Los laboristas y el abismo
LA SOMBRA de la catástrofe se proyecta sobre el Partido Laborista británico y, muy particularmente, sobre el que todavía es su leader, Callaghan: no es sólo la pérdida de la votación de censura en el Parlamento -algo que no había sucedido desde 1924, a Rainsay Mac Donald-, sino que las elecciones pueden precipitarle a una situación dramática. Las auscultaciones que se hacían la semana pasada, mientras Callaghan mendigaba pequeños votos para construir una mayoría precaria con que enfrentarse a la furia conjugada de los conservadores, los nacionalistas escoceses y otros grupos menores -le han faltado dos votos-, indicaban que la votación puede oscilar entre un 5% y un 10% a favor de los conservadores: el sistema electoral es tan sensible en Gran Bretaña que, en el primer caso, los conservadores ganarían 57 escaños a los laboristas; en el otro extremo, hasta 120. Aun tomando como más probable la cifra mínima, sumada a la pérdida de apoyo de otros grupos (los liberales se pasaron a la oposición conservadora), dibujaría una situación grave en el partido.Los cálculos internos del partido suponen que, en este caso, la pérdida mayor de escaños corresponde a la izquierda laborista (veinticuatro), y la mínima, a la derecha (quince); el centro perdería diecisiete. Lo que indica esta predicción es que el electorado parece reprochar a los laboristas su falta de autoridad sobre los sindicatos. Sin embargo, una reducción parlamentaria del ala izquierda de los laboristas haría más difícil la relación entre el partido y las Trade Unions, y provocaría una crisis interna después de las elecciones. Es indudable que, a pesar de que el motor de la votación de censura ha sido el ataque de los nacionalistas escoceses, la situación de debilidad del Gobierno Callaghan estaba en la cuestión social: la ola de huelgas y el crecimiento del desempleo. No es simplemente maliciosa la suposición de que las huelgas han estado fomentadas por el rechazo patronal a toda negociación válida, para subrayar la incapacidad gubernamental de poner orden y de conservar las líneas esenciales del pacto social con los sindicatos, mil veces roto. La denuncia de los empresarios fue hecha por el príncipe -Carlos -la opinión real sobre un tema directamente político fue un hecho histórico- a principios de este mes, cuando dijo que la culpa de las huelgas había que cargarla, en parte, a los dirigentes de las industrias, que no sabían «comunicar» con sus obreros. Pero la rapidez con que ha subido la Bolsa en Londres -había ya comenzado a subir durante la semana pasada, cuando Callaghan trataba desesperadamente de reunir votos en los Comunes- indica que el dinero cree que un Gobierno conservador puede ser más capaz de esta «comunicación» y, sobre todo, de poner orden. El reflejo de la autoridad sigue teniendo admiradores.
La caída de los laboristas se inscribe dentro de una suave, pero decidida, inclinación de Europa hacia la derecha, particularmente a una derecha que manifiesta un claro deseo de limitar formas que considera excesivas en la democracia. El resultado, favorable a la izquierda, de las elecciones cantonales francesas indicaría también un comportamiento que se va haciendo común: ventaja de la derecha en las elecciones legislativas, ventaja de la izquierda en las municipales. A veces se filosofa sobre esta contradicción en el sentido de que el elector prefiere la honestidad y la claridad de los partidos de izquierda en los pequeños temas (aunque los temas municipales cada vez sean más grandes), y la autoridad y el sentido de los negocios -negocios de Estado- de la derecha para conducir el país. En Gran Bretaña, la doble prueba se hará en un solo día: el 3 de mayo se celebrarán simultáneamente las elecciones locales y las generales. Quizá Callaghan, al proponer esta coincidencia a la reina, ha creído que la tendencia laborista de las elecciones locales puede significar un arrastre de votos favorables para la Cámara de los Comunes.
Si pocos dudan hoy en Londres que las elecciones pueden ser ganadas por los conservadores, y que Gran Bretaña tendrá su primera mujer primer ministro -Margaret Thatcher; y quizá ese factor le valga algunos votos femeninos, aunque parece que la madurez política de la mujer británica se inclina más por los temas económicos y políticos por el feminismo, en el cual tampoco la señora Thatcher se ha destacado-, hay, en cambio, muchas dudas de que los conservadores puedan gobernar contra los sindicatos. La opinión general es que si Callaghan no consiguió encauzar las huelgas, Margaret Thatcher no va a poder con ellas. Pero quizá le sea más fácil negociar con los patronos y encontrar en ellos el grado de comunicabilidad que echaba de menos el príncipe Carlos. De la posición de los sindicatos no cabe la menor duda: en la campaña electoral apoyan absolutamente a los laboristas. El primer cheque que ha recibido Callaghan para ayuda de la campaña procede del sindicato de camioneros. El problema vendrá después, cuando, perdidas o ganadas las elecciones por los laboristas, los sindicatos presionen para que el partido se busque una complexión nueva, una sangre nueva. La derecha ha advertido ya que hay un grupo de jóvenes laboristas que se engranan en los mandos del partido que tienen una orientación marxista, y que querría dar al partido una orientación de lucha de clases. El partido lo desmiente: sabe que, en estos mo mentos, en Gran Bretaña, cualquier sospecha de fermentos de marxismo en el laborismo -que precisamente fue el primer socialismo constituido que no aceptó el marxismo- le haría perder una catarata de votos.
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