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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Dos semanas de campaña electorales

SI bien la segunda semana de campaña electoral no ha logrado perforar la coraza de distanciamiento y frialdad ciudadana, algunos síntomas hacen pensar que las cañas iniciales esgrimidas por los contendientes pueden tornar se lanzas. El reto de Felipe González a Adolfo Suárez para un debate en televisión mano a mano no ha sido recogido por el actual presidente del Gobierno, pero ha dado lugar a otros desafíos de Santiago Carrillo y Manuel Fraga, igualmente caídos en saco roto. El evidente temor de Suárez al cara a cara con su principal competidor y los arrogantes argumentos utilizados para rechazar un encuentro habitual en los países de tradición democrática caminan en paralelo con las reticencias de Felipe González para enfrentarse con Carrillo; cabe imaginar que el secretario general del PCE también habría desdeñado un debate televisivo con los dirigentes del MC, el PT o la ORT o con los de Coalición Democrática. Nadie quiere discutir en público más que con sus predecesores en el ranking y todos consideran una humillación o un error dar beligerancia a los más modestos. Los alborotos producidos el fin de semana anterior, durante la gira extremeña y andaluza de Adolfo Suárez -aunque no demasiado graves-, introdujeron aires de intolerancia ideológica y mala educación cívica en la, campaña. No está libre de toda culpa la propia víctima. La intencionada confusión de los ministros de UCD entre las carteras que desempeñan y su condición de candidatos es un procedimiento poco limpiode propaganda electoral cuando se utiliza la televisión como vehículo de ese subliminal mensaje de publicidad partidista o se perpetra la insólita alcaldada -realizada por el señor Abril en Valencia- de modificar el calendario de días festivos para conseguir votos. El planteamiento de las giras electorales del presidente también peca de esa indelicadeza. Los paseos por la calle Mayor, las visitas a las ermitas de la patrona o los preparativos para hablar desde el balcón del Ayuntamiento pertenecen más al protocolo de un presidente del Gobierno que a los usos y costumbres de los. simples candidatos, a quienes suelen reservárseles los cines, las plazas de toros o los campos de fútbol para sus intervenciones.

Lo que resulta más notable de esos incidentes, en los que participaron militantes o electores tanto de la derecha como de la izquierda, es que sus actores hicieran una escenificación dramática y profundamente sentida de una hostilidad que, en las alturas de los estados mayores de los partidos, tiene más de agresividad ritual que de enemistad irreconciliable. Se diría que las bases de los partidos se toman demasiado al pie de la letra los improperios cruzados entre los líderes. Mientras los futuros electores de los grupos de izquierda se movilizan para abroncar al máximo dirigente de UCD, las relaciones entre las cúpulas de los partidos son una curiosa mezcla de rivalidad y colaboración, de lucha por el poder y de proyecto de compartirlo si las circunstancias lo imponen, de insultos públicos y reconciliaciones privadas.

En este sentido, los amagos de los líderes socialistas de «descubrir el pastel» cocinado por el PSOE y por UCD a propósito de la fracasada negociación con ETA hace más de un año es un excelente resumen de los estragos producidos por el consenso en nuestra vida pública. Porque las amenazas de algunos líderes del PSOE de «tirar de la manta» y contar cómo el presidente del Gobierno y el ministro del Interior les animaron a intentar el diálogo con Argala, y les utilizaron para esos fines, ponen a UCD en el disparadero de replicar con alguna otra intimidad vergonzosa para sus rivales (por ejemplo, ¿hasta qué punto ignoraba y desaprobaba el PSOE el inconstitucional decreto-ley de seguridad ciudadana antes de hacerse público?). Los secretos compartidos entre los dos principales competidores ante las urnas muestran cómo la llamada «clase política» ha operado, durante este último año y medio, a espaldas de los electores y de la opinión pública a propósito de algunos importantes temas, no vacilando incluso en simular un reparto de papeles para enganar a los espectadores más ingenuos.

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Hasta ahora, la aparatosa teatralidad de una polémica cuyo núcleo se mantiene en secreto tenía como principal rasgo negativo el distanciamiento entre una «clase política» cuyos miembros se tutean, se abrazan y bromean, y unas bases mantenidas en la ignorancia de esa amistosa campechanía y de esos acuerdos reservados. Los incidentes de finales de la semana pasada indican, sin embargo, que los militantes o simpatizantes tienden a creerse esa agresividad ritual y a ponerla en obra de forma contundente. La llegada a la recta final de la campaña y la incertidumbre sobre los resultados del 1 de marzo, lejos de hacer recapacitar a los líderes sobre los peligros de un extremismo verbal que esconde una simulación de fondo, pero que puede excitar más allá de todo control a sus bases, han llevado al paroxismo los fuegos de artificio de esa polémica. Los comunicados de UCD y PSOE de anteayer constituyen, en ese sentido, una lamentable muestra de vacuidad imprecadora, más propia de la política universitaria de los años sesenta o de un cruce de insultos entre alumnos de colegios distinguidos que de un debate político.

Y, a todo esto, mientras las liebres discuten sobre los galgos y los podencos, el fantasma de la abstención continúa cerniéndose sobre las urnas y los cortes a los programas televisivos de los partidos minoritarios deterioran el clima de libertad de la campaña. La precipitada decisión del Gobierno de hacer, a última hora, propaganda «institucional» en favor de la participación revela su conocimiento -seguramente gracias a la utilización monopolista por UCD de las investigaciones de instituciones oficiales pagadas por todos los contribuyentes- de que la intención de voto no ha aumentado en los últimos días y su temor a que la abstención perjudique fundamentalmente a sus candidatos.

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