del presente y del futuro, amigos de la infancia que nunca tuvo Galinga, maniobreros y alcahuetes, parientes tan lejanos como el horizonte de su salud, concuñados en sus terceras nupcias, embajadores, alcaldes, periodistas y fotógrafos de todas las ciudades del océano. Algunos, disfrazados de enfermeras, porque ellas también se merecen la flor de este recuerdo con la bufanda bicolor al cuello y la fotografla de Galinga maquillado en technicolor, prendida en la solapa izquierda para resaltar el contraste de sus inclinaciones sensuales. Pues, así las cosas, que nadie se sorprenda de que con el bazo creciese el narcisismo de Galinga hasta la cota 32 Fahrenheit y de que con tantas ayudas llegasen a pensar que, después de tantos sufrimientos, al fin se le haríajusticia, tanta como se merecía él, que en su bondad infinita había pagado con el sudor de su inménso bazo el precio de la gloria. Ya vendrían después todos de golpe los días de tristeza y amargura, la soledad y la miseria de tantas intrigas perdidas durante su apogeo que ahora, en aquella cota tan alta, se veían flotar tan lejos entre las olas pacíficas del océano.
Jacinto Galinga Vázquez empezó a darse cuenta de que era el mejor entre los mejores, el más sabio entre los sabios cuando ya había dejado de serlo y volvía a ser quien era antes de que el bazo se disparase en aquella loca carrera por ganarle a todos en tamaño, pues fue casi como un sueño del que se despertó sudando jota a gota, cuando el capitán le dijo que el viaje continuaría dos o tres años más, aunque con menos público y el entusiasmo popular decreciendo en razón inversa al tamaño de su bazo y así la apoteosis se transformó con el soplo de los primeros alisios en una pesadilla que no era otra cosa que su nueva vida, sin cartas ni mujeres, ni tan siquiera titulares en los periódicos del Movimiento, que eran los únicos que aceptaban las últimas noticias con la r de remitido. Aquella historia del bazo había llegado al final cuando perdió la novedad y la cartera el hasta entonces afamado diputado-ministro Galinga Vázquez, cuya vida no mereció la pena después de tantos sacrificios y tantas lágrimas vertidas al fondo del océano.
Jacinto Galinga Vázquez nunca más volvió a ser quien creyó que había sido.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.