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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Sistema Monetario Europeo

LA NOTICIA económica más destacada de la pasada semana ha sido la entrada en funcionamiento del Sistema Moneta rio Europeo (SME). Nadie está muy s eguro, sin embargo, de que el SME vaya a ser un paso verdaderamente impor tante en el proceso de integración europea; y son muchos los que piensan que las mayores probabilidades están a favor de que, al cabo de un año, el SME haya quedado reducido a una «serpiente» tan modesta como la que viene fluctuando, sin gran trascendencia, en los mercados de cambios europeos desde hace siete años.El SME sólo pretende ser, por el momento, una experiencia de constitución de un área de estabilidad de los cambios en el seno de la Comunidad Económica Europea. Se ha creado una Unidad de Cuenta Europea (ECU) que es una unidad abstracta definida como un promedio de todas las monedas de la Comunidad, donde cada una de éstas participa con una ponderación que trata de reflejar su importancia relativa. Una vez definida la ECU, queda automáticamente establecido el valor de cada moneda comunitaria nacional respecto de dicha unidad; y, en consecuencia, quedan también automáticamente fijadas, a través de la ECU, las paridades entre cada dos monedas nacionales. El meollo del sistema consiste en que los Gobiernos de los países miembros de la Comunidad (exceptuada Gran Bretaña) se han comprometido a mantener las fluctuaciones de los tipos de cambio efectivos entre sus monedas dentro de un margen estrecho a cada lado de las correspondientes paridades. Dicho margen será de ± 2,25 % a cada lado de la paridad para todas las monedas, excepto para la libra irlandesa y la lira italiana, a las que se les ha concedido un margen más holgado de + 6% como medio de atraerías al sistema.

Para que los tipos de cambio efectivos mantengan sus fluctuaciones dentro de límites tan estrechos en tomo a las paridades, es preciso que las autoridades monetarias nacionales estén dispuestas a intervenir en el mercado de cambios: cuando una moneda se debilité acercándose al límite inferior de su margen de fluctuación, su banco central habrá de frenar tal movimiento comprando dicha moneda, es decir, perdiendo reservas exteriores; cuando, por el contrario, una moneda se fortalezca aproximándose a su límite superior de fluctuación, su banco central correspondiente habrá de intervenir vendiendo su moneda, es decir, aceptando un aumento de sus reservas exteriores. El SME, para facilitar tales intervenciones estabilizadoras en el mercado de cambios, incluye un mecanismo de concesión de créditos a corto y medio plazo a los bancos centrales que lo necesiten, en base a un fondo constituido con aportaciones proporcionales de las reservas exteriores de los países participantes.

Sin embargo, tales intervenciones en el mercado de cambios no bastan para que un área de estabilidad de los tipos de cambio funcione. Si la economía de un país miembro registra un crecimiento persistente de sus costes y precios superior al observado, en promedio, en los demás países del sistema, su tipo de cambio tenderá a depreciarse, y por masiva que sea la pérdida de reservas que su banco central esté dispuesto a afrontar, no habrá forma de mantenerle, a la larga, dentro de los límites acordados de fluctuación. O la política económica de ese país adopta una'actitud más restrictiva o habrá que acabar aceptando una modificación (devaluación) de la paridad de esa moneda. Lo mismo cabe decir, en sentido opuesto, de la moneda de un país que muestre una estabilidad de costes y precios mayor que la media de la CEE: a la larga, o ese país adopta una política monetaria más expansiva o tendrá que admitir una revaluación de su moneda.

El problema está en que los países participantes en el SME muestran hoy tasas de inflación muy diversas, que van del 3% de Alemania Federal al 13% de Italia. En estas condiciones, el sistema sólo podrá funcionar con suavidad -es decir, sin grandes movimientos especulativos, sin frecuentes revaluaciones y devaluaciones de las paridades y sin que los países acaben decidiéndose a abandonar el sistema- si las políticas económicas nacionales aceptan una coordinación estrecha que conduzca auna convergencia razonable de las tasas nacionales de expansión y de inflación. Pero el SME no prevé esa coordinación de las políticas económicas nacionales y la experiencia reciente permite dudar de que esa coordinación vaya a darse. Y, desde luego, si esa coordinación no se da, el SME no funcionará y acabará reduciéndose a una «serpiente» de las monedas de los países miembros con políticas económicas relativamente similares.

El SME podría ofrece¡ un nuevo impulso al alicaído proceso integrador de la Comunidad; y esa es la esperanza que en él ha puesto el presidente de la Comisión de la CEE, Mr. Jenkins. Pero cabe albergar serias dudas sobre la existencia, hoy, de una voluntad integradora, en los países miembros, capaz de ofrecer unas bases adecuadas al buen funcionamiento del sistema. España no ha sido aún invitada a participar en el SME y no se sabe cuáles serán las condiciones de esa eventual invitación. Entre tanto, estamos en condiciones de mantener la actitud más conveniente: esperar y ver.

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