Noches de la ciudad

De acuerdo, buen hombre, las noches ya no son de. tu propiedad. La psicosis de violencia ha penetrado, finalmente, en la conciencia de la gente dulce e inofensiva y la gran ciudad nocturna ha: quedado a merced de los apaches. A la puesta de sol comienza el sorteo ritual. Y aun antes. Las bandas bárbaras reparten a diario un cupón ciego a la navaja. Te pueden atracar en cualquier bocacalle bajo una potente luz de neón, te pueden violar en la cola de un autobús, cualquier galán aceitoso puede entrar con el cuchillo en tu personalidad. Es la lotería de Babilonia. Te toca o no te toca, hijo mío. Hoy por tí, mañana por mí.Frente a esta cosmogonía de la crueldad ciudadana algunos pretenden aplicar los remedios del Corán: hay que podar la mano del ladrón en la plaza pública, cortarlos penes violentos, como esquejes de un rosal borde, y exhibir el canasto lleno de miembros mutilados, que: han quebrantado las Tablas de la Ley, en los lugares propicios de mucha visibilidad. Que se oiga el chasquido de los latigazos contra las nalgas de los salvajes a esa hora de la madrugada, cuando la sonoridad es perfecta. Se trata de que a Moisés, que era un blando, lo interprete Jomeini.
Otros opinan que hay que instalar duchas con agua caliente en las cárceles, llevar allí dos veces al mes alguna tanda de prostitutas voluntarias y reservar una galeria para un consultorio sentimental de Madanime Rose y que los reclusos evacuen su problemática sobre estos cuerpos generosos. Para desmontar este baile sin música de las iniquidades callejeras, la gente dulce y pacífica, cogida en su paranoia, es capaz de todo, desde trenzar un patíbulo de pino melis en Cibeles hasta ofrecer canutillos de crema a los salteadores del ganado para ver si se aplacan.
La violencia es un fruto industrial. Pero sucede que la dulce y buena gente de este país todavía posee los genes del instinto de conservación según el modelo de una sociedad agropecuaria, aún no tiene en el cerebro el reflejo condicionado de abandonar la calle a la caída del sol y echar tres cadenas en la del hogar-casamata donde una placa del Corazón de Jesús preside el rellano. La psicosis de terror del buen contribuyente es un problema de inadaptación a esta nueva coreografía de jaula con cuatro millones de ratas en que se han convertido las grandes ciudades. En los países industrializados de Occidente ya hace muchos años que este automatismo cerebral de defensa funciona. Cruzar a salvo el Central Park de Nueva York es mucho, más difícil que adentrarse en la selva del Congo. Puede que aquí te pique una mosca del sueño y te deje dormidito bajo un cocotero, pero en un jardín florido de Londres, París o Francfort, date por muerto o desflorado si te resistes a abrir la cartera o la virginidad cuando alguien se te acerca con la hucha.
Es una ontología matemática de la civilización libre e industrial. En Moscú, de noche, los navajeros sólo juegan al ajedrez y escuchan a Albinoni. Las noches herméticas y desoladas del comunismo están ofrecidas al descanso reparador de la hormiguita que irá al día siguiente a poner el tornillo en el lugar exacto. Pero aquí, buen hombre, la oscuridad ya no te pertenece. Aquella francachela agraria, las risotadas nocturnas de los matrimonios, las limonadas confiadas de las novias en las terrazas, esa parodia de antigua felicidad ha terminado. No es un problema de la democracia ni siquiera de la efectividad de la policía, sino un derivado industrial.
Al anochecer, la gran ciudad se convierte en un laberinto sólo para iniciados como nota de encanto, en alguna esquina florece un grupo de travestis que al oír una sirena se le salta el muelle de la entrepierna. El resto es la lotería navaj era de Babilonia. Pero llegará un día en que tus genes de autodefensa cambiarán de mensaje y entenderás, por fin,.que la noche es de ellos. Y te refugiarás en la casamata a la caída del sol, cuando el cerebelo, él solito, te dé el toque de queda.
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