La paz de Washington
A PRINCIPIOS de siglo, un historiador había encontrado huellas o documentos de unos mil tratados de paz en la historia de la Humanidad. Más recientemente, el sociólogo de la guerra Gaston Bouthoul contaba unos 8.000. El estudio determina que un tratado de paz jamás ha evitado una guerra o la ha terminado. El tratado entre Egipto e Israel, firmado el lunes en Washington, tiene, además de su debilidad genérica, una fragilidad muy particular: es una paz privada y forzada dentro de una zona conflictiva mucho mayor. Los llamamientos para un "arreglo global» no han sido tenidos en cuenta por los autores del tratado. El autor del tratado, Estados Unidos, lo ha instrumentado como una alianza local para defender una parte de la zona; como un peso para equilibrar una situación rota en otro extremo (Irán). Es decir, como un seguro para el propio Estados Unidos en una zona donde se cruzan numerosos intereses: el petróleo, la cabeza de Africa, el canal de Suez, la defensa del Mediterráneo, la limitación de una influencia soviética...En realidad, lo que consigue este tratado es una definición más clara en el frente de combate. Al mismo tiempo que Jerusalén y El Cairo festejaban una paz que indudablemente complace a la mayoría de sus habitantes -la paz necesaria para cada vida-, en Bagdad, donde se reunían los jefes de Estado o de Gobierno de todos los países árabes casi sin excepción, se desarrollaba una gigantesca manifestación de protesta, quizá de 500.000 personas -según los organizadores-, la principal de las que se están celebrando ya casi continuamente en todas las capitales árabes. Egipto ha quedado aislado de su mundo, de un mundo que hasta ahora consideraba natural -por la lengua, la religión, la cultura y los intereses comunes-, para sumarse a quien ha sido hasta hace quinientos días su enemigo ancestral. La frase «El Islam contra Egipto» emitida en las manifestaciones, junto con la acusación de traidor para Sadat, era más que una consigna: reflejaba algo que se considera como una verdad absoluta. Los ataques a Estados Unidos son habituales en estas manifestaciones; pero en esa ocasión eran gritos de guerra y se sumaban a ellos países que hasta ahora han servido de intermediarios de Estados Unidos: Jordania y Arabia Saudita.
¿Cuál puede ser la eficacia de este Islam alzado, cuál el papel de estos países, cuál el alcance de las sanciones y de las acciones contra los tres firmantes de la paz de Washington? Sin duda, el presidente Carter y sus consejeros consideran que las reacciones no pueden llegar muy lejos. Y quizá estén equivocados. Pueden creer que el papel de países como Jordania y Arabia Saudita seguirá siendo, discreta y clandestinamente, el de moderadores y de intermediarios; pueden creer que su propia fuerza económica y militar en la región sigue siendo suficiente para convertir la cólera actual en meros incidentes. Pero es posible que el Islam de hoy no sea el mismo de hace unos años y que las palabras «guerra santa» pronunciadas en Irán, que ejerce una irradiación cultural y política considerable sobre toda la zona y que puede presentar ahora un éxito islámico de primera magnitud, tengan una virtualidad muy considerable.
En una apreciación de riesgos, el máximo sería la caída de Sadat y la guerra contra Israel, que automáticamente comprometería a Estados Unidos; a Carter le quedarían dos soluciones: incumplir sus promesas escritas de garantizar a los firmantes con su fuerza militar, o entrar en una guerra con características parecidas a la de: Vietnam (el máximo dentro de la escala de máximos; la guerra con la URSS es impensable). El mínimo, una serie de disturbios, algún cambio de régimen aislado, unas sanciones más o menos cumplidas contra Egipto y una nueva escasez de petróleo, seguida por su encarecimiento (la reunión en Ginebra de la OPEP ha dado, hasta ahora, resultados muy moderados, que contrastan con la cumbre árabe de Bagdad y con las manifestaciones callejeras: la subida del precio del barril es, como constata el comunicado final de Ginebra, modesta, y Occidente la considera menos grave de lo que se esperaba). No parece en estos momentos que la situación vaya a desembocar en lo peor; pero sí puede considerarse que el tratado de paz no aproxima realmente la paz a la región; y no convendría disfrazar su verdadero propósito, que es el de un movimiento estratégico de Estados Unidos, culminado con éxito en esa fase, pero con consecuencias imprevistas. Tiene mucho de salto en el vacío, o de lo que Foster Dules llamaba «política del borde del abismo».
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