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Concordia

Ya llegamos. Ya llegamos a la recta final de las legislativas, los días se erizan de últimos gritos e insultos de urgencia, y muchos diputables observan hoy los nudos de corbata del contrario con la secreta ambición de que se conviertan en nudos corredizos. Y es que lo más bonito de toda la fanfarria electoral es el espíritu de concordia que reina por doquier. Ha sido y es ésta una campaña de bramidos retenidos, de rencores y malicias personales, y produce verdadero gozo ver como UCD lanza insultos Prepotentes contra el PSOE, como el PSOE escupe ironías sevillanas contra UCD, como CD maneja la cachiporra de la intransigencia y reparte coscorrones a barullo, como el PCE se mete con el PSOE, paternal, se mete con UCD, radical, y alaba al Rey. Algo es algo.Dentro de nada comenzarán las jornadas de reflexión prevoto. Esto de votar es como lo de poner un huevo, o sea, que hay que encerrarse en la penumbra y el silencio de uno mismo, enrojecer del esfuerzo y decir al fin «pues yo voto a aquél o a éste cuyos insultos han sido más graciosos», por que programas, lo que se dice programas, no es que se hayan explicado muchos, y, por otra parte, ya se sabe que no importan demasiado, porque luego los partidos se desprograman a golpe de consenso y de codazo cómplice. El caso es que se acercan las jornadas de reflexión, que suenan a ejercicio espiritual de la adolescencia, cuando el abismo eterno se te pegaba al retemblor de dientes y comprendías que te condenabas seguro, porque esos ejercicios servían para poder pecar después mucho más alegremente, al asumir lo insoslayable de la fatalidad infernal que te esperaba. En los días de reflexión prevoto viene a suceder más o menos lo mismo; es decir, que el resultado es el opuesto a la predicación, y, siguiendo el ejemplo dado por los políticos, en vez de reflexionar gritamos, y en lugar de dialogar nos pegamos, deshaciendo el precario equilibrio familiar.

«Pues yo no voy a votar», dice la madre de familia, por ejemplo, mientras trae el pan de la cocina. « ¡Cómo que no! Tú votarás a CD, como yo; pues faltaría más», contesta a voz en grito el padre mientras rescata la dentadura postiza del plato de sopa, en donde ha caído perdigonada por el paroxismo fraguista del buen hombre. O al revés, «esta vez vamos a sacar más», comenta el padre, rojeras de toda la vida, guiñándole un ojo a la madre, que viene de la cocina con el pan. «Pues yo no pienso votar», dice el hijo, meneando la melena. «Claro, tú eres un disipado-pasota-drogadicto-idiota-pequeño burgués-mal hijo», y la niña interrumpe la retahíla: «Yo tampoco votaré», y ahí el cabeza de familia responde como un solo hombre: «¡Cómo que no. Tú votarás al PCE, como yo; pues faltaría más! », y luego se dedica a rescatar la dentadura postiza de entre los fideos.

Hay miles de combinaciones en esta guerra familiar, padres anarquistas con hijos de la UCD, rojos con fachas y fachas con rojos, de modo que las jornadas de reflexión terminan convirtiéndose en una especie de psicodrama en el que salen a la superficie las tensiones internas de las familias, y no es de extrañar que se rompan matrimonios con las elecciones, o que algunos hijos abandonen a sus padres, o que dos hermanos se retiren el saludo. No es que la política les importe tanto, no, como tampoco les importa en general a todos esos diputados que tanto se insultan hoy y que mañana, en sus bancos congresistas, simularán cariños locos y se palmearán mutuamente el cogote y las espaldas levantando nubecillas de caspa parlamentaria. Es que las elecciones son el detonante de las tormentas interiores, y, una vez pasadas, se recupera la fachada de ficticia serenidad: qué incordio de concordia.

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