Madrid, un lugar en el que la gente pierde su historia
Desde algunas carreteras se ve Madrid muy bien, perezoso y opresivo, extendido en un horizonte al que tapona de casas hacinadas. Pero esta entrada a la ciudad por la carretera de Toledo es particularmente espantable, ahí se encuentra el conglomerado urbano, sobre las lomas carcomidas por cementos, un monstruo gigante de mil perfiles superpuestos bañado por el sudor denso de sus poluciones, una nube oscura y pegajosa, que ha hecho ya carne con el hormigón. De tanto ver esta fealdad cada día, Antonio se ha hecho ya casi insensible a ella, aunque a veces, como hoy, siente una exasperación particular al contemplar el brillo tiznado de las ventanas ciudadanas, allá a lo lejos, demasiado lejos siempre, porque sor, las ocho de la mañana, la carretera está embotellada, como de costumbre, con un tráfico hirviente e histérico, y Antonio lleva ya media hora encerrado en su R 5 desde que salió de casa, en Zarzaquemada, Leganés, un piso nuevo que compró hace ocho años, cuando nació Elenita, un piso nuevo en torre moderna, barata y de remate lamentable: siempre ha hecho frío porque, pese a la calefacción, las ventanas no encajaron nunca, el parquet de zonas nobles está levantado en veinte sitios, las humedades del cuarto de baño han pintado de moho la pared del cuarto vecino y la casa es inhóspita, en suma, aunque le costara tanto pagarla.
Pero el camión de detrás pita, el coche de la derecha pita, la furgoneta de enfrente pita, y en un momento la estancada cola de automóviles se eriza de bocinazos: como si eso sirviera para algo, se dice Antonio con disgusto. En estos momentos, Madrid entero se rompe en cláxones furiosos, es hora punta y ya se sabe, y eso que es sábado y hoy trabaja menos gente. Y es que los que viven en el centro salen a su trabajo a las afueras, y los que viven lejos intentan entrar en la ciudad con irritada somnolencia. Parecería que por una malévola ironía del destino los madrileños viven justo en la punta contraria del sitio de trabajo, y así, todos los días han de pagar un impuesto urbano de irritación y horas perdidas. Aunque, bien mirado, la verdad es que los madrileños viven donde pueden.
Una ciudad extranjera para todos
Los madrileños. Piensa Antonio que no debe haber apenas uno, en esta ciudad, extranjera para todos, una ciudad híbrida y abierta, desprotegida ante los vientos. El mismo es de Cádiz, ya se sabe, playa, mar, pescadito frito y barrios blancos de esquinas y vecinos conocidos. Cuando vino a Madrid, recién casado con Charito, vivió primero en casa de su hermano, en Carabanchel Alto, allí donde casitas de una sola planta, acosadas por las ratas, parecen palacios al lado de las muchas chabolas del entorno. Era un sitio triste, sucio y pobre, pero casi parecía un barrio, es decir, había un bar en la esquina en donde se reunía con la gente, era posible tener amigos y enemigos y las personas necesitan tener de unos y de otros, ya se sabe. Ahora no. Cuando Antonio consiguió trabajo de vendedor de aparatos médicos -sueldo fijo y bajo, pero buenas comisiones- ahorraron dinero y se compraron el piso. Zarzaquemada, muy lejos. Así es que en cuanto pudieron también se compraron coche, claro está.
Cuando se mudaron, los amigos de Carabanchel y su hermano les dijeron: «Os iremos a ver.» Pero después se fue perdiendo la costumbre, la ciudad es muy grande, las camionetas tardan demasiado, hay que hacer complicadas combinaciones de autobuses. Así es que se han quedado un poco solos. A veces, los sábados por la noche, salen al cine con un matrimonio amigo, que vive por la parte de arriba de Hermosilla, un sitio incómodo, además, porque no hay forma de aparcar, así es que no suelen acercarse a casa de ellos. Quedan en el cine, ven la película, se toman un café y se marchan. Antonio todavía tiene suerte, en el trabajo se lleva bien con los compañeros y toman cañas juntos y comentan los partidos, todo eso. Charito dice que se siente sola, aislada ahí, en Zarzaquemada, con una vecindad con la que no congenia, perdidas sus amigas de la juventud, condenada a un barrio que no tiene cines, que no tiene tiendas apenas -un supermercado modesto, una mantequería, farmacia, dos panaderías-, que no tiene nada: «Ni ir de compras puedo», suele decir. Quizá también ha influido todo esto en las frecuentes discusiones familiares, en ese estar a punto de separarse tantas veces. Si no fuera por los niños. Y pensando esto, hoy Antonio se siente más malhumorado que otras veces.
Madrid está muy lejos, sí. Muy lejos siempre. Es una ciudad ajena e indiferente que está convirtiendo al madrileño en un ser itinerante. Menudean las mudanzas, y cada día hay más ciudadanos que se cambian de casa en un éxodo obligado, dejando atrás rincones, vecindades, tenderos conocidos, y en cada mudanza se van haciendo más impermeables al entorno, se van encerrando más en sí mismos, mientras arrastran tras de sí a un puñado de niños que cambian de colegio y compañeros, niños que buscan inútilmente a sus amigos en la esquina de siempre, junto a la pipera, porque ya no hay piperas y porque aquella esquina se ha perdido entre las calles, que son todas la misma y diferentes.
Marchar lejos, muy lejos
Y es que la ciudad está imponiendo un peregrinaje interno y generacional. Crecen los hijos en un barrio más o menos céntrico, empiezan a trabajar, se echan novia, se casan o arrejuntan, y para establecerse en pareja o en solitario como célula aparte de la familiar, han de marchar lejos, siempre lejos, más allá de los atascos y tapones cotidianos, han de coger un piso en las afueras, en esas torres dormitorio de alucinado hacinamiento. Allí sobreviven durante años, intentando escapar de ese entorno incómodo, carente de raíces, y trabajan duramente con la mirada puesta en el centro urbano: las ilusiones se concretan en coger un piso en una zona noble, creyendo que así recuperarán la dignidad perdida, una dignidad ciudadana de hecho inexistente. Los que tienen suerte, los que prosperan, los que pueden, escaparán al fin del extrarradio, encontrarán un hueco más cercano al ombligo capitalino. Pero en el esfuerzo habrán quemado años y los hijos ya han crecido, es hora, pues, de que comience otra tanda de mudanzas y destierros, y la nueva generación partirá, a su vez, a enterrar sus afanes en algún perdido barrio de aluvión, lejos, siempre lejos; un barrio en el que se sentirán como extranjeros, en el que vivirán una provisionalidad que a veces dura demasiados años.Y mientras tanto se finge, se engaña, se disimula. Hay demasiados madrileños que se avergüenzan de vivir en donde viven, que cuando les preguntas su dirección dan respuestas evasivas. Qué ciudad hostil es ésta, que condena a sus habitantes a sentirse culpables de su entorno. No le es grato a nadie decir que vive en Orcasitas, por ejemplo: lo confiesa cuando no hay más remedio y adopta para decirlo un aire desdichado. Hay otros que no, hay barrios que luchan por conseguir una identidad, entre poluciones, abandonos centralistas y calles sin asfalto: como Vallecas, por ejemplo. Pero es una lucha feroz la suya, una lucha en solitario.
Nacer y morir en la misma casa
¿Habrá alguien que considere Madrid como algo propio? Un puñado de privilegiados, quizá, o tal vez de miserables, porque hoy parece necesario ser lo suficientemente rico o lo suficientemente pobre para nacer, envejecer y morir en la misma casa, en el mismo vecindario. Pero ni aun éstos son dueños de su entorno, porque la anciana que cruzaba todos los días su paseo de arbolitos para comprar el pan, ahora no se atreve a sortear la avenida -casi autopista- de escandaloso tráfico, y el jubilado que solía tomarse un vino en el bar de la glorieta hoy no sabe ya llegar a él, asustado por el scalextric, por el puente sin semáforos y erizado de vallas que le ha separado definitivamente de la copa y el dominó por las tardes. Y así, aunque la glorieta siga estando donde estaba, ya no existe para él.
Qué ciudad incómoda. A Madrid le han salido unas excrecencias más grandes que el mismo núcleo, barrios nuevos y deteriorados, barrios enormes de cientos de miles de personas en los que no hay parques ni zonas verdes suficientes, en los que apenas hay cines y no existen teatros, en los que escasean las discotecas, las bibliotecas, no hay museos ni galerías y las tiendas son pequeñas porque las barriadas suburbiales no son autosuficientes y Madrid centro las esclaviza convirtiéndolas en sucursales provincianas emponzoñadas de la crispación de la capital. De modo que para cualquier cosa has de ir al centro, y es una peregrinación de metros, autobuses, camionetas y metros otra vez, y mucho cuidado con entretenerse por las noches, que puede perderse el último transporte y los taxis son muy caros: mejor es no salir de Vallecas, o de Leganés, o de Palomeras, aunque el hastío y la insatisfacción acechen. Como Charito, encerrada en Zarzaquemada, prisionera de la capital y de sí misma, echando de menos aquel Cádiz de su infancia, recogido y manejable pese a ser también ciudad.
Hay muchos que no se resignan, sin embargo, a este encierro forzoso y ciudadano. Sobre todo muchos jóvenes, esos jóvenes que compran motos, o las roban, o las reconstruyen de piezas diferentes, o que trucan un Seiscientos comatoso o adquieren un Renault de quinta mano. Así, motorizados y poderosos, sintiéndose vencedores de las distancias enemigas, se pasean por las noches con gran estrépito Castellana arriba y abajo, bordean la Cibeles, se acercan a los locales del mundillo. Porque algunos madrileños desclasados intentan recuperar para si zonas urbanas, y por las noches descienden de la ciudad al asalto de algunos barrios, de Malasaña o Argüelles, y consumen ahí entre alcoholes y porros las horas, las ansias y las nocturnidades, creyéndose menos solos por estar todos revueltos y apelotonados, intentando reconocerse noche tras noche. A esta cita del mundillo acuden unos y otros, marginales por vocación y marginados por obligación, y se otean mutuamente, se vigilan por encima de las mesas. Así, cuando los navajeros suburbiales entran en los locales del mundillo hay siempre un medio segundo de silencio, una tensa tregua, entre ambos bandos, y los recién llegados se toman en la barra un cubata con aire desafiante mientras miran con desprecio a los marginales de lujo, escupiendo de cuando en cuando al suelo sobre el borde de la mella para resaltar que están ahí y que es la suya una presencia que han conseguido a pulso.
Madrid está muy lejos, sí, lejos de la medida de uno mismo. Madrid está construido o destruido por una acumulación de casas y de gentes diferentes que aquí pierden su historia. Esta es una ciudad carente de memoria y paseada por diferentes migraciones, cubanos derechistas, latinoamericanos izquierdistas, gitanos olvidados, quinquis escondidos, y hay también extremeños, y andaluces, y catalanes, y vascos, un conglomerado de culturas que han perdido el recuerdo de su tierra.
No ofrece nada a los pequeños
Mientras permanece en el atasco, Antonio piensa en la ciudad y el día que le espera. Junto a su oficina estará ese viejito de siempre, el que toma el sol cuando lo hay, ese anciano que desde que le quitaron el banco y los árboles de la esquina se sienta en el pretil del aparcamiento subterráneo y respira con mansedumbre el aire con olor a gasolina, observando cómo los niños salen del colegio y pasan a su lado sin detenerse, hacia las casas, a sentarse frente a la televisión porque en las calles ya no hay sitio ni costumbre de jugar. A media mañana llegará la, grúa y retirará un puñado de coches del bordillo (¿quizá el mío?, piensa Antonio con presentimiento de doméstico desastre), y hoy es sábado, a eso del mediodía comenzarán a aparecer padres apresurados y furiosos arrastrando tras de sí un grupo de cohibidos niños: los fines de semana la ciudad se llena de padres separados que intentan pasear a sus hijos por un Madrid que no ofrece nada a los pequeños; así es que hay que llevarles a comer a un restaurante abarrotado, y luego a una película autorizada, si es que hay, y quizá al fin al zoo, aunque ya lo han visto tantas veces.
Es fin de semana, pues, y piensa Antonio que debería sacar entradas para el cine de esta noche, porque luego se quedan sin poder conseguir ni una, con todos los locales saturados, y Charito entonces se acongoja y desespera aún más, cuando les dan las diez, y las diez y cuarto, y las diez y media, y ellos siguen por la Gran Vía embotellados en el coche, sin sitio para aparcar, viendo cómo en todas las taquillas están sacando el cartel de no hay entradas. Hoy Charito estaba particularmente deprimida y Antonio comienza a pensar que él también lo está, sobre todo ahora, ahora que el tapón se ha hecho más fluido y han alcanzado la entrada a la ciudad. Ahora que no se ve la nube negra de detritus que sobrevuela todo, porque a les ha absorbido con la misma voracidad indiferente de cada mañana, porque este Madrid es antropófago y ajeno, este Madrid es la ciudad del desarraigo.
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