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Un vecino mató a "el Jaro", de un disparo, el sábado por la noche

«José Joaquín Sánchez Frutos, de dieciséis años, el Jaro, ha sido identificado como el joven muerto de un disparo de escopeta en la noche del pasado sábado, día 24, en la calle de Toribio Pollán.» Esta frase, que ayer encabezaba la nota de prensa distribuida por la Jefatura Superior de Policía, indica que han matado a el Jaro, uno de los delincuentes juveniles más famosos de España. Al español en quien más genuinamente se habían combinado la juventud y la delincuencia en el drama de ahora.Fue el sábado, en mitad de los fatigados pasquines electorales. Un vecino de Madrid, uno entre los que cada día leen junto a los crucigramas «Empleado muerto en un atraco», vio desde el ventanal cómo cuatro jóvenes, armados de navajas, atacaban a un amigo. Cargó la escopeta y bajó a la calle. Entonces, los chicos arremetieron contra él, especialmente uno bajito. Y él disparó.

El tiro del madrileño cuatro millones acabó con la vida de el Jaro. Lo apiolaron, pues.

José Joaquín se había dado prisa en buscarse un sitio en los archivos. Hoy en día ya hemos dicho que nació en Villatobas, un pueblo toledano de nombre premonitorio. Se sabe que su madre bebía y se iba, según confesión de María del Pilar, uno de los componentes de la familia, y nosotros, el Jaro y yo, a los ocho años sabíamos saltar la cerradura de casa con una cuchara, escapar de la habitación y pedir comida en la escuela. María del Pilar, la hermana predilecta de el Jaro, apenas recuerda unos encuentros fragmentarios con sus hermanos, y sobre todo imágenes de alguna mudanza, de algunos viajes por sobreáticos y entresótanos, en los que nunca se salía de los interiores, de la miseria; vagas estampas en las que se asocian los colchones arrollados, los sábados por la noche, las onzas de chocolate y los reaiquíleres, y al final, José Joaquín, que reaparece de pronto, se interesa por ella, y se va. Mamá se iba a no sé donde, y el Jaro se iba a las gasolineras, pero solía pasar por casa. «Era el que más me quería de todos.»

El director del reformatorio Sagrado Corazón, del que José Joaquín tuvo tiempo de huir unas quince veces, le definió como un psicópata amoral, aunque añadiría a fin de que nadie pudiese confundir al chico con Jack el Destripador, que los duros principios vividos en familia motivaron que buscara la felicidad: al estar todo contra él, su reacción fue la de oposición completa. El chico explicó bastante bien su caso en un breve ejercicio de redacción que aún se conserva en el reformatorio: «He robado quince coches y he dado estirones yo mismo, porque yo siempre he querido ser libre.» Su caligrafía no era buena, y no se tienen referencias sobre su formación cultural. En cambio se sabe que disponía de las nociones precisas sobre anatomía y sobre pirotecnia: sabía dónde estaban el gatillo, la recámara, el corazón y la yugular, como todos los golfos adolescentes de Pasolini, el joven pueblo que practica esa migración circular sólo posible entre suburbio y suburbio. «Había sufrido numerosas detenciones por toda clase de hechos delictivos: robos, atracos, lesiones, hurtos y consumo de drogas», dice un telegrama de agencia, si bien su caso podría explicarse un poco mejor dándole la vuelta a su historial. Diciendo que antes de sus detenciones había sufrido.

A veces, los policías hablaban de él con un asombro levemente matizado por la indignación, como se hablaría de un pequeño Fu Man Chu a quien se admira más por prestidigitador que por criminal. «Maneja a docenas y docenas de muchachos, algunos de ellos mayores de edad, con un extraño dominio. Provoca en ellos una especie de fascinación que se traduce en una lealtad ciega, ilimitada. Es muy chiquitillo, no levanta ni esto del suelo, pero les habla, les controla y les dirige como lo haría un auténtico líder.» Hace algún tiempo participó en un enfrentamiento armado con la Guardia Civil: los periódicos publicaron sucesivamente las noticias de que había resultado gravemente herido y de que, después de un último arresto, los agentes le habían trasladado a la cárcel concordataría de Zamora. Allí se le dio por acabado.

Las previsiones eran falsas. Su banda, que contaba con conductores tan hábiles como el Gasolina comenzó a ir y venir de nuevo, como mamá, como los lobos, a crea un difícil problema estratégico a la policía. Resultaba imposible saber dónde atacarían: hoy en esta salida de cine, mañana en esta bocacalle. La máxima filosofia volvió a ser la misma de siempre: Esto es un atraco. Las navajas, la noche, la yugular y el miedo. Hasta el sábado.

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El sábado por la noche, un vecino de Madrid cuyo nombre no ha sido divulgado por la policía llamémosle el madrileño cuatro millones estaba mirando por una ventana. «Disculpen, no quiero hacer declaraciones ni dar mi nombre, compréndanlo.» Oyó el portazo, vio a un amigo y a cuatro agresores cuya identidad apenas ofrecía el dato de un destello. Armas blancas. Cargó y bajó.

Luego José Joaquín Sánchez Frutos caía sobre los carteles. Cerraba un terrible historial, y abría la primera página de un tratado de sociología que puede resumirse en una cita de su edad.

Tenía dieciséis años.

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