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Piornedo, como antes de los romanos

A mil doscientos metros de altura, a la sombra de los picos de Cuiña, en los confines ya de la provincia leonesal guarda aún parte de su estampa prerromana la aldea lucense de Piomedo, en plena sierra de los Ancares. Setenta vecinos que pertenecen a dieciséis familias, cuatro de ellas ocupantes todavía de otras tantas pallozas (viviendas de origen celta, con techo de paja, en las que conviven animales y personas). Es el límite de la resistencia a la inclemente naturaleza y a la emigración permanente.El único tabernero del pueblo es también el cartero. El es quien tiene más contactos con los visitantes que ya empiezan a ser numerosos durante los fines de semana. Les vende una lata de anchoas o les hace bocadillos de chorizo industrial con pan tan duro como la roca granítica de las pallozas. Su hermano, sordomudo, cocina el caldo a los montañistas y enseña con orgullo el camino de las cimas. No sabe todavía si el perro mastín que tenía se lo comieron los lobos este invierno o lo robó algún turista.

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Ahora a Piornedo se puede llegar en coche, abandonando la Nacional VI, de Madrid a La Coruña, y subiendo por una estrecha carretera local hasta Degrada, donde hay un albergue de montaña y dos fondas. Desde este punto, la aventura automovilista se toma verdaderamente una quiniela. El viajero no deberá aventurarse por la noche, a no ser que marche convenientemente armado para repeler el más que presumible ataque de los lobos.

Arriba, en Piornedo, el espectáculo será sin duda maravilloso para el visitante. Y esto lo saben los cada día más numerosos montañeros que acuden desde Vigo, desde La Coruña, de Lugo o de Orense para acampar en las faldas del Cuiña. La maravilla se torna inmensamente menor para los se tenta habitantes de la aldea. Sus viviendas -muriendas gustó de llamarlas el médico- escritor Alvaro Paradela- servirían por sí solas para entrar en el túnel del tiempo, sino fuera por las omnipresentes antenas de televisión. Lo que no quiere decir que no haya llegado también aquí el ladrillo y la arga masa de plastilina.

Mizue Yoneda, un japonés qué visitó la aldea, dejó escrito en el libro de montaña que guarda celosamente el cantinero que le encantaría vivir algún día en una aldea como esta. S. Bárbara escribió que hay que hacer una cooperativa de Los Ancares. Alfonso Pérez afirmó que los hombres, como las cimas, nacen libres, pero hoy tienen que luchar por la libertad, y que quien ama las sierras no quiere ser esclavo de nadie. Los paisanos del pueblo no leyeron nunca estas cosas que escribieron los visitantes.

Votar, ¿para qué?

«Aquí de dar, nada», contestaron cuando se les preguntó sobre una posible ayuda oficial para conservar sus pallozas o para arreglar el camino. «Se acuerdan de nosotros cuando nos necesitan para algo, como sucedió en las pasadas elecciones.» Efectivamente, EL PAIS comprobó cómo UCD y CD enviaron cartas personales a todas las casas para pedir el voto. De los partidos de izquierdas sólo el Bloque desplazó a una pareja de militantes de la capital para hablar en improvisados mítines en las tabernas de las aldeas de la zona. Esta vez no se molestaron mucho en votar, a pesar de que en este pueblo no hizo falta desplazarse a quince kilómetros, como ocurrió en otros lugares de la comarca. «¿Para qué vamos a votar, para que luego nadie se acuerde de nosotros hasta que haga falta de nuevo el voto?» UCD ganó las elecciones en Piornedo, a pesar de que el líder más conocido en el contorno es Manuel Fraga, por las visitas que hizo siendo ministro, y sin serlo, para cazar urogallos. «Hombres como Fraga hacen falta -diría un vecino- para acabar con eso del terrorismo», a lo que otro respondió recordando aquel célebre incidente de Fraga cuando lo descubrieron cerca de Degrada cazando cuando el urogallo estaba en celo.

Realmente, los de Piornedo tienen de qué quejarse. Si un vecino cae enfermo hay que avisar al médico de Doiras o de San Román, ambos lugares a seis horas de camino a pie y más de hora y media en coche. El médico, dos jóvenes licenciados en cualquiera de los casos, suben al pueblo y cobran, como mínimo, 3.000 pesetas por la visita, sin importarles la cartilla de afiliación a la Seguridad Social agraria que pueden exhibir todos los vecinos.

Alquilar un Land-Rover para llegar a Degrada, el punto del que parte un coche de línea tres veces a la semana, a quince kilómetros, cuesta mil pesetas. Y no está lejos aún el tiempo en que los enfermos graves que había que hospitalizar tenían que ser conducidos a lomos de caballería durante más de diez horas.

Acudir al Ayuntamiento, en San Román de Cervantes, para gestionar cualquier asunto, significa dos horas de desplazamiento en coche y más de siete a pie. En el pueblo sólo dos vecinos tienen coche, y desde hace poco tiempo. La farmacia más próxima está en Becerreá, a cuarenta kilómetros. Y también la feria, a que han de acudir los paisanos para comprar y vender.

En la ganadería está la principal fuente de subsistencia del pueblo. Sin embargo, las condiciones del clima y las dificultades de transporte de los piensos obligan a los paisanos a vender los terneros para recría antes de que cumplan seis meses.

«No tenemos con qué alimentarlos más tiempo.» El ganado pasta libremente en los montes durante la primavera y el verano, o pasa hambre en el invierno, cuando alguna manada de lobos no se lleva delante varias cabezas, cosa que sucede todos los años. Cultivan, en régimen de autosubsistencia, centeno, patatas y algunas coles. Cada vez menos, que ya no quedan brazos fuertes para trabajar y en algunas casas no se ha podido siquiere renovar el techo de la palloza por faltar la paja de centeno.

Los lugareños entienden poco de la importancia que tiene la condición milenaria de la aldea. Saben sólo que el Estado se ocupó de poner a la entrada un letrero que dice «Piornedo, aldea prerrománica», y que las antiguas construcciones -trece o catorce, cuatro todavía utilizadas como viviendas, y las restantes, cuadras para el ganado- ni siquiera les pertenecen enteramente después de que el lugar fuera declarado de interés histórico. «Está muy bien que quieran conservar esto -opinan todos-, pero que no sea a cuenta nuestra. Si las pallozas tienen tanto interés, que las cuiden. Pero que no seamos nosotros los que tengamos que cargar con ellas sin que nos den nada y encima no nos dejen tocarlas siquiera.»

El deseo de las cuatro familias que habitan dentro de estas vivienas prerromanas sería que el Estado les ayudara a construir otras casas y que se hiciera cargo de la conservación de las viejas. De todas formas, pocos son los que quieren quedarse definitivamente en el pueblo. Sólo hay viejos y niños. Los demás están en la emigración, en Barcelona sobre todo, en Bilbao o en el extranjero. La maestra atiende trece o catorce niños en la escuela.

En una ocasión una chica del pueblo decidió emigrar. Llegó andando a Barcelona y entró de sirvienta en una casa. El hijo del amo la cortejó y su padre, al enterarse, echó a la criada, que regresó al pueblo. El fiel amante acudió a recogerla, se casó con ella y cuentan por estos pagos que un famoso oftalmólogo barcelonés nació fruto de aquella pareja. Un joven fue andando a Bilbao para trabajar en la construcción. Eran los tiempos en que el profundísimo valle del pequeño río Sar estaba cubierto de centenarios castaños que mandó cortar el pontevedrés marqués de Riestra. Los tiempos también en que en cada palloza había un telar artesano del que salían preciosas mantas confeccionadas con lino y trapos viejos. Aún hoy quedan dos tejedoras que, por 6.000 pesetas, venden auténticas piezas maestras.

¿Qué les importa a los paisanos de Piomedo las elecciones municipales? Nada o casi nada, aparentemente. Fueron tantos los años de caciques en esta tierra olvidada, tantas las atrocidades de una guerra que no tuvo frente en estas montañas, pero sí sangre vertida inocentemente, que hoy les resulta difícil creer que se cumplan algún día las promesas que, por cierto, en período electoral, anunció el Gobierno de invertir 37 millones en estas Hurdes gallegas que dejan atrás a las auténticas.

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