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El futuro de la energía atómica, en entredicho tras el accidente

Aunque los ingenieros nucleares consígan evitar que el accidente registrado en la central atómica de Harrísburg (Pennsylvania) desemboque en una catástrofe, la mera existencia de esa posibilidad tendrá una enorme influencia en el futuro de la energía atómica, dentro y fuera de Estados Unidos.Durante los primeros años sesenta, cuando el átomo se presentaba como una fuente de energía barata y prácticamente inagotable, se llegó a predecir que a finales de este siglo funcionarían, sólo en Norteamérica, 1.500 reactores nucleares. En estos momentos, más de cuarenta países de todo el mundo tienen programas de energía atómica. Y en una veintena de ellos están funcionando más de 150 centrales nucleares.

En Estados Unidos, un 12 % de la energía eléctrica es de origen nuclear. Las plantas atómicas en actividad ascienden a 72, pero hay otras 92 en construcción y 34 más programadas. El debate que se abrirá próximamente, después del accidente de Pennsylvania, tendrá grandes repercusiones políticas y puede modificar o paralizar en un grado notable las actuales previsiones de desarrollo energético.

Hace sólo unas semanas, cinco plantas atómicas de la costa este de Estados Unidos fueron cerradas después de que se comprobase que su estructura no resistiría las vibraciones de un terremoto. Unos días después, la Nuclear Regulatory Commission repudiaba el llamado «informe Rasmussen», que durante años fue el documento oficial sobre la seguridad de la energía atómica.

Redactado en 1975 por un equipo dirigido por el doctor Norman Rasmussen, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, el informe aseguraba que el riesgo de un accidente en una central atómica era inferior a los riesgos comunes que afectan cada día a los ciudadanos, El documento indicaba que una persona que viviera a cuarenta kilómetros de una planta atómica sólo tenía una posibilidad entre 5.000 millones de morir víctima de un accidente nuclear.

Un meteorito en la cabeza

Este riesgo, indicaba el «informe Rasmussen», es notablemente inferior que el que se corre, por ejemplo, al viajar en automóvil (una posibilidad de morir entre 4.000), o en avión (una posibilidad entre 100.000). Gráficamente, el informe comparaba la muerte causada por un accidente atómico con la caída de un meteorito que alcanzase a un transeúnte en la cabeza.Otro informe que se mantuvo secreto durante años, elaborado por el Brookhaven National Laboratory y conocido como Wash 470, analizaba los posibles daños de un accidente atómico. En caso de que un reactor cinco veces más pequeño que el de Three Mile Island emitiese al exterior la mitad de su radiactividad morirían 3.400 personas, quedarían heridas 43.000 y los daños materiales ascenderían a 7.000 millones de dólares. Pero una revisión de este documento, hecha en los años sesenta, estimaba los muertos en 45.000, los heridos en 100.000 y los daños materiales en 17.000 millones de dólares.

Todas estas cifras, junto con una interminable serie de tesis, estimaciones y predicciones, se airean ahora, en lo que es ya importante opción política y un probable tema de la campaña electoral de 1980. El presidente Carter se apresuró a visitar la planta atómica de Harrisburg, y reiteró nuevamente el anuncio de su programa energético, que daba al carbón y al átomo el papel principal a la hora de reducir las importanciones de petróleo.

Mientras el gobernador de California y probable aspirante a la presidencia, Jerry Brown, criticaba a los «fanáticos nucleares» y pedía el cierre de la planta atómica de Rancho Seco, numerosos senadores y congresistas anunciaban una revisión del programa nuclear. Todo ello, en el contexto de la crisis energética, con la OPEP subiendo los precios del petróleo y, la amenaza de cortes en el suministro eléctrico este verano y restricciones en el consumo de gasolina.

Otras siete plantas atómicas, construidas por la misma empresa y con sistemas análogos, podrían ser cerradas hasta que se revisen sus circuitos de refrigeración. Después, no es de extrañar que se ordene un estudio sobre la seguridad de las 72 centrales nucleares norteamericanas, obligado quizá a la detención temporal de su funcionamiento.

Las 92 centrales programadas y en construcción podrían sufrir retrasos de meses o años.

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