China está cerca
La cina è vicina. Con su gran agilidad periodística, los italianos han formulado con esta expresión algo así como un deseo de mucha gente. Sobre todo, el deseo del mundo que salió mutilado en el «reparto» de Yalta -garantía de un orden «eleata», internacional, fundado luego en la anarquía, la injusticia, cierta hipocresía con colores democráticos, el falso orden planetario y las mutilaciones más graves de las libertades del hombre-, un deseo, repetimos, de salirse de una situación que de hecho no tiene salida.No es extraño que los italianos descubrieran para la actual opinión occidental esta peculiar proximidad de China. Conviene no olvidar que fue el veneciano Marco Polo el primer descubridor europeo de China, la famosa y legendaria Cathay que Messer Marco nos describe sugestivamente en su Libro de las maravillas. Claro que la China que Marco conoce no es la de Confucio, sino la de los «bárbaros» mongoles. Sólo alguna vez aludea la presencia de sabios seguidores del pensamiento de Confucio, al hablar de «sabios mercaderes», «hombres sutiles en todas las artes y asimismo grandes filósofos y grandes médicos que conocen muy bien la naturaleza, reconociendo las enfermedades y dando los remedios adecuados». Otra China se asoma ahora al interés del mundo, a partir de Mao. Y podemos decir que el periodismo italiano estuvo presente desde el principio en el descubrimiento de esta nueva China. El periodismo y la filosofia. Curzio Malaparte dijo en los años cincuenta de la China de Mao cosas más sutiles que las que había dicho el interlocutor americano del conductor chino, Edgar Snow. Y el filósofo italiano Ugo Spirito supo colocar al comunismo chino en su dimensión auténtica, que se revela hoy más real que nunca: en la tradición de la concepción «ética» de la vida, de una moral práctica enseñada por Confucio que Mao y los suyos rechazarían en una primera etapa. Rechace formal que no incidiría en la aparición de un comunismo chino, arraigado en la cultura y la tradición chinas.
Luego se impuso algo más que la necesidad estratégica de sentir cerca una China «necesaria», como nos manifiesta en la dedicatoria de su reciente libro O clipa in China (Un instante en China) el escritor rumano Paul Anghel. Libro que nos descubre hechos interesantes sobre China, que, según parece, siempre ha tenido esta característica peculiar: la de tener la población más numerosa del planeta. Se impuso la curiosidad y el deseo de penetrar en la realidad china. Al lado de una China cercana se impuso la idea de que la ciencia ha sido, durante mucho tiempo, china. Y el interés por la filosofía o simplemente el pensamiento chino. Y un cierto paralelismo entre el descubrimiento moderno de China, en el «siglo de las luces», y el «descubrimiento» de la China actual bajo el signo de lo que Etiemble, que sobre China ha escrito, junto con Granet, las cosas más penetrantes entre las múltiples que se puedan leer, llama «el mito taoísta del siglo XX». El siglo de la Ilustración culmina un interés moderno por China, que habían abierto San Francisco Javier y una serie de jesuitas descubridores de las virtudes del budismo y continuadores de la presencia en el imperio celeste de los nestorianos y los franciscanos, fundadores del primer obispado católico en Pekín durante el período de la dinastía mongol. El siglo XVIII francés descubre la semejanza entre Confucio y Sócrates. Una semejanza que había gustado a los jesuitas y a Richelieu, por la integración de la obra de Confucio en el espíritu de la burocracia celeste de los letrados. Confucio y el filósofo gobernante de acuerdo con la idea que de la república ideal se hicieran Sócrates y Platón, es una figura familiar a partir de 1700. La Mote Le Vayer escribía, a propósito de este tema: «Ciertamente, no es poca gloria para Confucio el haber puesto el cetro en las manos de los filósofos y haber hecho que la fuerza obedezca pacíficamente a la razón. ¡Qué mayor felicidad se ha podido nunca desear que ver a los reyes filosofar o a los filósofos reinar! Este gran espíritu ha sabido unir estas dos felicidades en China, donde se alcanza la virtud que el soberano mismo no mande nada que no esté de acuerdo con los preceptos de Confucio.» En la misma época, el Spatar rumano Nicolas Milescu descubrió una China real, no del todo conforme a los ideales del confucionismo. Luego, la Ilustración, con Bayle, Montesquieu y Voltaire, recoge el tema de un confucionismo, aceptado o sometido a polémica; continuando la obra de moralistas, como Fenelon, autor de un Diálogo de muertos entre Confucio y Sócrates; o filósofos, como Malebranche o Leibniz, para el cual la Rusia de Pedro el Grande no era sino el «puente» entre dos mundos: China y Europa.
Etiemble quiere proyectar a China en Occidente, a través de la oposición confucionismotaoísmo. Así, el siglo XVIII fue el siglo de Confucio, en esta aproximación Oriente-Occidente, mientras que el siglo XX será el siglo de Lao-Tse. Aristocrático y elitista, el primero, popular y «premarxista», el segundo, según una polémica que florece, con más o menos virulencia a partir de 1950 y que la revolución cultural china parece haber hecho suya, con cierta violencia. Hasta el punto que el libro de Jean Grenier El mito de Tao fue definido «como el libro más importante del 1956». Fue la misma época en la cual Etiemble se proponía escribir un libro sobre La China comunista ante su herencia cultural, concebido en plena vigencia maoísta de la doctrina de las «cien escuelas» y las «cien flores». Epoca en la cual la China de Mao consideraba la filosofía «aristocrática» de Confucio como encarnación «del espíritu científico» en la tradición cultural china, y a su autor, como un gran «educador del pueblo chino». Luego, en China, ha habido varios cambios formales y tácticos y los libros sobre China en el mundo se han multiplicado. Desde la China entendida como un «milagro» de Roger Massip, hasta la China realista de Chu En-lai, admirablemente evocada por Cyrus Sulzberger, a través de su famosa entrevista con el famoso dirigente chino. La definición en profundidad de la estructura del comunismo chino antiburgués, antirreligioso, ético y pragmatista por excelencia, que nos ofrecía Ugo Spirito en su fenomenología del comunismo, sigue siendo una de las más actuales y permanentes.
Un mundo complejo este de China, que a Europa le está cerca y le es necesario. Su complejidad, su fascinación, su proximidad, que surge de su propia fascinante lejanía, descansa en su universo poético sin par. Este universo poético lo descubrió Ezra Pound a principios del siglo I de los grandes poetas de Occidente. Sus traducciones de la lírica china, sus escritos sobre la capacidad expresiva de la escritura y la lengua china, no han sido superados por nadie. Mientras tanto, Keyserling había puesto de manifiesto la espiritualidad, la evasión de la ley de gravedad, del arte chino. La cosa ha llegado a complicarse por algo incomprensible para el espíritu realista occidental, para el cursus mismo de la política y la mentalidad política de Occidente y, sobre todo, de Europa. La poesía de Mao. El revolucionario implacable y cruel, el gran timonel idolatrado como los viejos emperadores, que celebra así a sus Inmortales: «Yo he perdido el álamo bello y tú el sauce. / Hacia el cielo de los cielos ambos, álamo y sauce, se elevan. / ¿Con qué cosa los honra Can? / Los honra con vino de albaricoque / la diosa solitaria que está en la luna mueve sus anchas mangas. / Danzando en la gloria de estas maravillosas almas de mártires. / Pero he aquí que en la tierra llega la noticia de que el tigre ha sido derribado. / Y ellos, de alegría estallan en lágrimas de lluvia arrebatadora.»
China está cerca. China necesaria, que decía el rumano Paul Anghel. Lo mismo había dicho en su hora postrera, como una premonición, Chu En-lai. Pero aún debemos preguntarnos si «la necesidad» china no es una ilusión. El poder político sigue centrado en el realismo ruso, que está lejos de ser puente entre China y Europa, como preconizara Leibniz. El poder industrial y tecnológico sigue siendo americano. Son las dos revoluciones. Y tras ellas está el espíritu de Yalta. ¿Quién será capaz de enterrar el espíritu de Yalta? ¿Lo sería Europa, una Europa que busca acaso el fuego de su supervivencia en las cenizas revueltas de la disuasión?
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