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Los nuevos colegiales

Rosa Montero

Esta es la historia de Enrique, el, chaval que fue a una manifestación, plantó un árbol y recibió una paliza. Enrique tiene calor ce años, estudia BUP en Santa Marca, es un chico moreno y padece un agudo ataque de es tirón adolescente, o sea, que la extremidades se le han alargado en huesos crecederos y el labio superior se le ha puesto hecho un asco de granos y pelajos prematuros. Enrique es un colegial, por tanto; pero resulta que hoy los colegiales son distintos: junto a las matemáticas aprenden muchas cosas; por ejemplo, que esa democracia de la que tanto hablan los políticos con hueca y difusa palabrería se concreta en luchas y tensiones cotidianas. Y es que los colegios son en la España actual como un calco en miniatura de este país de transición en que vivimos, y así, los claustros están divididos en Afanes diferentes, en profesores tradicionales y nuevos profesores progresistas, y son de admirar las escaramuzas de cada día: que si el de historia deja fumar en clase o no, que si la de literatura no examina con el rigor de antaño. Los claustros albergan,, pues, un combate sin tregua en torno a menudencias que ocultan en realidad un debate fundamental; a saber, si los padres y los alumnos pueden o no participar en la gestión de los centros. O sea que es, como siempre, una cuestión de poder, y los que otrora pudieron mucho se emperran hoy en continuar siendo poderosos: como en el resto del país, por otra parte.Enrique, en fin, participa como tantos en esta pelea cotidiana, y un día se echó a la calle junto a sus compañeros, una manifestación de doceañeros en apoyo de la directora y del jefe de estudios, que fueron expedientados por un quíteme allá esas progresías. Y vencieron.

Ahora, Enrique se dedica a sus labores y, entre otras cosas, planta árboles en el patio del colegio porque pertenece a un grupo ecologista. ¡Hay que ver cómo ha cambiado la cosa adolescente: en mi época te ibas a dar caderazos a los flipper y no plantabas cosa alguna!

Plantó el árbol tras las clases y salió, por tanto, tarde y solo. Caminaba por la calle semivacía al filo de las cuatro, lamiéndose con desanimado narcisismo alguno de sus granos más recientes, cuando se le acercaron. ¡Eh, tú: espera! Eran ocho, de diecisiete o dieciocho años. Le rodearon. ¡Eh, tú: mira! ¿Te reconoces? Le enseñaron fotos de la manifestación de Santa Marca. ¡Eh, tú!, ¿no te ves? Y Enrique decía que sí, que se veía, aunque en realidad tenía los ojos nublados por el miedo y el apelusado bigote se le había erizado de susto entre los granos. Así es que le arrastraron a la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, ahí cerquita, a unas dependencias abandonadas y anejas que esos chicos debieron descubrir yendo a misa de doce, porque ya se sabe que los militantes ultramontanos sienten especial predilección por la cosa religiosa e insisten en acaparar a Dios para sus fines, que así anda la derecha, estampando el copyright en los asuntos celestiales, ya lo ha dicho Blas Piñar: « Dios y yo somos mayoría en el Parlamento.» Le llevaron a la iglesia, pues, y en sus solapas brillaban pequeñas banderitas españolas. Le tumbaron en el suelo, le cortaron superficialmente las mejillas, le patearon los testículos y golpearon su vientre con un bate de beisbol con el «víctor» pintado en la madera. Lo, normal.

Hoy, Enrique ya está bien, repuesto de la inflamación de escroto que le apreciaron en La Paz, digerido el miedo y puesta la denuncia judicial correspondiente. Antes, los escolares aprendíamos lo que escocía un reglazo salesiano o un pellizco monjil por no callar en clase. Hoy, los adolescentes aprenden lo que acalambra una patada en los testículos por intentar ser adultos y consecuentes con esa democracia de la que tanto se habla. Y es que la lucha no ha hecho más que empezar y la historia real se hace de estas doloridas, ínfimas minucias.

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