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Aborto

Rosa Montero

Hoy se celebra la jornada internacional de la lucha por la legalización del aborto. Claro que algunos se empeñan en decir que hoy es «el día del aborto», en parte quizá arrastrados por una inercia de ex postulante parroquial y confundidos con el día de los chinitos, y en parte, porque expresada así la cosa suena entre pavorosa y ridícula, es decir, que el tema se trivializa y manipula, como siempre. Pues no, no es el «día del aborto», y no lo es porque las mujeres no gozamos abortando, a ver si me entienden, porque aquellas -y aquellos- que reclamamos su legalización no lo consideramos frívolamente como un anticonceptivo más. Y es que nosotras sabemos mejor que nadie lo penoso que es abortar, no lo desvirtúen, por favor.Es extraño: ante el aborto, muchas personas aparentemente civilizadas pierden el control, se ponen bizcos de pura furia justiciera y comienzan a tartajear condenaciones y a predecir infiernos retumbantes. Curiosa en verdad tal reacción, máxime teniendo en cuenta que muchos de estos defensores del orden uterino ajeno quizá ni parpadeen ante otro tipo de barbaries cotidianas: niños cosidos a costras y chorreando mocos que husmean en las basuras suburbiales, muchachas cuya adolescencia ha reventado en hijos y palos maritales aun antes de los veinte años, mujeres violadas institucionalmente cada noche por sus esposos y otras minucias por demás sin trascendencia. Vivimos en una sociedad que es pluralmente criminal, criminal en sentidos infinitos, y, sin embargo, hay gente que se emperra en mostrar el aborto como la más criminal de las infamias.

Quizá esto se deba a que arrastramos un mundo de valores masculinos: a los hombres, esto de la gravidez les cae de lejos, y educaron a las mujeres dentro de sus coordenadas, que así están muchas aun hoy, obedeciendo honesta y despistadamente sus dictados. Argumentan los no abortistas que el feto tiene vida, pero no protestan por el cúmulo de cadáveres que les rodea -hombres, animales, plantas- y que produce esta so ciedad mortífera. Claro está que en el aborto intervienen otras cuestiones metafísicas, pero tal parecería que los no abortistas están provistos de un microscopio espiritual milagroso e infalible que les hace saber con precisión cuándo el feto tiene alma y cuándo no, certeza realmente asombrosa, sobre todo si se tiene en cuenta que el alma es materia asaz escurridiza. Los hombres, en fin, aplican la tan traída y llevada ley natural a su entender, y es el suyo en este caso un entender sin ovarios, cuando realmente hacen falta unos cuantos para afrontar con propiedad el problema del aborto. Y en el escrupuloso escándalo que este tema crea parecería intuirse una cierta hipocresía, como si, en definitiva, lo que se dirimiera fuera el derecho o no de la mujeral sexo, y el que ésta tenga que pagar sus deslices con dolor. Ahí siguen, pues, los no abortistas, clamando al ciclo por crímenes dudosos y silenciando quizá desmanes más concretos. Es posible que la mujer -o la hija, o la amante de alguno, particularmente exaltado y profético, esté abortando ahora, discreta e higiénicamente, en Londres. Mientras tanto -mientras lees esto- alguna de las 300.000 españolas que abortan anualmente estará sometiéndose a las manos inciertas pero baratas de un carnicero del país, sentirá cómo la desgarran por dentro las agujas de media que maneja una comadrona a la luz de un flexo, o cómo corta y raspa su interior un cuchillo de cocina mal hervido o un bisturí sin filo. Más allá está el dolor, la soledad, la infección y la miseria. Recuérdalas, y cuando oigas a un profeta o te suba a los labios el exabrupto justiciero, espera un segundo, piensa en cuantos otros «crímenes» eres cómplice y decide cuál ha de ser la dirección que han de tomar tus ansias redentoras

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