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Como un espejo

Juan Luis Cebrián

PARA LOS que hemos vivido un poco la política universitaria de los años sesenta, la contemplación del espectáculo de la actual clase dirigente resulta un ejercicio a un tiempo nostálgico y un poco cínico. Ver competir, por ejemplo, por el mismo distrito electoral, a Gregorio Peces-Barba e Ignacio Camuñas, encabezando listas de partidos de tan diferente ideología después de haber compartido durante años los tres juntos, y alguno más que no viene al caso, las tribulaciones de Tomás de Kempis y las esperanza demócrata-cristianas de no se sabe qué, resulta, por lo menos enternecedor. Pero cuando ya contemplo al propio Gregorio defender con ardor las tesis socialistas frente a ese delfín presidencial que es José Pedro Pérez Llorca, no puedo evitar entonces una meditación solitaria sobre la fugacidad de la vida. José Pedro Pérez Llorca (antes Pérez Rodrigo) no se dejó arrastrar, por más que lo intentara Peces-Barba, a las filas de la democracia cristiana, porque José Pedro (cuando se llamaba Pérez Rodrigo) era de izquierdas y Gregorio de derechas. Evidentemente, estas anécdotas personales no le deben interesar a nadie y además le sitúan a uno en un terreno difícil, entre la pedantería y la indiscreción.Pero hay que decir que son cuando menos reveladoras de la composición de nuestra clase política y explicativas de algunas cosas que pasan en el Parlamento cuya composición van a decidir mañana los españoles. Y es que nos están acostumbrando a ver la Política como a través de un espejo en el que la mano derecha se vuelve inexorablemente izquierda pero con el agravante de que cada día es más difícil averiguar dónde está el cristal y dónde quien se mira.

Si los resultados de los sondeos electorales se confirman, y aun contando con el previsible corrimiento de votos de la derecha hacia UCD ante el avance de los socialistas, lo más probable es que de las elecciones de mañana salga una Cámara de Diputados bastante difícil de gobernar. El sistema electoral d'Hont, junto con la distribución de distritos y los correctivos a la proporcionalidad, no facilita la existencia de tres o cuatro grandes partidos con similar capacidad de representación y que puedan entre ellos hacer los pactos necesarios, pero evita también que las formaciones que concentran la mayor cantidad de escaños obtengan, salvo un milagro, una mayoría absoluta. Así resulta que el PSOE y UCD son tan fuertes que obviamente se resisten a pactar con sus convecinos, pero son tan débiles que están condenados a no gobernar sin contar con ellos.

Eso ya se vio en ocasión del pacto de la Moncloa, del que un partido con escasa representación parlamentaria, como el Comunista, obtuvo unas rentabilidades de presencia y protagonismo político no respaldadas por los votos, aunque sí por la habilidad de sus líderes. El pacto de la Moncloa, en realidad, fue un Gobierno de coalición o de concentración desde fuera, estableció las líneas fundamentales a seguir durante un año, con el acuerdo general de los partidos, y depositó la responsabilidad de la gestión en las exclusivas manos del presidente. Las ventajas para éste fueron claras, pues le garantizaron la docilidad de la Cámara y el ejercicio apenas contestado de su poder.

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La estrategia resultó a medias. Las renuncias que el consenso supuso y el desencanto de la opinión ante la clase política no empañaron, sin embargo, la realidad de que pudo redactarse la Constitución, aunque en más tiempo del deseado, y abordar una primera fase de un plan de saneamiento económico. Aquello era una mala sustitución de un Gobierno interpartidario, en la que los que menos sacaban y quizá más aportaban eran los socialistas; pero su sacrificio, no exento de rabietas extemporáneas y salidas de tono, venía justificado, aun a regañadientes para ellos, por el bien general y la contribución al proceso político. Sin embargo, el pacto nunca le dio a Suárez la estabilidad parlamentaria y política suficiente y cada tres o cuatro meses, con ocasión o de un intento de golpe de Estado, o de un crecimiento de la actividad terrorista, o de un escollo en la redacción constitucional, el presidente tenía ocasión de comprobar la debilidad de su posición: estaba desempeñando el papel de jefe de un Gobierno provisional y constituyente sin los apoyos naturales que eso implica y con la única ayuda exterior declarada de los comunistas.

El período de redacción de la Constitución hubiera necesitado otro modo de ver las cosas desde la jefatura del Gobierno. El hecho de que no se haya hecho tan mal no quiere decir nada: se pudo hacer mejor y en más breve tiempo. Pero era preciso reconocer la provisionalidad real de las funciones del Gabinete y convocar a las responsabilidades del poder a las principales fuerzas políticas del país. Si eso no resultaba posible, porque la presencia de ministros comunistas en el Gobierno habría suscitado un sinfín de problemas añadidos, de los que los propios comunistas eran conscientes, no se debía excluir de un acuerdo así al principal partido de la Oposición, millonario en votos pero no en experiencia y necesitado de un rodaje en las cuestiones de la Administración del Estado. Los propios comunistas promovieron esa fórmula, que era una solución clásica a los problemas planteados y que, de paso, habría servido también para que los hombres de UCD dejaran de gobernar en torno a una mesa camilla y aprendieran a compartir el poder como parece que van a necesitar compartirlo en el futuro, si es que efectivamente lo mantienen.

Los socialistas no lo hicieron mucho mejor. Embriagados hasta el mareo con su triunfo de junio, se encontraron con un partido sin estructuras sólidas internas, que tenía que hacer frente a las exigencias de cinco millones y pico de electores. Aunque mitigada por la acción de sus bases, la actitud psicológica de Felipe González fue demasiado similar a la del inquilino de la Moncloa. Los dos se refugiaron en su círculo de familiares -en el sentido más quevedesco de la palabra- y decidieron no hacer partícipes de su poder ni siquiera a quienes se lo habían dado. A la arrogancia de Suárez de querer gobernar solo sucedió la ingenuidad de González de pensar que le acabarían convocando a las responsabilidades del Estado sin que él lo exigiese. El Partido Socialista había tenido tal capacidad de representación popular en las elecciones que estaba no sólo en el derecho, sino en la obligación moral y política de no abandonar conscientemente dichas responsabilidades en un período constituyente. Es verdad que UCD no les ofreció la posibilidad de un pacto al respecto, pero también es verdad que ellos no hicieron lo más mínimo por reclamarlo. Hubo un momento en que el distanciamiento del PSOE respecto a sus compromisos con este país se hizo más patético que nunca: en ocasión de la operación Galaxia, demasiado preocupante y rápidamente olvidada, cuando se detectó una seria amenaza para el proceso democrático, era patente la necesidad de ofrecer al pueblo un Gobierno sólido y con basamento popular que detuviera las aventuras golpistas. El PSOE, que se ofreció a ello, no supo exigirlo.

Bien, todo esto es historia pasada y su recordatorio apenas sirve como lección. Pero hete aquí que los resultados de las encuestas electorales y rumores de pasillo en los cenáculos políticos atribuyen ahora al presidente la posible intención de ofrecer al PSOE la entrada en el Gobierno si UCD no obtiene una minoría tan confortable que pueda gobernar ella sola. Y a la viceversa, si es que el PSOE resultara ganador. El «Gobierno de la gran coalición» se muestra, a la vista de muchos observadores, como la única solución para un Parlamento como el que ha de salir. De eso ya se habló hace ahora un año, en ocasión del Pleno de las Cortes sobre el incumplimiento de los pactos de la Moncloa y a propósito de la salida del vicepresidente Fuentes del ejecutivo. En realidad se habla cada vez que alguien supone que UCD necesita un apoyo más serio o más potente que la sonrisa plácida de los comunistas allá en la lejanía. Y se propone ahora como una solución que, paradójicamente, este periódico y mi pobre persona habrían sugerido ya en su día. Pues no. Es cierto que en repetidas ocasiones EL PAIS y yo mismo hemos expuesto la importancia y la necesidad de un Gobierno de coalición durante el período constituyente, de un Gobierno provisional de coalición entre UCD y el PSOE, y acabo de explicar por qué. Pero si la coalición no se quiso cuando pudo y debió hacerse, cuando se redactaba una Constitución común, era más profunda la crisis económica y más confusa la situación política, no se entiende qué virtualidades ha de tener después de la realización de estas elecciones generales. Las elecciones resultaron precisamente la única salida posible que tenía Suárez si pretendía seguir en el poder y no quería un pacto de gobierno, con programa y plazo estrictos, con los socialistas. Eso hubiera podido aplazar la convocatoria electoral de legislativas un año o año y medio y habría dado algún tiempo para encauzar no pocas cosas. Pero no se puede hacer ahora el primer Gobierno constitucional en medio siglo de vida de este país con los mismos mimbres con los que debía haberse construido un Gabinete provisional y constituyente.

Un Gobierno de coalición UCD-PSOE tras los comicios de mañana supondría un fraude definitivo al electorado no sólo por las lindeces que hemos tenido ocasión de oír durante la campaña a unos de otros y viceversa, sino, sobre todo, porque destrozaría la imagen de UCD como una propuesta democrática de la derecha y la del PSOE como una alternativa real de gobernación -partiendo siempre de la base de que no se equivoquen los sondeos y los socialistas sigan siendo sólo la alternativa-. Debemos abandonar la política del espejo, y no es posible seguir con esa táctica del cambio de apellido: la otra solución, la de los socialistas, no puede ser nunca la misma solución que la de UCD. Si ésta gana y no cuenta con la minoría suficiente para gobernar en solitario, su obligación es buscar los apoyos legislativos precisos en los grupos coherentes con su programa y su incipiente ideología. Y la del PSOE, trabajar activamente por estructurar su partido, organizar los cuadros, exigir poder en el Estado fuera de las responsabilidades del Gobierno -empresas públicas, medios de comunicación...- y tratar de derribar al Gabinete para ofrecer unas fórmulas mejores, más eficaces y útiles que las que el Gobierno emplee. Esa es la función habitual de una oposición democrática y más aún en un país de un bipartidismo evidente, por más que les moleste reconocerlo a los otros grupos. Por el contrario, una participación de los socialistas en el poder subsidiaria de las líneas políticas centristas, lejos de consolidar al Gobierno, nos asegura una crisis temprana y quién sabe si unas elecciones anticipadas, fruto de lo que sería una boda que acabaría irremediablemente en divorcio.

Hemos pensado que estas cosas convenía decirlas precisamente antes de las elecciones y precisamente en el llamado día de reflexión que las precede, porque pensamos que no están en función de los resultados electorales. Mucho más cuando se avecinan unos comicios municipales de extraordinaria importancia. Si UCD gana, aunque sea apretadamente, UCD debe gobernar con sus congéneres, que ella misma debe definir. Pero en la seguridad de que sus congéneres no son los socialistas, pues es una verdad tan de perogrullo que da vergüenza decirlo, pero muchos votos socialistas son de gentes que específicamente no han querido dar su apoyo al centro. Los españoles que han leído libros Y visto películas están ya bastante cansados de esperar más de cuarenta años a ver qué es y cómo funciona eso de la leal oposición al Gobierno de Su Majestad. La clase política debe abandonar por lo mismo ese afán adolescente de seguir mirándose al espejo y saber, por último, cuál es y dónde está su mano derecha. Y su izquierda.

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