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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Bhuto, en la horca

ALI BHUTO ha sido la excepción de una regla tácita que evita las ejecuciones de jefes de Estado y de Gobierno por sus enemigos políticos, que esperan, dentro del acuerdo de casta, un trato parecido si las cosas cambian. Irán, a pesar del apasionamiento revolucionario, cedió la salida al sha y a Bajtiar y se detuvo ante la pena de muerte preparada para Amir Abbas Hoveyda, su primer ministro: ha tenido la honestidad de paralizar, simultáneamente, los fusilamientos en general. Pero Ali Bhuto ha corrido la terrible suerte de un militante de base: torturado, apaleado, vejado, hambriento. «Sus carceleros le están matando lentamente: tiene ya negro el interior de la boca », declaró uno de sus abogados. Le negaron la entrada de medicinas y agonizaba entre dolores de cabeza y de estómago y vómitos de sangre. La horca ha sido una solución más humana.Toda la piedad y el horror de esta muerte lenta no deben confundir sobre la naturaleza de Bhuto. No es un mártir de la democracia, aunque sea la víctima de una bestialidad más de la violencia política. Hubo un momento en que intentó dar una democracia al fragmento de país -tras la escisión de Bangla Desh- para el que fue elegido primer ministro: la Constitución que preparó fue la mejor que haya tenido nunca el país; como su reforma agraria -aun excluyendo de ella sus inmensas propiedades personales-, el movimiento sindical y los aumentos de salarios y las nacionalizaciones. Pero fue una etapa breve. Sus enemigos políticos conocieron también las prisiones y la muerte, los partidos que le habían ayudado fueron disueltos, y sus dirigentes, perseguidos o asesinados.

Probablemente, Ali Bhuto era culpable de algunos de los crímenes que se le imputaban. La palabra «probablemente» da un acento máximo de rechazo a las circunstancias en que ha sido juzgado y ejecutado: con un tribunal presidido por un enemigo personal, unos testigos de cargo que habían sido sus antiguos cómplices -a los que se ha perdonado la vida a cambio de sus declaraciones- y han procurado cargar toda la responsabilidad sobre Bhuto; con un fallo dudoso en el que tres jueces le declararon inocente y cuatro culpable; con la apelación a un Tribunal Supremo que hace año y medio legalizó el golpe de Estado en una sentencia en la c ue se declaraba que si el movímíento era «extraconstitucional» era válído «por la ley de la necesidad»; y con la última apelación pendiente de su implacable enemigo, el general Zia UI-Haq, para quien las peticiones de clemencia de los jefes de Estado del mundo -entre ellos, el Rey de España y el Papa- no eran más que una maniobra de «un sindicato de políticos extranjeros».

La entereza con que Ali Bhuto ha llevado sus últimos días, negándose a pedir clemencia a su ejiemigo, ha sido, al mismo tiempo, una acusación contra la brutalidad del régimen y una forma de desprestigiar y de descalificar al general Zia. El odio y el espíritu de venganza de éste le han hecho desdeñar la trampa y llevar su enemistad a las últimas consecuencias.

Es un acto que se inscribe dentro de un régimen de violencia y sangre, de la aplicación incesante de la interpretación de la ley coránica que lleva a los cortes de mano y a los azotes de los delincuentes -considerando como delincuentes a los bebedores de alcohol o los adúlteros-, y que mantiene las cárceles llenas de enemigos políticos. El aplacamiento momentáneo de la violencia en Irán y el pulso que trata de imponerse en Afganistán dejan más en evidencia la crudeza de Zia en Pakistán; lo que no puede impedir que Estados Unidos, pese a su política de defensa de los derechos del hombre, continúe suministrándole ayuda, consejeros militares y armas, con la esperanza de que sea aún útil a una estrategia occidental, que se hunde poco a poco en toda la zona.

En cualquier caso, la reflexión que suscita el ahorcamiento de Bhuto reside en que se ha colocado un jalón más en el tratamiento de las diferencias políticas a base de sangre y cuchillo. No es un sentimiento de conmiseración elitista el que hace repudiar esta ejecución, sino la parcela de presumibles horrores que se consolidan para no pocos pueblos cuando ni las más altas cabezas pueden encontrar un hálito de clemencia.

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