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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La cultura, la política y los partidos

AL FINAL de la rueda de prensa convocada anteayer por un grupo de críticos de arte, profesores e intelectuales, para protestarcontra losjuicios vertidos contra ellos desde las páginas de El Socialista, se produjo un hecho insólito. Después de escuchar a los agraviados, el responsable de las páginas culturales de ese semanario, órgano oficial del PSOE, presentó sus excusas en nombre de su organizacién y anunció una encuesta para esclarecer ese turbio asunto.Creemos que es un signo de buen augurio para los usos democráticos, y suponemos que también un motivo de satisfacción para los mílitantes y simpatizantes socialistas, que un partido político sea capaz de reaccionar ante las críticas de una forma racional y reflexiva, Situados ante el dilema de ser amigos de la verdad o de Platón, los políticos profesionales suelen optar por preferir a sus socios. La «partitocracia» termina por convertirse en un cáncer de la democracia cuando los miembros de las direcciones de los partidos anteponen sus juramentos de asistencia mutua a las necesidiades generales y recompensan la ciega obediencia de sus fieles con su incondicional protección, al igual que los señores feudales con sus vasallos.

La ocupación de las columnas de El Socialista por una mafia de vanidades, intereses y rencores ha sido un caso límite. Pero no es infrecuente que el carnet de un partido de izquierda o de una central sindical sea utilizado como patente de corso para el medro, el abuso e incluso el chantaje. Sucede así que en ocasiones el prestigio de una organización o de un medio de opinión es utilizado por algunos individuos en beneficio proprio, al estilo de quienes se instalan en una finca para cobrar peajes, en forma de favores o de servicios. Son. las propias instituciones las primeras interesadas en deshacer el equívoco, tal y como lo ha hecho ahora, con valentía y honestidad, el PSOE a propósito de quienes se arrogaban la interpretación de su política cultural.

El incidente sirve también para llamar la atención sobre una negativa secuela del largo período de amordazamiento de la libertad de expresión que nos precede. A partir del restablecimiento de las libertades, han sobreabundado las informaciones y reportajes para denunciar escándalos, flagelar abusos y sacar a la luz corrupciones. Sin embargo, la superficialidad y debilidad, en el mejor de los casos, D el amarillismo puro y simple, en el peor de los supuestos, de la mayoría de esos trabajos han terminado por producir indiferencia e incredulidad entre los lectores. El resultado no puede ser más negativo. El desprestigio del sensacionalismo amarillista arrastra en su irresponsabilidad a otras denuncias, fundadas y serias, y crea un cierto clima de irrealídad e inverosimilitud en torno a revelaciones que, en una sociedad con sensibilidad moral, producirían auténticos movimientos de tierras y ceses fulminantes. Aunque la oposición parlamentaria amenaza continuamente «con tirar de la manta» y anuncia sus propósitos de luchar incansablemente contra la corrupción, lo cierto es que los españoles nos hemos tenido que conformar, hasta ahora, con montajes escandalosos sobre cuestiones marginales o denuricias sin pruebas a cargo de reporteros amarillistas.

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Digamos finalmente que la cultura, precisamente por ser patrimonio común de toda la sociedad, debería ser dejada al margen de polémicas p,artidistas, movidas por el deseo de conservar o asaltar el poder y no por intereses científicos y artísticos. Los homenajes a Antonio machado, la catalogación de los puentes romanos o las investigaciones sobre música concreta o formas artísticas no pertenecen, evidentemente, al mismo ámbito que el debate de investidura o el plan energético. Ni la Administración pública debe utilizar los hechos culturales como trampolín para una carrera política o como baza electoral, ni la Oposición puede convertirlos en armas arrojadizas o en campo de batalla de su lucha contra el Gobierno. Mucho menos los intelectuales, o los que deseen serlo, pueden dar el espectáculo bochornoso, y por desgracia no infrecuente, de la conversión del diálogo sobre las ideas en la lucha a dentelladas por la peseta, la canonjía o el favor. La historia y las enciclopedias están llenas de ejemplos sobre lo que sucede a esos seudomilitantes de la inteligencia cuando son capaces de vender la primogenitura de su arte por un plato de lentejas.

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